|
Ver sobre
la Traducción del "Discurso de
Roma"
por Paola Gutkowski
y Pablo Peusner
"Amigos", es así como el Dr. Lacan se dirige 2 a una asamblea cuyo reencuentro ubicará bajo el signo de la amistad. Amistad de los cófrades romanos que garantiza para aquéllos que ella alberga que "no es como turistas, ni como invasores, sino como huéspedes que pueden tomar el aire de la ciudad sin sentirse allí bárbaros". Amistad que sostiene en este Congreso solemne la unión de los que acaban de fundar en un nuevo pacto la conciencia de su misión. Y el orador aquí subraya que si la juventud que domina entre los adherentes al nuevo movimiento anuncia las promesas de su porvenir, el esfuerzo y los sacrificios que representa la presencia de su casi totalidad en este lugar de reunión esboza ya su éxito. Que de esta amistad participe, entonces, todo aquél que haya sido movido aquí por el sentimiento de los intereses humanos aportados por el psicoanálisis.
Confiando en la lectura que su audiencia ha podido hacer del informe distribuido1, si bien escrito en un modo coloquial, pero demasiado largo como para ser efectivamente reproducido en la presente alocución, el orador se contentará con precisar la significación de su discurso.
Él hace notar que si lo que aporta hoy es el fruto de una meditación lentamente conquistada a las dificultades, incluso a las errancias de una experiencia a veces guiada, frecuentemente sin referencias, a lo largo de unos veinticinco años en los que el movimiento del análisis, al menos en Francia, puede ser considerado como esporádico -es "desde siempre" que había reservado el homenaje a todos aquellos que a partir de la guerra se habían reagrupado en un esfuerzo cuyo patrimonio común le había parecido deber primar sobre las manifestaciones de cada uno. "Desde siempre" evidentemente quiere decir: a partir del momento en que él logró circunscribir los conceptos y su fórmula. Porque no hizo falta nada menos que el emprendimiento de los jóvenes después de la guerra para recurrir a las fuentes del análisis y la magnífica presión de su demanda de saber, para que lo condujera a ese rol de enseñante respecto del cual, sin ellos, él se hubiera sentido indigno.
Entonces es justo a fin de cuentas, que éstos oigan la respuesta que él intenta aportar a una pregunta esencial que le han planteado.
Porque una pregunta, por ser eludida tan frecuentemente por uno de los interlocutores con el oscuro sentimiento de evitarle la dificultad al otro, no permanece menos presente esencialmente en toda enseñanza analítica y se traiciona en la forma intimidada de las preguntas de las que se saca partido en la formación técnica. Señor (dando por sobreentendido: Usted, que sabe acerca de la realidad velada -la transferencia, la resistencia), ¿qué hace falta hacer, qué hace falta decir (entiendan ahí: ¿qué hace Usted, qué dice Usted?) en un caso igual?
Un recurso al maestro, que de tan desarmado va más allá de la tradición médica al punto de parecer extranjero al tono moderno de la ciencia, oculta una incertidumbre profunda sobre el objeto mismo que concierne. "¿De qué se trata?" querría decir el estudiante, si no temiera ser improcedente. "¿Qué puede pasar de efectivo entre dos sujetos entre los cuales uno habla y el otro escucha? ¿Cómo una acción tan inasible en lo que se ve y en lo que se toca, puede atrapar las profundidades que supone?"
Esta pregunta no es tan liviana como para que persiga al analista hasta la cima de la pendiente del retorno, en suma a veces precoz, y que al intentar entonces igualarse, él no venga con su especulación sobre la función de lo irracional en psicoanálisis, o de toda otra miseria de la misma calaña conceptual.
Mientras tanto, el debutante siente su experiencia establecerse en una suspención hipotética en la que ella parece siempre lista a resolverse en un espejismo, y prepara su porvenir de objetivación furiosa en la que él se conformará con sus penas.
Por lo común su psicoanálisis personal no le vuelve más fácil que a cualquier otro hacer la metafísica de su propia acción, ni menos escabroso no hacerla (lo que quiere decir bien entendido, hacerla sin saberlo).
Todo lo contrario. Para darse cuenta de éso sólo hay que confrontar al analista con la acción de la palabra demandándole que suponga lo que portaría su plenitud, en una experiencia donde se entrevé, y probablemente se confirma, que al suprimir todo otro modo de logro, ella debe -al menos ahí- primar.
