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Pierre Janet, hacia 1926, escribe sobre un paciente al que le aplica el pseudónimo de Martial: "Este hombre de cuarenta y cinco años tiene una existencia muy singular; vive solo, muy retirado, muy aislado, de una manera que parece muy triste, pero que basta para llenarlo de felicidad ya que trabaja casi constantemente. Trabaja de una manera regular un número de horas determinado cada día, sin permitirse ninguna irregularidad, con gran esfuerzo y frecuentemente gran fatiga, para edificar grandes obras literarias: "Sangro, dice él, sobre cada frase". Estas obras literarias, de las que no me corresponde estudiar su valor, no han tenido hasta ahora gran suceso, no son leídas y si se deja de lado algunos iniciados que se interesan en ellas, son consideradas como insignificantes (1).
Janet prosigue: "Pero el autor conserva a su respecto una actitud singular: no solamente continua su trabajo con una incansable perseverancia, sino que tiene una convicción absoluta e inquebrantable sobre su "inconmensurable valor artístico"(2)). Sin aceptar su falta de éxito, Martial, según Janet, se excede: "Arribaré a cumbres inmensas y he nacido para una gloria fulgurante. (...). Ningún autor ha sido ni puede ser superior a mí, la gente aún no se apercibe (...). Como dice el poeta: de pronto se siente una quemadura en la frente....La estrella que se lleva resplandeciente en la frente. Si, he sentido una vez que tenía la estrella en la frente, y no lo olvidaré jamás"(3).
Pero no es esa estrella la que le interesa a Janet, ni el poeta, ni su escritura, sino el hombre que se excede. Describe a Martial absorto en su desmesura, describe a Martial sujeto al sentimiento de desprender rayos luminosos que podrían iluminar al mundo: creía ser sol, o estrella. Y, cuando Martial publica su primera obra, la luz que creía infinita, se desvanece: "Cuando el volumen apareció, cuando el joven, con una gran emoción salió a la calle y se apercibió que nadie se retornaba ante su paso, el sentimiento de gloria y luminosidad se extinguieron bruscamente"(4).
Ahora, y por lo anterior, es la caída lo que interesa a Janet: Martial debe de ser cuidado. Si en la elación, en su encierro y extravagancia existencial, sobrevivía creyendo ser sol, o más aún, estrella, ahora, extinguida la luz inconmensurable, su espíritu se derrumba. Y Martial se torna paciente del médico que cree que cuida. Aunque Martial conserve la convicción en su gloria inevitable. Seguirá escribiendo, pero no porque las obras suces ivas sean necesarias, o mejores, sino porque de la insistencia y la repetición emergerá el reconocimiento que la ignorancia del público le sustrae.
La intención de Janet es la de incluir a Martial en su colección de casos: histerias estigmatizadas, delirios místicos, pasiones radicales, conciencias exacerbadas; subjetividades lanzadas hacia un absoluto que les es ajeno pero en el que sin embargo pretenden alojarse. Y lo incluye, hace subjetividad doliente a Martial, quien sin embargo se le sustrae, o a quien, a la vez, doble consciencia de Janet, él mismo sustrae: "Martial tiene una concepción muy interesante de la belleza literaria; es necesario que la obra no contenga nada de lo real, ninguna observación del mundo o de los espíritus, tan sólo combinaciones completamente imaginarias: son ya ideas de un mundo extrahumano"(5). Janet, seducido a su pesar, y sin duda inquieto: lo veremos en el contragolpe que recibe.
Raymond Roussel, acaso al cabo de su obra, produce un texto en el que simula explicar sus maneras de construir los textos (6). Volveremos a él, pero de momento sólo consideraré uno de sus aspectos: "Querría señalar aquí una curiosa crisis que tuve a la edad de diecinueve años en tanto escribía La Doublure. Durante algunos meses experimenté una sensación de gloria universal de una intensidad extraordinaria. El doctor Pierre Janet, que me cuidó durante largos años, ha hecho una descripción de esta crisis en el primer volumen de su obra De langoisse a lextase (pags. 132 y siguientes); allí me designa con el nombre de Martial, elegido a causa del Martial Canterel de Locus Solus"(7).
¿Roussel se confiesa?; ¿o bien delata la atracción inconfesa de Janet por su escritura?. Pues la obra que Janet aduce desconsiderar sin embargo se le impone mediante el seudónimo elegido. El autor que Janet subjetiviza, o que hace humano, se le escamotea y se le hace figura de un texto que simula explicar la construcción de su escritura. De pronto, mediante el artificio de Roussel, Janet se desliza desde su rango de cuidador hacia el de iniciado en la obra que simulaba descuidar. La operación de Roussel no es la del impudor, o la de la autodelación de un padecimiento que la natural vergüenza obligaría a encubrir, sino la de la puesta en escena, en el mismo escena rio de sus textos, de una presunta subjetividad que, así, se subvierte en figura textual.
Roussel prosigue: "Querría también, en estas notas, rendir homenaje al hombre de inconmensurable genio que fue Julio Verne. Mi admiración por él es inf inita. (....). Tuve la felicidad de ser recibido por él una vez en Amiens, adonde yo hacía mi servicio militar, y pude estrechar la mano que había escrito tantas obras inmortales. Oh, maestro incomparable, sé bendecido por las horas sublimes que he pasado toda mi vida, leyéndote y releyéndote sin cesar"(8).
Puesto Verne al costado de Janet, puéstose el mismo Roussel a la misma manera y altura, inmisericorde y caprichosa, todo se transmuta. Pues Roussel, si lo creemos sujeto, esto es, si tentamos atisbar en él más allá de los textos que nos provee o propone -y que veremos harto complejos- creía en estos desmesurados sentimientos. Pero es también cierto que la manera como nos los refiere en su escritura los transmuta, a su gusto, indiferencia o pesar, en una especie de gesticulación socarrona, de ironía, o de mascarada. La confesión, o la manifestación de una intimidad que debiera mantenerse en su reserva acotada, finaliza en pervertirse a sí misma. Sea cual fuere la intencionalidad de Roussel, el hecho es que lo que escribe, y que es lo que va a atraer nuestro abrazo o nuestro aprecio, se nos hace acto perverso y subversivo. Se nos hace mueca risible: ¿en verdad, con toda su manifiesta vocación de eternidad, creía Roussel en el exuberante Verne?. Podemos decir que Janet, con su displicencia entomológica, y a su pesar, creía en los personajes de sus textos -tal Martial Canterel, por ejemplo-, ¿pero Roussel?. Jamás lo sabremos. Pero podemos decirlo: no lo sabemos, y no es lo que importa. No nos provee de risa, ni vagamente de desconcierto; nos descoloca, nos pervierte aquello que creemos debiera ser, o sentir: al autor, tal vez al personaje que el texto aduce haber obrado. De pronto Roussel se duplica: nos sitúa en un universo en el que todo puede que sea irrisorio aunque, y a la vez, asombrosamente cierto; escribirá, y volveremos sobre ello: "En mí la imaginación lo es todo" (9). Y me impone, así, que más allá de todo ser que pudo tener, que más allá de todo capricho, o pasión, o deseo, sobre el que su vida transcurrió, me impone que la esencia de su existencia fue su escritura. Allí, tan sólo.
ACASO EL OJO FUERA ILIMITADO
Roussel muere hacia 1933, de tan extraña manera como la de su escritura, en una Italia ya fascista, y aunque este hecho sea, tal vez como los otros, irrelevante (10).
Si un Borges simula emanciparse del tiempo y la existencia mediante la provocación sardónica proveída por una reflexión que se finge omnisciente pero que se arti cula mediante una escritura precisa, Roussel pretende serse el gigantesco maquinador de una escritura tan extremadamente precisa con la cualidad de la lengua que arribe a desconcertarnos y atraparnos. La operación de Roussel hace que la palabra ya no diga, ni tan sólo refiera, sino que -lo veremos- escenifique, que fragüe un instante de inmovilidad y fijación figurado en el que todo tiempo se despliegue, tal como puede pretenderlo la mirada cándida del espectador del espectáculo. El tiempo de Roussel se alojará en el intersticio que la palabra enumera cuando confiesa su insuficiencia imaginada para recubrir el orden de las cosas; y situará a la existencia en el espacio que las palabras imponen en virtud de su polisemia y equivocidad.
Pero, ¿quién era Raymond Roussel?. Se verá, finalmente, que esto no importa, pero se verá también que su modalidad de ser arrojará una peculiar luz transversal sobre lo que ciertamente cuenta: su texto.
¿Una especie de psicótico, como aduciría Janet?. ¿Un excéntrico?. ¿Un hombre de talento tan inusual como extravagante?. ¿Un homosexual con tan excesivo dinero que le permitía toda excentricidad eventual?. ¿Un genio, tal como su presunto ídolo, Julio Verne?. ¿O simplemente un hombre radicalmente original e incomprendido en su época?.
"Lo que se puede asegurar es que si hubo un "original" en la familia, fue mas bien la madre que el hijo" (11). Según cuenta Roger Vitrac -sea cierta o incierta tal historia-, la madre de Roussel decide, de súbito, emprender viaje a las Indias. Téngase en cuen ta la circunstancia: un veraneo tedioso en Biarritz, medios económicos desmesurados, y cierta caprichosidad de buen tono en la época. Madame Roussel adquiere un yate y se embarca con sus amistades. Cuando arriban a puerto, Madame reclama unos prismáticos (longue-vue, en el original francés; y lo destaco, por lo que se verá, en virtud del luego largo poema de Roussel, que comentaremos, llamado La vue), y ante lo que ve (nuevamente insisto: La vue), se abruma y exclama: "¿Esto es la India?. Capitán, retornamos a Francia" (12).
Madame, en ese viaje, llevaba al menos parte de su indumentaria en un ataúd. En vez de baúl, digamos. Cuando, más adelante, muere, Roussel, su hijo, hace abrir un ventanuco en el ya definitivo ataúd, para poder ver (nuevamente La vue) su rostro hasta el momento de su enterramiento.
Sobre Roussel se refieren anécdotas extrañísimas, que hacen que su historia adquiera rasgos enigmáticos, pero sin que nunca sepamos de su grado de verosimilitud. Se refiere, por ejemplo, que, por los avatares que fueren, Roussel hacía todas sus comidas en una. Es de imaginar el fausto transcurrir, en su mesa, y de una manera simultánea, de aquello que corresponde, como comidas, a aquello que se reparte desde el desayuno hasta la cena. Todo sucesivo y, a la vez, simultáneo. Su fobia hacia lo sucio era legendaria y supongo que la simultaneidad tal vez imaginada de las comidas le permitiría aplacarla. Todo había de ser nuevo, nada ya usado. Pero el equilibrio es siempre difícil: "Todo lo que es nuevo me molesta". O imposible: ¿hasta que punto lo nuevo es más impoluto que lo ya usado pero limpio?. Charlotte Dufrènne -y me permito decirlo, ya que hace a la cuestión de las duplicidades luego enigmáticas de la escritura de Roussel-, su querida, en el vocabulario de aquellos tiempos, pero en verdad destinada a recubrir socialmente su condición homosexual, pero, doblez nuevamente (13), y por la estabilidad y persistencia del afecto sostenido, de algún modo amada. Charlotte Dufrènne, pues, decía que era tan abismal el horror al cambio de Roussel, que le acaecía, hecha una cosa, el tener que rehacerla, a esa misma cosa, para que, a fuerza de repetirla, todo acto asumiera fuerza de obligación (14). Pero es preciso que no lo ignoremos: con el mismo acto de la repetición anulaba toda temporalidad al revertirla en repetición, en siempre lo mismo, aunque de otro modo, pero siempre lo mismo. Un tiempo que no transcurre sino que consiste en una repetición congelada, lo que veremos a propósito de Locus Solus.
"Es necesario ser inexacto pero preciso", sostuvo Juan Gris. Tal vez Roussel hubiera suscrito tal afirmación. Desaparece largo tiempo de la vista de sus amigos, pero de pronto se hace recordar: envía a una amiga un radiador eléctrico desde la India (y no una carta o una postal). ¿Reitera a su modo, y con cierto sarcasmo, aquel viaje de su madre?. Jamás lo sabremos.
Roussel escribió. Poesía, novela, cuento, teatro, hasta algún también peculiar ensayo (15). No sé si fue escritor, en su acepción de literato. Tal vez haya sido un científico peculiar de la lengua. Tal vez todo fuera reflexión, hasta su poesía; tal vez, y es mi convicción, nos haya demostrado la dificultad de establecer los límites entre estas categorías.
Su teatro -representado ocasionalmente, a cargo de su ostentoso bolsillo, con absoluto fracaso, y con sólo la aprobación de sus amigos y algún precoz surrealista-, como toda su obra, por cierto, no es un teatro de representación, o de dramatización, es un teatro de la duplicidad, que no figura ni representa; o bien es la demostración de la insensatez de toda historia que pueda ser referida, de la perpetua remitencia a alguna otra inadvertida parte en cualquier otro diálogo. De la impensable magnitud de lo equívoco. En sus obras, y entre sus personajes, jamás ocurre nada; son sólo mediadores para que cada uno de ellos formule sus frases, al margen de su relación con los otros; frases que, a su vez, remiten a relatos. Que cuentan historias que nunca son historias que tengan que ver con los que las cuentan, ni con nada de lo anteriormente referido. De algún modo Roussel se las apaña para que sus personajes, sumergidos en artificiosas, candorosas, e irreales relaciones, encuentren excusa para referir, a otro personaje de la obra, una historia, esta si vivaz -aunque efecto de una combinación de ingenuidad y bizarrería - pero que no tiene nada que ver con la relación entre ellos.
Laurent Jenny afirma: "Todo transcurre como si la representación tuviera por efecto alejar toda conexión referencial, como si el uso de los signos transmutara toda referencia en simulacro" (16). Y prosigue con una observación de mayor alcance: "Para Roussel es por otra parte claro que es el simulacro quien autentifica lo real". "(..) lo que prueba que lo real es la copia -la única que retiene las imperceptibles marcas que el tiempo y la muerte desvanecen para fundar lo verdadero" (17).
En efecto, Roussel cree que lo real se subordina al signo. El mundo, todo mundo, será resplandeciente pero congelado; no será sino una especie de signatura dejada por una palabra en las cosas, sin que estas, por eso, se animen. Un mundo muerto, enigmático; una realidad que es sólo signo a la espera de que alguien relate su historia ya pasada. Toda una ontología, y no exagero.