Partir de la acción de la palabra en tanto que es ella la que funda al hombre en su autenticidad; o tomarla en la posición original absoluta del "En el comienzo era el Verbo..." del cuarto Evangelio, al que el "En el comienzo era la acción" de Fausto no sabría contradecir ya que esta acción del Verbo mismo es coextensiva y renueva cada día su creación, - se trata de ir derecho por uno y otro camino más allá de la fenomenología del alter ego en la alienación imaginaria al problema de la mediación de un Otro no segundo cuando el Uno todavía no es. Es medir también en las dificultades de un tal comienzo la necesidad de inconsciencia que engendrará la prueba de una responsabilidad llevada a una instancia que bien podemos llamar aquí etimológica. Explicar de un solo golpe que, si alguna vez en este punto las incidencias de la palabra no han sido nunca mejor ofertadas a la descomposición de un análisis espectográfico, no fue más que para permitir mejor al practicante coartadas más obstinadas en el autoengaño de su sentido común y rechazos de su vocación a la altura de lo que se puede llamar su eminencia si le es concedido igualarse a la posibilidad de toda vocación.
Tanto coartadas como rechazos toman apariencia del aspecto obrero de la función del practicante. Al considerar al lenguaje como no siendo más que medio en la acción de la palabra, el zumbido ensordecedor que lo caracteriza más comúnmente servirá para recusarlo ante la instancia de verdad que la palabra supone. Pero no se invoca esta instancia sino para mantenerla distante y para engañar sobre los datos enceguecedores del problema: a saber, que el rol constituyente del material en el lenguaje excluye que se lo reduzca a una secreción del pensamiento, y que la prueba masiva de las toneladas y de los kilómetros donde se miden los soportes antiguos y modernos de su transmisión, son suficientes para que uno se interrogue sobre el orden de los intersticios que él <lenguaje> constituye en lo real.
Porque el analista no se cree por éso rechazado de la parte que toma en la acción de la palabra en la medida en que ella no consiste para el sujeto solamente en decirse, ni incluso en afirmarse, sino en hacerse reconocer. Sin duda la operación no es sin exigencia -sin lo cual ella no duraría mucho tiempo.
O más bien es de las exigencias que ella despliega una vez comprometida, que el beneficio del análisis se libera.
Lo maravilloso asociado a la función de la interpretación y que conduce al analista a mantenerla en la sombra, mientras que el acento debería ser puesto con fuerza sobre la distancia que ella supone entre lo real y el sentido que le es dado- y propiamente la reverencia de principio y la reprobación de conciencia que envuelve su práctica- obstruyen la reflexión sobre la relación intersubjetiva fundamental que la sustenta <a la interpretación>.
Nada sin embargo manifiesta mejor esta relación que las condiciones de eficacia que esta práctica revela. Pues esta revelación de sentido exige que el sujeto esté ya listo a oírlo, es decir que él no lo esperaría si no lo hubiese ya encontrado. Pero si su comprensión exige el eco de vuestra palabra, ¿no es en una palabra que ya por dirigirse a ustedes era la vuestra, que se ha constituido el mensaje que él debe recibir <de la palabra>? Así el acto de la palabra aparece menos como la comunicación, que como el fundamento de los sujetos en una anunciación esencial. Acto de fundación que se puede perfectamente reconocer en el equívoco que hace temblar al analista en ese punto supremo de su acción, por el cual nosotros evocamos más arriba el sentido etimológico de la responsabilidad: nosotros allí mostraremos ahora gustosamente el bucle propiamente gordiano de ese nudo donde tantas veces los filósofos intentaron soldar la libertad con la necesidad <lógica>. Porque seguro no hay más que una sola interpretación que sea justa, y es sin embargo del hecho que ella sea dada que depende la llegada al ser de éso nuevo que no era y que deviene real, en lo que se llama la verdad.
Término con más razón incómodo <la verdad> puesto que al referirnos a él, se lo toma en su referencia, tal como se ve en el científico que quiere admitir ese proceso patente en la historia de la ciencia: siempre es la teoría en su conjunto la que es intimada a responder por el hecho irreductible, pero se rechaza la evidencia de no ser la preeminencia del hecho quien así se manifiesta, sino la de un sistema simbólico que determina la irreductibilidad del hecho en un registro constituido el hecho que no se puede traducir allí de manera alguna no puede ser tenido por un hecho. La ciencia gana sobre lo real al reducirlo a una señal.