De ahí que sus temas mayores sean el de la duplicidad, el de la exactitud, y el de los objetos concebidos como fetiches polvorientos que alojan un pasado cifrado. Como no hay ser sino una reproducción mediante la palabra que, a la vez, lo sustituye y repite, será este el universo a referir. En su obra de teatro La estrella en la frente (recuérdese, de paso, lo referido más atrás a propósito de sus encuentros con Janet), por ejemplo, existe -y mi expresión es deliberada- un personaje llamado Gros. Este personaje, un pintor, gozaba de la habilidad de reproducir fidelísimamente, en sus cuadros, a los personajes retratados. Hasta tal punto que un cuadro suyo reproduce -dobla- tan precisamente al sujeto retratado que sirve para delatar a un doble. Y sus dobles, los dobles que Roussel nos refiere, son innumerables: gemelos, falsarios, dobleces y duplicaciones, pliegues y jaretas, copia y sosías, de toda índole y razón. Su primer obra, aquel tema y motivo de su extrema exaltación, la tituló La Doublure. ¿Y cómo traducir tal locución?. El doble, en tanto término teatral, es aquel que actúa los roles en ausencia del actor principal o primer actor; pero también es una expresión que designa el doblez de cualquier vestimenta, esto es, lo que, al reverso de lo visto, se encuentra con el cuerpo o con las vestimentas que, bajo él, cubren al cuerpo. Esta última acepción podría traducirse, en castellano, como el forro. Pero en ningún caso debe pensarse que la dificultad es la de traducir, o hacer equivaler; la dificultad es toda dificultad en el uso de la lengua, con su duplicidad -dígase polisemia-: cada palabra que emplee Roussel, cada palabra, y no exagero, juega con su equivocidad. Y al traducirlo, esto es, al ser lectores de otra lengua, duplicamos tal equivocidad. Recórranse los dobles diccionarios: en el original francés hay un riguroso juego, pero si lo transferimos -y utilizo esta expresión, aunque parezca extraño, también en su sentido psicoanalítico- al español, el juego se reduplica, y nuestras referencias se ausentan aún más.
Su exactitud o, para ser más exactos, precisión, es asombrosa. Describe de un modo tan minucioso toda escena entrevista que aplaca todo el mundo objetal y personal hasta el mismo nivel de plenitud. Da igual el personaje inquieto, que el mobiliario, o la mota de polvo sobre una mesa. De pronto todo, absolutamente todo, desde lo esencial, hasta lo que creemos inicuo, cae arrasado por la misma luz cenital. Michel Leiris cita a Pierre Schneider, el cual, al parecer, habría sostenido: "Una poesía de gran mediodía, adonde los objetos no proyectan ninguna sombra en torno a ellos". O bien Robbe Grillet: "Una transparencia total, que no deja subsistir ni sombra ni reflejo, lo que se torna, de hecho, en una pintura en trampantojo" (18). Pero siempre en la inmovilidad, en un espacio y tiempo congelados, en los que toda realidad asume el mismo peso y, por lo mismo, la misma inocuidad. Sus laboriosos poemas lo evidencian -aún cuando él no los considerara poesía-: se trata de precisas descripciones fraguadas, con rigor y cruenta laboriosidad, mediante versos alejandrinos.
Describe, de una manera minuciosa, describe, y describe lo indescriptible, lo que no hay ojo que pueda describir pero a lo cual, sin embargo, simula acceder en tanto ojo. La Vue es uno de aquellos poemas. Podría traducirla como La Vista, en el sentido del paisaje, o como La Visión, o como tantos otros sentidos...; pero lo dejaré en su equivocidad. Sólo he de recordar que longue-vue, con el que la madre de Roussel concluyó su visita a la India, podría ser traducido como larga-vista.
En la pluma con la que Roussel escribe hay una pequeña burbuja -supongo de plástico- en la cual hay inscripta una escena, al modo de esos pisapapeles de cristal que encierran toda una empresa botánica, o zoológica, o alguna de esas nevadas navideñas. Roussel la contempla y se absorbe en su descripción. De pronto su ojo es como un zoom, nos refiere todo lo que allí ve, pero cada vez más próximo y agigantado, aunque siempre preciso. En otros poemas (¿?) también nos exhibe su visión abismal. Se sumergirá en la etiqueta de una botella de agua mineral -La Source- situada en la mesa ante la cual come. O ante la imagen inscripta en el membrete de un hotel desde donde recibe una carta.
En cada caso se encuentra ante algo que lo interesa o conmueve, pero en cada caso y de inmediato desaparece, absorto, en el objeto inicuo que lo cautiva.
La Vue transcurre en el interior de esa pequeña burbuja en la pluma en la que se aloja una escena de playa -¿nuevamente su madre, y las vacaciones de su infancia?-. El ojo, frente a ella, se aproxima y detalla de una manera inaudita lo visto. La descripción es precisa y verosímil, pero inexacta e inverosímil justamente a causa de esa misma precisión excesiva -y recuérdese que comentamos muy extensos poemas en alejandrinos- (9). En el comienzo de Le Concert hay, quizás, el único atisbo de emoción: el narrador recuerda antiguos días felices y ya desaparecidos, tiene ante él cartas que le son preciosas, y tiene en la mano una que le es especialmente querida, pero su mirada se detiene, en vez de sobre el contenido de tal carta, que ignoraremos, sobre el membrete del hotel desde donde le fue escrita (20). Desde: "ese bonito rincón del país, desconocido por mí", nos dirá. Y la emoción esbozada desaparece rápidamente: Roussel procede a describir minuciosamente la imagen del hotel que figura en el membrete. Como si una prodigiosa lente de aumento se hubiera posado sobre la imagen, de pronto se ven hasta los detalles más ínfimos y, en verdad, imposibles.
El relator, ya que están todos escritos en primera persona, se desvanece en beneficio de un ojo omnisciente pero que pervierte, por la inexactitud de su desmesura, toda visión. El sujeto, concebido como pura consciencia cognoscitiva, como ojo que registra el orden del mundo, ya no es sino un aberrante simulador que imagina bajo la máscara de la percepción. O como si hubiera querido hacer una mimetización burlesca de Proust. Su contemporáneo, no lo olvidemos.
Y lo relatado ya no pertenecerá al orden del ser, o al mismo, aunque más indirecto, de lo referido, sino que pertenecerá al orden de la invención más absoluta y, a la vez, innecesaria. La realidad ante la cual suponemos se sitúa el hombre, para lo que fuere, se desvanece en el orden de lo fútil. Cito nuevamente a Robe Grillet: "Raymond Roussel describe y, más allá de lo que describe no hay nada de lo que pueda llamarse tradicionalmente un mensaje. Para retomar una de las expresiones favoritas de la crítica literaria académica, Roussel no parece tener de ningún modo "alguna cosa que decir"" (21).
Roussel, pues, se sustrae absolutamente. Enarbola, reivindica la duplicidad, la ficción, la condición de irrealidad y mascarada de toda existencia humana. No es que resuelva la cuestión -¡cómo podría hacerlo!-, pero la exhibe, y nos da la ocasión de meditarla. El texto de Roussel impide toda pretensión de totalidad, toda pretensión de decir sobre algo. En efecto, Roussel no tiene nada que decir, ni nada que relatar: no refiere, sólo duplica.
Pero no sólo se trata de la subversión de todo cartesianismo eventual. La cosa va mas lejos, puesto que a la vez que pone en cuestión al sujeto, también lo hace con la naturaleza de sus objetos. La cosa es -y bienvenido sea su nombre-, por ende, propiamente psicoanalítica. Sabemos que más allá de la diversidad -o, seamos rousellianos, diversión- de las corrientes psicoanalíticas hay siempre un punto en común: los objetos del deseo humano son tan caprichosos. O erráticos y sexuales, muy ajenos a necesidad alguna. Un universo de asombrosos objetos imbricados, tras raros goces a los que sólo se les puede atribuir, como referente -en el mismo sentido que Roussel elimina-, cierta dudosa, pero sexual, intención de la especie en querer perpetuarse. Es que cualquier objeto siempre será lo que está en lugar de lo que ya no pudo estar, o de lo que fue: lo aquello perdido, aunque nunca haya sido. Representa (y es de ver lo que esta expresión acarreó como complicación aún no resuelta a todo el pensamiento psicoanalítico) a lo que por cierto no es: aquel pene materno que nunca fue pero que sin embargo estuvo. El modelo freudiano de la sexualidad y sus objetos, o la manera en la que ésta se manifiesta de su manera más representativa, lo es según el modelo de una perversión como la del fetichismo. Un objeto, el fetiche, sin sustento ni referencia alguna. Suspendido y sujeto hacia una ausencia imposible.
Los objetos de Roussel, a semejanza de los freudianos, no son sólo caprichosos sino que -y aún más- carecen de toda intención de connaturalizarlos con los sujetos ante (¿?) los que se enfrentan. No proveen de ninguna satisfacción ya que son absolutamente fútiles y remiten si acaso a otras existencias que no son las de sus detentadores. Son como piezas inútiles en un museo de lo inútil. Lo propio, justamente, de los objetos humanos. Y tal vez sea una característica, justamente, y la más propia, de lo propio de los objetos psicoanalíticos. ¿Acaso nos lleva más lejos la concepción de tales objetos como parciales, en la línea de un Abraham a una Melanie Klein, o como petit a, según el pensamiento de Lacan?. Confieso que lo dudo.
POBLACIÓN DE FANTASMAS QUE SE CORTEJAN
Ya mencioné su primer obra, La Doublure. Veamos su consistencia.
Nuevamente un extenso texto escrito totalmente en laboriosos versos, pero que, lo veremos, es diferente a los otros poemas (¿?) que ya comentamos. Por de pronto, comienza con un liminar que asevera lo siguiente: "ADVERTENCIA: Por ser este libro una novela debe comenzarse por la primera página y terminarse con la última". Curiosa advertencia: ¿no debería acaso ser leído así todo libro, sea cual fuere su género?. ¿O bien se trata, burla burlando, de desdoblar el texto y suprimir los anclajes o referencias que nuestra experiencia podrían encontrar en él?. Descolocarnos ya desde su inicio.
En primer lugar se nos refiere una escena en la que un anciano de rostro severo afirma: "Es el verdadero medio; de cualquier manera que sea yo cumpliré mi deber hasta el fin; podéis retiraros (22)". Gaspar replica: "Por lo tanto, Monseñor, si tales son vuestros anhelos, no me queda sino tornar la espada a su vaina". Ya que, en efecto, la llevaba desenfundada. Y demás está decir que traduzco sin intentar reproducir el peculiar espesor de cada palabra.
Pues bien: lo que se nos cuenta es una escena de una obra de teatro, lo que advertiremos luego, y tardíamente. En ella Gaspar, que no será el nombre del personaje de la obra, sino el del actor, un doble, a su vez, de aquel que la debe representar, consigue la burla del público, en vez del extremo aprecio perseguido, pues fracasa en la empresa de reenfundar la espada. A partir de este ridículo, su actuación se hace cada vez más titubeante hasta que termina en la vergüenza.
Gaspar, ahora triste, y en su camerino, descripto también con la extenuante minuciosidad rousseliana, medita sobre su fracaso, en tanto está a la espera de recibir a Roberta, su amante. Esta lo vio actuar en otra obra, en la que también doblaba al primer actor, en un "gran melodrama, adonde su falso -el subrayado es mío. ALG- testimonio enredaba la trama", y se enamoró de él. Gaspar le propone partir juntos, ya que está decidido a abandonar el escenario de su fracaso, a lo que ésta, pese a estar en no se sabe bien que relación con otro hombre, accede. Y viajan.
Se dirigen a Niza, al carnaval. Y el relato, poema, o lo que fuere, se convierte en la descripción del callejear de Gaspar y Roberta, con sus disfraces, y en la descripción nuevamente meticulosa y extenuante de las máscaras con las que se cruzan. Máscaras que esconden seres que no vamos a conocer; máscaras que representan oficios, personajes, objetos. Tan innumerables que nos muestran una especie de teatro del mundo. Habrá también objetos que se asumen máscaras: muñecos transportados en carrozas. Sólo un detalle distinguirá a Gaspar y Roberta de las otras máscaras: ellos llevan "una máscara metálica enrejada, por la cual, a la inversa de todas las otras, se puede ver sus rostros para reconocerlos al pasar. Las dos máscaras no tienen, incluso, una falsa cara moldeada en ellas, están simplemente abombadas". Todo diálogo o todo encuentro, banales, por añadidura, se dirigirán al disfraz y, por tanto, se tramarán siempre en términos entre escépticos y risueños; el tono asumido sería de este tipo: sé que con quién hablo no es con quién en verdad es. Al cabo de unas cien páginas escritas de esta guisa, Gaspar y Roberta dan un paseo, con grandes muestras de cariño, en tanto contemplan unos fuegos de artificio. El último tramo de la obra transcurre en la feria de Neuilly. Al acabárseles los fondos de los que disponían, Roberta ha abandonado a Gaspar sin despedida ni aviso alguno. Y éste, que aún la ama, deberá eludir la miseria con un trabajo que lo avergüenza y degrada: actor de feria en dicha feria. La última frase, o verso, de la obra será: "Gaspar mira, en lo alto, las estrellas en los cielos".
Confío haber suministrado una idea aproximada del movimiento de la obra. Se trata de un mundo de fantasmas, de dobles y falsarios; hay encuentros y desencuentros, una aparente historia de amor, pero hay sobre todo la exhibición de una espantosa y terrible soledad, desolación y futilidad. Nadie, nunca, es; nadie, nunca, se encuentra, tan sólo se cruzan como fugaces transeúntes de cualquier nocturna callejuela. Ignorándose, a la par que se contemplan. No hacía falta Janet para darnos cuenta de la caída de Roussel, se advierte ya en el horror que advertimos en su texto.
Ya he referido la inquietud de Descartes: "¿Qué es lo que veo desde esta ventana sino sombreros y abrigos que pueden recubrir espectros y hombres fingidos que no se mueven sino por resorte?. Pero juzgo que son verdaderos hombres". Roussel atraviesa la ventana y sólo ve máscaras perpetuas; no ve vestimentas, sino disfraces, ostensibles disfraces. Tras ellos habrá hombres pero, de todos modos, ¿qué es lo que los distinguirá de las máscaras?. Roussel incurre en un terrible y doloroso escepticismo, aunque le conceda algún espacio a la esperanza: ¿no son acaso, Gaspar y Roberta, los únicos visibles tras su máscara?. Y también juzga, pero su juicio es adverso, ya que no admite verdaderos hombres. Sólo le resta el signo, el emblema, la máscara que es la que encubre pero también la que otorga, a la vez, identidad, y la única identidad posible. Roussel se duele, en verdad, de lo que no habría que dolerse: toda identidad es el resultado de una identificación. Es lo que supo Freud, aunque, me permito decirlo: ¿no habrá un camino entre ambos, entre la desesperación de Roussel y la mitología con la que Freud intenta anudar lo inexpresable?. Tratará Roussel de sustraerse a su mundo de espanto, sin embargo, y su medio será hacerse el amo de la lengua, u otro hacedor de estrellas. Pero antes de considerar estas opciones hemos de recorrer otros tramos de su obra.