Pero ella reduce también lo real al mutismo. Ahora bien, lo real a lo que el análisis se enfrenta es un hombre que hay que dejar hablar. Es en la medida del sentido que el sujeto aporta efectivamente al pronunciar el yo (je) que se decide si él es o no "aquél que habla": pero la fatalidad de la palabra, sea la condición de su plenitud, quiere que el sujeto en la decisión en la que se mide propiamente a cada instante el ser en cuestión en su humanidad, sea tanto aquél que habla como aquél que escucha. Porque en el momento de la palabra plena, ellos toman parte igualmente.
Sin duda estamos lejos de ese momento, en que el analizado comienza a hablar. Escuchémoslo: oigamos ese "yo (je)" dudoso, apenas le es necesario encabezar verbos por los cuales se supone que debe hacer más que reconocerse en una realidad confusa, por los cuales tiene que hacer reconocer su deseo asumiéndolo en su identidad: yo quiero, yo deseo. ¿Cómo es posible que él tiemble más en ese paso que en cualquier otro, si es tan liviano que podría darlo de un salto? No puede ser más que irreversible y, justamente en lo que a merced sin duda de todas las revocaciones, él va de ahora en más a exigirlas para retomar sus palabras2.
Sin duda él sostendrá comúnmente ante el auditor que ese mismo paso no tiene importancia alguna. No depende de él que su ser haya entrado desde ese momento en el engranaje de las leyes del bla-bla-bla; pero depende aún menos de la elección del psicoanalista interesarse o no por el orden en el cual el sujeto se ha involucrado de esta manera porque si no se interesa no es un psicoanalista.
Esto es porque el fenómeno del inconsciente pertenece a este orden y a ningún otro -descubrimiento sobre el cual Freud fundó el psicoanálisis.
Porque, ¡por favor! ¿dónde situar las determinaciones del inconsciente si no es en esos cuadros nominales donde se fundan desde siempre en el ser hablante que somos, la alianza y el parentesco <sino> en esas leyes de la palabra donde los linajes fundan su derecho, en este universo de discurso donde ellas <las leyes> mezclan sus tradiciones? Y ¿Cómo aprehender los conflictos analíticos y su prototipo edípico fuera de los compromisos que fijaron mucho antes que el sujeto hubiera venido al mundo, no sólo su destino sino su identidad misma?
El juego de las pulsiones, e incluso el resorte de la afectividad, no permanece solamente mítico, aún si se lo localizara en algún núcleo de la base del cerebro, no aporta al inconsciente sino una articulación unilateral y parcelaria. Observen lo que llamamos bizarramente el material analítico; sin chicanear el término: material entonces, si se quiere, pero material de lenguaje, y que, por constituir lo reprimido, Freud nos lo asegura al definirlo, debe haber sido asumido por el sujeto como palabra. No es impropio decir que la amnesia primordial marca en el sujeto su historia. Se trata en efecto de éso que él ha vivido en tanto que historizado. La impresión no tiene valor significante sino en el drama. Asimismo, ¿cómo concebir que una "carga afectiva" permanezca ligada a un pasado olvidado, si justamente el inconsciente no era asunto de pleno ejercicio, y si el deus de la bisagra afectiva salía justamente de la machina integral de una dialéctica sin corte?
Lo que prima en la presión que parte en el retorno de lo reprimido es, sin duda, un deseo -pero en tanto que él debe hacerse reconocer-; y porque inscripto desde el origen en ese registro del reconocimiento, en el momento de represión es el sujeto, y no esta inscripción imprescriptible, <lo> que se retiró de ese registro.
Además, la restauración mnésica exigida por Freud como el fin del análisis no podría ser la continuidad de los recuerdos puros, imaginados por Bergson en su integración mítica de la duración, sino peripecia de una historia, marcada de escansiones, en la cual el sentido sólo se suspende para precipitarse hacia la solución fecunda o ruinosa de éso que fue problema u ordalía. Nada ahí se representa que no tome lugar en alguna frase -sea ella interrumpida- que no sostenga una puntuación, -sea ella falible-; y he ahí lo que hace posible la repetición simbólica en el acto, y el modo de insistencia donde él aparece en la compulsión. En cuanto al fenómeno de transferencia, el acto participa siempre de la elaboración propia de la historia como tal, es decir en ese movimiento retroactivo por donde el sujeto, al asumir una coyuntura en su relación al futuro, revaloriza la verdad de su pasado en la medida de su acción nueva.