CIENCIA Y ESPECTÁCULO
Escribió dos obras que son, tal vez, las más similares a lo que se denomina género novela: Locus Solus, e Impresiones de África. La segunda relata las extrañas aventuras de unos náufragos en tierras africanas. La primera, la no menos extraña visita a la finca de Martial Canterel, quien hace que sea recorrida por sus invitados para que adviertan las maravillas que encierra.
"Aún es necesario que hable aquí de un hecho bastante curioso. He viajado mucho. (....). Conozco ya los principales países de Europa, Egipto, y todo el norte de África, y mas tarde visité Constantinopla, Asia Menor y Persia. Ahora bien, de todos estos viajes, jamás extraje nada para mis libros" (23). ¿Mera invención, sin relación con la experiencia, las aventuras de las Impresiones de África?. Sin duda, como toda literatura; pero también es la empresa rousseliana de ausentar toda referencia, todo sentido asible. Michel Foucault aventura la hipótesis que la noción de impresión, en Roussel, no se remite al acto de verse impresionado, como parecería indicar el título de la obra, sino al de imprimir, o marcar. Más adelante escribirá las Nuevas Impresiones de África, un otro extenso poema que no tiene nada que ver con el texto que presuntamente reitera. Y como ejemplo de sus procederes: Roussel hace ilustrar esta nueva obra, pero da unas instrucciones tan deliberadamente ambiguas al dibujante, al que eligió al azar, que sus dibujos no se sabe que es lo que puedan tener que ver con el texto al que presuntamente ilustran. Así nada, absolutamente nada, es apresable.
Las aventuras de las Impresiones son indescriptibles. Náufragos que circulan entre seres extraños, objetos, ritos o actitudes extremadamente inusitadas y, sobre todo, incomprensibles ante su perpleja mirada inicial. Pero luego, llegada la explicación, aquel universo misterioso se descifra. Butor lo observa de este modo: "Una de las particularidades más notables de Locus Solus y de las Impresiones es el hecho de que casi todas las escenas son relatadas dos veces" (24). La primera vez se nos ofrece el misterio, el jeroglífico; la segunda, su explicación que torna ahora racional lo anteriormente incomprensible. El que observa, seamos nosotros, sus lectores, o sus sujetos o personajes, también espectadores, será siempre un ente pasivo al que las historias referidas no le conciernen excepto por la perplejidad inicial que le despiertan. Los unos, esto es, los sujetos, vivos, aunque su padecer o existir no nos sea referido, tal como en Le Concert; los otros, los objetos, las muy extrañas situaciones, o lo que fuere, de algún modo muertos y sólo existentes en virtud de la historia jeroglífica que soportan aunque nos sea para siempre ajena. Entre el ojo, y lo que éste contempla, siempre habrá una escisión irresoluble. Piénsese en lo dicho a propósito de La Vue: para que Roussel, con la pluma con la que escribe, a la vez pueda describir lo que ve en un punto de ella, deberá detener uno de estos actos -escritura o visión-; o fortificará la distancia irreductible entre ellos. "De lo visible a lo decible se instaura una distancia infranqueable" (25).
Martial Canterel, esa especie de protagonista de Locus Solus , es un científico, sobre todo; pero un científico peculiar, en el que se reúnen, en un extraño maridaje, la cientificidad y el arte. Como científico desea verificar sus descubrimientos, pero por verificación entiende que se trata de montar un espectáculo: no es la comunicación del experimento lo que valida su cientificidad, sino más bien su hechura teatral. El colega no es el testigo activo que debe reproducir el experimento, o leer la comunicación respectiva, sino el espectador que celebra desde su butaca -si acaso con el sueño- la obra de vanguardia. De ahí su finca concebida, no como laboratorio sino como feria; y de ahí la celebración del rito de la sorpresa y la admiración.
Canterel -o Martial-, por ejemplo, sabe cuales van a ser los vientos y temperaturas con una absoluta precisión hasta en su localización más precisa. Pero eso aún no lo sabemos. La escena que se nos refiere en primer lugar es la de un extraño apa rato que recoge dientes y molares dispuestos de una manera azarosa e informe sobre el suelo. Un extravagante y programado aerostato. Éste los aprehende, y en un suave vuelo, los deposita en otra parte, ahora ya dispuestos de una manera representativa. La masa ósea inicial, luego, se organiza, en virtud de la combinación de sus formas y colores, en virtud del extraño aparato que la sobrevuela, y se despoja de su arquetipo de restos mancillados, para constituirse ahora en objetos mudos que, al verse organizados, asumen una virtud representativa, o significativa. El fresco así constituido ahora puede relatar la historia que representa. Lo resume Robe-Grillet: "Después del rèbus viene siempre la explicación y todo retorna al orden" (26). De más está decir que tal historia no tendrá nada que ver con todo lo que la antecede.
La razón de la máquina, y de los suaves vuelos con los que transita, es la de demostrar la exactitud del sistema predictivo de Canterel -o Martial-. En efecto, sus movimientos están regidos por el orden previsto de las temperaturas y los vientos. Y todo el espectáculo organizado es, simplemente, el sistema demostrativo al que se acoge el científico. Toda una epistemología, oso decir.
El supuesto azar que se nos ofrece a primera vista, o su extrañeza, encubre la pasión por dominarlo. Se lo aloja para ello en un punto en el que el saber sabe que no lo g obierna, y se le imputa un gobierno, del cual, el sujeto, que simula circular con inocencia distraída, conserva sin embargo el timón.
Puedo imaginar al meteorólogo seducido por la exactitud posible de sus predicciones, sobre todo sin pensamos en sus frecuentes tropiezos, pero no lo puedo imaginar tramando un encubierto circo de esta índole. No trato de ser peyorativo: por circo quiero entender un escenario en el que se nos ofrecen escenas y no historias; habilidades, en fin, aún cuando puedan aparecer ocasionalmente dramatizadas. Ritos que se ejecutan con reiteración y cuya virtud es la pureza de maniobras: la historia del trapecista se disuelve en la perfección mostrada del salto. ¿Qué es, pues, lo que se aloja en esta cientificidad jugada en lo espectacular?. Digámoslo así: no hay circo sin niños. Y los niños son esos infaustos seres que padecen -se hacen ser por- el discurso de los otros.
La imitación del trapecista está, en principio, excluida. En el teatro, en cambio, podrá darse la identificación con el personaje, aunque rara vez con el actor. Este, aquí, en el circo, es el diestro; se lo admira, pero no se trata de reproducir su acto -lo intentará algún pequeño espectador, sin duda, pero es también conocido el precio traumatológico de la empresa-.
Habilidad, hábil, espectador, tal es el trío. La exclusión de la imitación, es decir, de la identificación, mantiene el circuito en sus tres términos, a diferencia de lo que puede ocurrir en la relación con el actor, nuestro otro. Pero se trata de un triángulo falaz, no hay en él sentimiento, o pasión alguna, sino, y tal vez, sólo una mirada infantil y asimismo ajena. O bien: el observador observa a un observador pero no puede repetir o comunicar la observación. Como si no existiera el semejante, o el otro de todo sentimiento; uno mismo, al fin. En los términos que Lacan, y no sin razón, imputa a Freud, parecería que para Roussel no existiera la instancia llamada Yo Ideal, parecería que sólo existe el Ideal del Yo; y el problema es que este último es, en verdad, absolutamente ajeno a toda existencia: es su condición de posibilidad. La relación entre sujetos y objetos, pues, se ve abolida para convertirse en una relación discursiva o de palabra en la que ambos son sólo términos y vehículos de las locuciones que se intercambian. Y además para nada. Toda una epistemología, insisto; aunque tal vez imposible.
Las historias son siempre leídas, contadas, presenciadas, jamás vividas. Los obj etos, siempre presentes, no valen a menos de tener una marca que, con frecuencia, es una escritura, una inscripción. La marca los jerarquiza remitiéndolos a una historia que, con frecuencia, es la de una hazaña amorosa, o que posee un origen personal dudoso. Y los personajes, hasta los que son accesorios, muestran siempre una fervorosa pasión por unos objetos siempre inútiles de por sí.
En Locus Solus, la obra, no ocurre nada -me abstengo de comentar las Impresiones, o de proveer ejemplos de aquella obra, pero creo basta con lo expuesto-, y tampoco en su doble, la finca recorrida. Se trata, como en toda obra de Roussel, de una superficie tersa con la única dramaticidad que acarrean un andar y una contemplación, inicialmente, pasmada. El drama está enterrado y cifrado en los documentos o espectáculos que se ofrecen a un caminante que siempre les es ajeno. O bien que lo sostiene, a este mentado andariego, la inicial pasión que advierte Freud en la apetencia humana: la epistemofílica, o la misma, aunque aparentemente más tangible, la escópica. Son ojos a la caza del saber que este drama les proveerá; no odian, no aman, no se inquietan, son sólo ojos. Si acaso toda la pasión está en otra parte, en aquellas figuras sorprendentes y que a la vez no existen, que el segundo tiempo del relato viene a develar. Pero son sólo ojos, o la caricatura extrema de aquello que, desde el Renacimiento, se nos indica como precondición de la subjetividad. Pero la tragedia, la burla, y a la vez, la impotencia de Roussel, es querer hacer que esta caricatura se haga criatura.
El drama no es drama, sino fósil, cosa puesta ante nosotros, y la narración no es comentario, o ilustración y referencia, sino mera revelación. Las escenas que Canterel presenta a sus invitados son claves, cifras de otros hechos y, al ofrecérsenos mudas, sólo nos dejan la posibilidad de la pregunta y curiosidad. No es posible dirigir pasión alguna hacia los espectáculos de Canterel; se sustraen a nuestro corazón, signados por su condición de espectáculos que no nos hieren ni conmueven. Pero también se distinguen del monumento por su opacidad a la primer mirada, ya que ignoramos el motivo de su celebración, y la pérdida, o sobre todo, ausencia, de su condición histórica. En efecto, aquello que se testimonia no nos es posible sentirlo, ni allí podemos reconocernos; nuestro único goce está en recuperarlo para nuestra inteligibilidad. Lo que se ofrecía a nuestra curiosidad bajo la forma del rèbus, objetos cuyo sentido no nos es dado poseer, aparece, con la mediación del relator y su palabra, como objetos que sólo nos sorprenden por nuestra ignorancia de lo que los explica: sólo bienes, o bienaventuranza, de la lengua. Un saber absolutamente ajeno e inicuo, como todo saber, una racionalidad innecesaria, como toda racionalidad. Se nos impone una absurda paleontología de los objetos.
El drama se desplaza y desvanece, y el interés sólo radica en la provisión de una historia que es eficiente en tanto elimina nuestro no saber. Pero un no saber de nada que verdaderamente importe. La intriga no es soportada por el texto sino por nuestra intriga ante lo que se nos muestra, y la satisfacción radica, en justicia, en su desaparición. De este modo, no se trata de aplacarnos de inquietud alguna que no sea la inquietud de nuestra razón, de nuestra perplejidad. Pero se trata aquí de la razón en estado puro: todas las construcciones de Roussel son, luego de su aparición como enigmas, absolutamente racionales. Pero para nada.
Las maquinarias, situaciones, o lo que fuere, que Roussel describe, son absolutamente racionales. Luego de verse explicadas. Y se trata de la razón, pero de una razón terrorífica, puesto que inútil, absolutamente inútil. Como toda razón, que sólo se alimenta a sí misma, a su credulidad. Y ese es el escenario que nos predica -y nuevamente mi expresión es deliberada-.
Pero podemos acudir a la palabra, en busca de refugio. Aunque, a pesar de la ambición con la que es perseguida por Roussel, tampoco será resolutoria; caeremos otra vez, a pesar de nuestra apetencia de infinito.
EL EMPERADOR ABDICADO DE LA LENGUA
Los personajes, o las historias, de Roussel, son sólo estrellas fugaces, meteoros en los cielos que amparan a la noche, nada los anuda. Escribe el paisaje de la desolación. No hay virtud que los acoja. ¿Cómo encontrarse si no son, si son sólo máscaras irrelevan tes?.
Roussel decide, con su razón, adueñarse de la lengua. En el paroxismo de la impotencia a la que se enfrenta, por haber sabido del don de lo limitado, decide adueñarse de lo que en verdad rige: si sólo hay máscaras que trasladan emblemas a los que son ajenas, habrá de hacer emblemas, estrellas ya no más fugaces. Roussel quiere ser emperador, o audaz gestor de una imaginación tan infinita que anule toda limitación subjetiva. Y también fracasará.
"Siempre me he propuesto explicar de que manera he escrito algunos de mis libros. (...). Se trata de un procedimiento muy especial. Y este procedimiento, me parece que es mi deber revelarlo, ya que tengo la impresión que los escritores del futuro podrían, quizás, explotarlo con suceso" (27). Vocación, se lo ve, ampulosa. Y prosigue: "Elegía dos palabras casi semejantes (que hacen pensar en los metagramas). Por ejemplo billar y pillastre (billard y pillard, en francés. ALG). Después agregaba palabras parecidas pero tomadas en dos sentidos diferentes, y obtenía así dos frases casi idénticas" (28). O de como la homofonía se entrecruza con la polisemia connatural a la palabra.
"En lo que concierte a billar y pillastre, estas son las dos frases que obtuve: "1ª. Les lettres du blanc sur les bands du vieux billard...(Las letras inscriptas con tiza sobre las bandas del viejo billar).
"2ª. Les lettres du blanc sur les bandes du vieux pillard". (Las cartas del -hombre- blanco sobre las bandas -u hordas- del viejo pillastre) (29).
"Una vez encontradas las dos frases, se trataba de escribir un cuento que pudiera comenzar por la primera y terminar por la segunda" (30). El primer instante del "procedimiento" -así lo designa Roussel- transita por la homofonía. No cuenta el significado, el sentido, o lo que hace la palabra con el mundo, sino que lo único que cuenta es su sonido. La palabra se hace música, a la que, luego, es preciso atribuirle un contenido. Dudo de empresa más radical. Puesto que no se sitúa en el mundo, ni en lo que de éste dice la lengua, sino en sus mismos vericuetos. "La experiencia de Roussel se sitúa en lo que podríamos llamar el espacio tropológico del vocabulario", sostuvo Foucault (31).