El descubrimiento de Freud es que el movimiento de esta dialéctica no determina solamente al sujeto a sus expensas e incluso por los caminos de su desconocimiento- eso que ya Hegel había formulado en la astucia de la razón puesta al principio de la "Fenomenología del espíritu", -sino que él lo constituye en un orden que no puede ser sino excéntrico en relación a toda realización de la conciencia de sí, mediando que del orden así constituido, el límite se reportaba siempre más lejos, siempre más soberano el imperio de la realidad del ser humano, más de lo que se había podido imaginar desde el comienzo. Es así que a semejanza de las piedras que a falta de hombres hubiesen aclamado a aquél que portaba la promesa hecha al linaje de David, y contrariamente al decir de Hesíodo quien de la caja de los males abierta con los cuales la voluntad de Júpiter aflige para siempre a los mortales, hace surgir las enfermedades que "avanzan sobre ellos en silencio", nosotros conocemos en las neurosis -y quizá más allá de las neurosis- enfermedades que hablan.
Los conceptos del psicoanálisis se sostienen en un campo del lenguaje y su dominio se extiende tan lejos como una función de aparato, como un espejismo de la conciencia, como un segmento del cuerpo o de su imagen, un fenómeno social, una metamorfosis de los símbolos, ellos mismos pueden servir de material significante para lo que tiene para significar el sujeto inconsciente.
Tal es el orden esencial donde se sitúa el psicoanálisis, y que llamaremos de ahora en más el orden simbólico. A partir de aquí, se formulará que tratar lo que es de este orden por la vía psicoanalítica excluye toda objetivación que pueda hacerse propiamente de ello. No quiere decir que el psicoanálisis no haya vuelto posible más de una objetivación fecunda, pero no puede al mismo tiempo sostenerla como dato y devolverla a la acción psicoanalítica: ésto por la misma razón que no podemos, como dicen los ingleses, comernos un pastel y guardarlo a la vez3. Consideren como un objeto un fenómeno cualquiera del campo psicoanalítico y al instante ese campo se desvanece con la situación que lo funda, de lo que ustedes no pueden esperar tener plena autoridad sino si renuncian a toda dominación de éso que puede ser tomado como objeto. Síntoma de conversión, inhibición, angustia no están aquí para ofrecerles la ocasión de confirmar sus nudos, por seductora que pueda parecer su topología; de lo que se trata es de desatarlos y quiere decir devolverlos a la función de palabra que ellos mantienen en un discurso cuya significación determina su empleo y su sentido.
Se comprende entonces por qué es tan falso atribuir el desenlace analítico a la toma de conciencia, como vano sorprenderse de que ella no tenga esa virtud. No se trata de pasar de un nivel inconsciente sumergido en la oscuridad, a un nivel consciente sede de la claridad por no sé que misterioso ascensor. He aquí la objetivación por la cual el sujeto intenta comúnmente eludir su responsabilidad, y es ahí también donde los detractores habituales de la intelectualización, manifiestan su inteligencia al comprometerla más aún.
No se trata, en efecto, de pasaje a la conciencia sino de pasaje a la palabra -aunque les disguste a los que se obstinan por dejarla amordazada- y es necesario que la palabra sea escuchada por alguien ahí donde ella no podría siquiera ser descifrada: mensaje cuya clave está perdida o el destinatario muerto.
La letra del mensaje es aquí lo importante. Es necesario, para asirlo, detenerse un instante en el carácter fundamentalmente equívoco de la palabra mientras que la función es tanto de ocultar como de descubrir. Pero incluso circunscribiéndose a lo que ella da a conocer, la naturaleza del lenguaje no permite aislar las resonancias que siempre indican leerla en varios niveles. Es esta partición inherente a la ambigüedad del lenguaje la que explica por sí sola la multiplicidad de los accesos posibles al secreto de la palabra. No es menos cierto en conclusión que no hay sino un texto donde se pueda leer a la vez lo que ella dice y lo que ella no dice, y que es a ese texto al que los síntomas se ligan tan íntimamente como <se liga> un rebus a la frase que él figura.