La preocupación de Roussel se sitúa en la fisura irredimible que existe entre las palabras y las cosas. Si es que, para él, no hay Yo, si es que Roussel parece más bien abocado a lo que a éste sostiene, a algo más allá de los seres y de sus relaciones, o intercambios, finalmente adviene a reivindicar algo de lo que lo fundamenta, de la propia índole del Super Yo. Pero hecho ya no ley sino una especie de azar gobernable y sobre la base de una peculiar supresión de la subjetividad a la que gobierna. Como si intentara sumergir la ley en la norma, o la ética en la moral. Como si creyera que podría usurpar todo símbolo, llegar a hacerse su emperador. Como si creyera en el fantasear psicótico de imaginar que lo simbólico pueda jugar de la manera que le ordene su imaginación.
Pero las palabras, sin embargo, se emancipan, a pesar de la mano que las inscriba, con su azar aparente, y lograrán derrotar a cualquier emperador irrisorio que las quiera arrojar entre los hombres, como dardos insensatos, para así querer imaginar ser su amo.
Roussel advierte la insuficiencia de la intersubjetividad, la irrealidad de los prójimos, pero sólo para hacerlos desaparecer. Hace recaer en la deficiencia aparente de la palabra (parecen ser menos que las cosas), lo que corresponde a su incapacidad de asumir, si no es bajo la forma de la desesperación, la limitación de lo humano. Aunque, por lo mismo, ignora, justamente, su riqueza: son en verdad más que las cosas, puesto que pueden ser toda cosa. O hacer ser toda cosa. Y lo advierte; advierte el flujo de la palabra, pero no se abandona a ella, no le basta, quiere ser su dueño.
La imaginación de Roussel se desboca y hasta desvaría: "El procedimiento evoluciona y fui conducido a tomar una frase cualquiera, de la que extraía frases dislocándola; un poco como si se tratara de extraer frases de jeroglíficos" (32). De pronto pretende desatar la espantosa jauría de las palabras, pero con la esperanza de que no sea inesperada para con él. "Sería, por otra parte, lo propio del procedimiento hacer surgir ecuaciones de hechos (...) que se trataría de resolver lógicamente" (33). Pero se trata de una lógica imposible: la de la quimérica precisión e inevitabilidad de toda palabra. Y también de una epistemología extravagante: aquella que consideraría todo hecho como inequívoco y, a la vez, espectáculo fantasmal, absolutamente subordinado al signo. ¿Cómo alojar esta desesperada ambición pseudofáctica en el exasperante ámbito del sueño, en la sobredeterminación de sus senderos?.
" (..) a falta de poder agregarse y poseer a las cosas, Roussel va a tomar las palabras por cosas, proceder a la reificación del lenguaje, dar un cuerpo a estos signos que se revelan impropios en asegurar el dominio de lo encarnado" (34). Y luego: "De instrumento que era el lenguaje, es reconocido agente creador (...)" (35). Pero lo que podría haber sido el reconocimiento lógico de la virtud de la lengua se degrada por querer Roussel convertirse en su amo. Y de ahí su fracaso.
El imperio es el reino de la espada, es lo propio de la brutalidad del poder pero que, por lo mismo, no se perpetúa: la espada, al menos en lo inmediato, no hace filiación ninguna. Lo propio del reino, en cambio, es la ley del linaje. Los reyes, a diferencia de los emperadores, son irrefutables: están sometidos a las leyes de la descendencia, son cautivos de la sangre. Y Roussel pretende imponer aquella espada inenvainable de La Doublure a su escritura; quiere imponer un poder que pueda incautarse de toda duda, aún de la del azar de la polisemia. Pero la palabra corresponde a la sangre inscripta en la sucesión de las generaciones, a una sangre ineluctable a la que no hay razón que abarque puesto que es, por el contrario, la materia misma con la que se constituye toda razón.
Roussel se quiere emperador cuando habría podido ser rey. Suelta la jauría de la palabra, pero no se somete a ella y, por tanto, la convierte en su rebaño irreal; dócil, pero impensable. Siendo rey, habría contemplado la jauría tal como a los súbditos: ajenos pero, a la vez, propios. En el instante de definir su existencia, siendo rey, podría haber creído ser gobierno. El que ordena y legisla; aunque tributario y subordinado de la consanguinidad a la que le debería su posición. Pero como emperador sólo se hace ficción, máscara, o mueca; risible, finalmente. Podría haber llegado a ser rey, de haber admitido lo que él mismo proponía: que las palabras, aquella jauría espantosa, son de la hacedura de la lengua, ese enigma imprescriptible. Que de la múltiple mordedura de la palabra nace todo ser, pero siempre desde lo que las legaliza: el lenguaje.
Roussel es un doble de Proust, su acaso contemporáneo. Este promueve la consciencia hasta su exacerbación ilimitada; se regodea en ella, en su misma y mera ilusión. Aquel, en cambio, juega con lo que la acota, cree que la consciencia es aquel efecto impropio de lo que la configura: el rigor impropio de la lengua a la que la consciencia se ve obligada a tributar su pretensión de soberanía.
Aunque Roussel va muy lejos y su misma limitación es su propia virtud. No creo haya habido quién haya sido tan audaz; o quien haya exhibido, tan impudorosamente, incluso en sus limitaciones, tal recurso a lo único legítimamente ilimitado: la palabra, ese ser del mundo. Su sonido, esa cadencia irreflexiva, esa oposición a toda ideación espiritualista; una melodía ajena a todo sentido pero de quién es, sin embargo, que emana toda significación. Enigmática, y hasta imposible.
No hay nada, nada es sino lengua; el escepticismo rousseliano sobre la posibilidad de algún encuentro entre los hombres, encuentra su raíz en su escepticismo respecto a la posibilidad de todo sentido. Las palabras también se cruzan como navíos en la noche, sin advertirse, dejando sólo azarosas y luminiscentes estelas en el agua. Para Roudinesco (36), se trata de la presencia mimética -otro doble- de lo inconsciente en la escritura de Roussel; para Starobinsky, de algo que corresponde a un juego con la lengua que es el propio de la infancia. Pero en todo caso, ¿no se trata de un mundo emblemático, de insignias que no se corresponden con nada y que, por tanto, no puede ser significado?. Un mundo aún más radicalmente configurado por significantes que el que puede pretender el mismo Lacan, quien concluye buscando refugio en el puerto del significado.
DEL BUFÓN: MÁSCARAS, SÓLO MÁSCARAS
Pero, ¿cuál es el estatuto de la escritura de Roussel?; ¿se corresponde con el campo de la literatura?; ¿o con cuál?.
Michel Leiris cree que "(...) en Roussel todo ocurre como si lo bello en tanto tal estuviera desprovisto de importancia y como sí, del arte, no debiera ser retenida más que la invención, es decir, la parte de concepción pura por la cual el arte se despoja de la realidad" (37). ¿O es que Roussel no se abocaba a ser un artista, sino un inventor, un científico, aunque peculiar, o subversivo?.