Desde hace algún tiempo la confusión es completa entre la multiplicidad de los accesos al desciframiento de esa frase, y lo que Freud llama la sobredeterminación de los síntomas que la figuran. Una buena parte de una psicología pretendidamente analítica fue construida sobre esta confusión: la primer propiedad tiene por causa sin embargo esencialmente a la plurivalencia de las intenciones de la frase teniendo en cuenta su contexto; la otra al dualismo del significante y del significado en tanto que él repercute virtualmente de manera indefinida en el uso del significante. La primera <propiedad> sola abre la puerta a lo que toda "relación de comprensión" vuelve a traer indisolublemente de las causas finales. Pero la sobredeterminación de la que habla Freud no apunta de ningún modo a restaurar a estas últimas en la legitimidad científica. Ella no oscurece el asunto4 del causalismo en la fluidez de un paralelismo psico-fisiológico que un cierto número de cabezas blandas creen poder reforzar con su lección. Ella separa solamente del texto sin fisuras de la causalidad en lo real, el orden instituido por el uso significante de un cierto número de sus elementos; en tanto que él testimonia la penetración de lo real por lo simbólico -la exigencia causalista no pierde así sus derechos de regir lo real por sólo aparentar representar una captura especial de esta acción simbolizante.
Que este comentario testimonie al pasar los hitos irreductibles que el pensamiento de Freud opone a toda mezcolanza con un idealismo "a buen precio" 3 a la moda de Jaspers.
Freud, en efecto, es demasiado coherente en su pensamiento como para que la sobredeterminación a la cual refiere la producción del síntoma entre un conflicto actual -en tanto que él reproduce un conflicto antiguo de naturaleza sexual- y el soporte no adventicio de una apertura orgánica (espina lesional o complacencia de cuerpos) o imaginaria (fijación), no se le haya aparecido como otra cosa que un subterfugio verbal a desdeñar, si no se tratara en la ocasión de la estructura que une el significante al significado en el lenguaje. Y es para desconocer ésto que se lo desplaza a identificar la relación entera del hombre a sus objetos, con un fantasma de coito diversamente imaginado: sueño de la razón donde zozobró el pensamiento analítico y que no cesa de engendrar nuevos monstruos.
Porque estamos a punto de interrogarnos si el análisis es ese señuelo por el cual anulamos en el sujeto las necesidades pretendidamente regresivas -ofreciéndole consumirse por las vías imaginarias que le son propias sin que el poco de realidad que las soporta pueda jamás satisfacerlas-; o si él es la resolución de las exigencias simbólicas que Freud reveló en el inconsciente y que su última tópica ligó con claridad al instinto de muerte. Si ésta segunda concepción es la verdadera, el error que representa la primera deviene evidente, con la aberración en la que toda la práctica analítica está actualmente comprometida.
Les ruego solamente que noten la relación que aquí afirmo entre la segunda posición, para nosotros la única correcta, y el reconocimiento como válida de la posición de Freud tan discutida, sobre el instinto de muerte. Ustedes lo confirmarán al constatar que toda abrogación de esta parte de su obra se acompaña en aquellos que se jactan de derogarla, de una abjuración que va hasta sus principios, y esas personas son las mismas, y no por azar, que no buscan nada más en el sujeto de la experiencia analítica sino lo que no sitúan más allá de la palabra.
Entremos ahora en la cuestión de las relaciones del psicoanálisis y la psicología.
Estoy de acuerdo con mi colega Lagache en afirmar la unidad del campo en que se manifiesta el fenómeno psicológico5. Es así que lo que acabamos de definir como el campo psicoanalítico informa obviamente la psicología humana tan profundamente que nosotros lo constatamos en nuestra experiencia, e incluso más lejos de lo que se acostumbra reconocerlo: como los psicólogos se darían cuenta si quisieran no impedir la entrada de los conceptos psicoanalíticos por el umbral del laboratorio, donde ninguna de las aislaciones constituyentes del objeto podría ponerlos fuera de juego, por ejemplo para resolver las paradojas vanamente atribuidas a la consolidación en la reminiscencia, o las que quedan pendientes en las resistencias del animal al aprendizaje del laberinto temporal.
De lo antedicho resulta que se desconoce el orden entero respecto del cual el psicoanálisis -instaurando allí su revolución-, no hizo sino recordar la presencia de siempre, al plantear que no hay nada en las relaciones que interesan a la totalidad del individuo humano que no tenga que ver con la psicología.
Esto es falso, y no solamente en razón de prejuicios latentes -al modo de la objetivación positiva donde esta ciencia se constituyó históricamente. Prejuicios que serían rectificables en una reclasificación de las ciencias humanas a la que nosotros hemos dedicado nuestra pluma6: entendiendo que toda clasificación de las ciencias, bien lejos de ser cuestión formal, se debe siempre a principios radicales de su desarrollo.