"En mí, la imaginación lo es todo", afirmación y exabrupto destinados a confinar toda su acción en un género que no tuviera referente ni entidad comparable alguna. Roussel no se ocupó de literatura, aún cuando haya empleado sus medios; se ocupó de un campo para el que no disponía de otro recurso; se ocupó de aquellos modos del conocimiento para los que aún no disponemos de los procedimientos o ideaciones adecuadas. Es preciso no olvidarlo: Roussel también fue contemporáneo de Wittgenstein, de Heidegger. Y no ignoro las diferencias, o su más que probable desconocimiento de tales obras.
Es posible que me apresure al afirmarlo, pero de todos modos debo hacerlo: una serie de modalidades del pensamiento, que nos parecen inevitablemente propias y adecuadas (y que se corresponden con una idea de la subjetividad a la que se le atribuye la condición de un sistema de conocimiento, siempre insuficiente, pero siempre progresivo, siempre más cerca paulatinamente de las cosas, del orden del mundo), tal vez sean aberrantes, hasta en su naturalidad, para decirlo de una forma extrema. O bien, dicho de otro modo, es posible que toda la configuración del pensamiento que imaginamos occidental haya agotado sus virtudes.
Y es también el problema irresuelto del pensamiento psicoanalítico: ¿cuál ha de ser su modalidad, ya que las disponibles no parecen incluirlo?. Pero tampoco parece ser sólo su problema. Sospecho que ya desde hace más de un siglo, la pregunta por lo que parecía incuestionable, la razón misma, atraviesa toda disciplina, todo género; perturba sus delimitaciones, distrae sus certezas. Corroe, al fin, sus cimientos.
Freud adujo ser médico e inventó otra cosa, irremediablemente ajena al orden intelectivo en el que creía situarse, sobrepasado -tal como es propio de todo descubridor- por las consecuencias de su propio pensamiento. Roussel simuló ser escritor, o tal vez también, como Freud, adujo serlo, pero por tampoco poder disponer de otro medio expresivo. Si bien no podemos saber todavía cuál fue su invención, si podemos afirmar que su lugar parece imprescindible, y próximo al freudiano. Más allá de las categorías y convenciones adquiridas, Roussel hizo escena de la lengua, la hizo irreprimible, aún a su pesar, o con su dolor; dejó ser, de una manera bizarra, la mayor escritura de este mundo: la sucesión aparente de la melodía de las letras. O, como dice Sagredo, en el Diálogo dei Mássimi Sistemi, de Galileo: "Me basta con un librito mucho más breve que el Aristóteles y el Ovidio, un librito que verdaderamente contiene todas las ciencias, y al que es facilísimo aprender de memoria; me refiero al alfabeto". Siempre que se lo deje obrar.
Y es lo que hizo Roussel. Con toda su fanfarria de soberanía y desmesura, Roussel se fabricó una máscara transparente; hizo equivalente a todo discurso, a todo género, a toda razón. Aniquiló toda referencia imaginable. Y se hizo presente como bufón irrisorio e innecesario, a sabiendas de todo su sarcasmo. De ese modo, toda su escritura se ve atravesada por la inquietud acerca de sus propios límites, por la aclamación de su ironía. Jamás sabremos lo que en ella se otorgaba. O la entidad que le achacaba.
"Al terminar esta obra, retorno sobre el sentimiento doloroso que he experimentado siempre, viendo mis obras enfrentarse a una incomprensión hostil casi general. (...).
"No he conocido verdaderamente la sensación de éxito más que cuando cantaba, acompañándome al piano y, sobre todo, por las numerosas imitaciones que hacía de actores o de personas cualesquiera. Pero allí, al menos, el suceso era enorme y unánime.
"Y me refugio, a falta de algo mejor, en la esperanza de que, quizás, tendré un poco de florecimiento póstumo con referencia a mis libros" (38).
¡Ay, tan enorme farsante!. Confío haber colaborado con ello.
NOTAS
(1) - Janet, P. De langoisse a l extase. Alcan. París. 1926. Pag. 132.
(2) - Ibid. Pags. 132/133.
(3) - Ibid. Pag. 133.
(4) - Ibid. Pag. 135.
(5).- Ibid. Pág. 136.
(6) - Roussel, R.. Comment jai écrit certains de mes livres. Ed. Jean-Jacques Pauvert. 1963. En adelante citaré de esta edición.
(7) - Ibid. Pag. 26. Martial Canterel es el protagonista de esa obra.
(8) - Ibid. Pag. 26.
(9) - Ibid. Pág. 27
(10) - Cfr. Siascia, L.. Atti relativi alla morte di Raymond Roussel. Sellerio Editore. Palermo. 1985.
(11) - Caradec, F.. Vie de Raymond Roussel. J.J. Pauvert. Paris. 1972. Pag. 29.
(12) - Ibid. Pag. 29.
(13) - Será a ver el texto llamado La Doublure, con lo que nos acarrea de laberínticos espejos.
(14) - Leiris, M.. Conception et realité chez Raymond Roussel. En: Raymond Roussel. Epaves. J.J.Pauvert. 1972. Pag. 14.
(15) - En noviembre de 1932 publica, en Léchiquiere, revue international déchecs, un artículo en el que, según él, resuelve el problema del jaque mate con alfil y caballo. Sostiene haberlo logrado al cabo de tan sólo tres meses y medio de comenzar a jugar al ajedrez. Y al parecer así fue.
(16) - Jenny, L..Le double et son théâtre. LArc. Número 68. 1977. Pag. 54.
(17) - Ibid. Pags. 54/55.
(18) - Robe-Grillet, A.. Por un nouveau roman. Minuit. 1963. Enigmes et transparences chez Raymond Roussel. Pag. 71.
(19) - Jean Ricardou describe este "efecto de hiperrealismo (se describe más que lo que las indicaciones espaciales permiten) que provoca un efecto antirealista (la fineza de los detalles es del orden de un inverosímil)". Le Nouveau Roman est-il Roussellien. LArc (numero ya citado). Pág. 66.
(20) - También Vermeer exhibía una carta, de un modo misterioso y similar, en el cuadro "La dama de azul": ausentándola a la vez que la pintaba. Véase: López Guerrero, A.. Escena de Vermeer; escenas de Freud. Aportación de metapsicología freudiana. En: Conjetural. Nº6. Pag. 36. El mismo texto en: Aspects du malaise dans la civilisations. Navarin. Pág. 131.
(21) - Op. Cit.. Pag. 70.
(22) - Con el objeto de simplificar, me abstendré de intentar reproducir la versificación del texto.
(23) - Roussel R. Comment.... pág. 27.
(24) - Butor, M.. Repertoire I. Minuit. 1960. Sur les procédés de Raymond Roussel. Pág. 175.
(25 - Caburet, B.. Raymond Roussel. Seghers. 1968. Pag. 36.
(26) - Robe-Grillet. Op. Cit. . pag. 72.
(27) - Roussel. Comment .... pág. 11.
(28) - Ibid. Pág. 11.
(29) - Ibid. Pág. 11.
(30) - Ibid. Pág. 12.
(31) - Foucault, M.. Raymond Roussel. Gallimard. París. 1963.
(32) - R.R. Comment..... pág. 20.
(33) - Ibid. 23.
(34) - Caburet, B.. Op. Cit. Pág. 7.
(35) - Ibid. Pág. 10.
(36) - En el número ya citado de la revista ARC. Pág. 5.
(37) - Op. Cit.. pág. 10.
(38) - Comment.... pags. 34/35.