Si es tan importante para nosotros plantear que la psicología no cubre el campo de la existencia humana, es porque ella es una particularización expresa <de la existencia humana>, valuable históricamente, y que la ciencia de ese nombre, para decirlo todo, es inseparable de una cierta realidad presupuesta, aquélla que se caracteriza por un cierto tipo de relación del hombre consigo mismo en la época llamada moderna, tipo al cual la apelación de homo psychologicus no nos parece aportar nada de forzado en su término.
En efecto, no sería exagerado insistir sobre la correlación que liga la objetivación psicológica a la dominancia creciente que tomó en lo vivido del hombre moderno la función del yo (moi) , a partir de un ensamble de conjunciones sociales, tecnológicas y dialécticas, cuya Gestalt cultural está visiblemente constituida al principio del siglo XVII.
Los impasses creados por aquella suerte de mutación, de la que sólo el psicoanálisis nos permite entrever ahora las correlaciones estructurantes, motivaron poderosamente esa confusión del malestar de la civilización al final del siglo XIX, <confusión> de la cual se puede decir que el descubrimiento freudiano constituye un retorno de las luces. Se trata de un nuevo oscurantismo cuando todo el movimiento presente del psicoanálisis se precipita en un retorno a las creencias ligadas a lo que nosotros llamamos el presupuesto de la psicología, -en primer rango de los cuales la pretendida función de síntesis del yo (moi), por haber sido cien veces refutada -mucho antes y fuera del psicoanálisis- por todas las vías de la experiencia y de la crítica, merece bien por su persistencia ser calificada de superstición.
La noción de yo (moi) que Freud demostró especialmente en la teoría del narcisismo en tanto que resorte de todo enamoramiento (Verliebtheit) y en la técnica de la resistencia en tanto que soportada por las formas latente y patente de la denegación (Verneinung ), acusa de la manera más precisa sus funciones irrealizantes: espejismo y desconocimiento. Él la completaba con una génesis que claramente sitúa al yo en el orden de las relaciones imaginarias y muestra en su alienación radical la matriz que especifica como esencialmente intrasubjetiva la agresividad interhumana. Pero ya su descendencia espiritual, tomando pretexto a todos los contrasentidos del levantamiento del tabú sobre una palabra, y <tomando pretexto> de aquel levantamiento de lo interdicto sobre un interés -ocasión de un retorno de la idolatría- nos preparaba los porvenires de un refuerzo propedéutico del yo en el que ahora tiende a reabsorberse el análisis.
Es que también la llamada descendencia no había tenido tiempo de asimilar el sentido del descubrimiento del inconsciente, a falta de haber reconocido en su maniobra analítica la gran tradición dialéctida de la cual representaba sin embargo la vuelta a todas luces. Todo lo contrario, los sucesores fueron pronto presas de la vergüenza ante un material simbolizante respecto del cual, sin hablar de su extrañeza propia, la ordenanza cortaba sobre el estilo de la ciencia reinante a la manera de esa colección de juegos privilegiados que ésta relega en las recreaciones, matemáticas o de las otras, e incluso que evoca ciertas artes liberales en las que la Edad Media ordenaba su saber: de la gramática a la geometría, de la retórica a la música.
Todo los invitaba sin embargo a reconocer el método dialéctico más desarrollado en el procedimiento esencial por el cual el psicoanálisis en su experiencia conjuga lo particular en lo universal. En su teoría subordina lo real a lo racional. En su técnica recuerda al sujeto en su rol constituyente para el objeto. En muchas estrategias, en fin, recorta la fenomenología hegeliana -así en la retorsión al discurso del alma bella, del auxilio que ella aporta al desorden del mundo donde su revuelta apresa su tema. Tema, dicho sea de paso, del que no se podría imputar a la gentuza la introversión del caminante solitario, cuando nosotros nos recordamos que fue producido sobre la escena del mundo por el conquistador tan extravertido, Camoëns7, en el título de uno de sus grandes poemas.
En efecto, cuando Dora le imputa <a Freud> el mal sobre la situación escandalosa en la que la inconducta de su padre la prostituye, no es de psicología que Freud se preocupa, ni de reforzar al yo de su paciente, ni de enseñarle a soportar la frustración. Al contrario, es a ésta situación misma a la que la remite y para obtener de ella la confesión del soporte activo y constante que aporta a dicha situación y sin la cual no hubiera podido perpetuarse <siquiera> un instante.
Además sólo el ejercicio de esta dialéctica permite no confundir la experiencia analítica con una situación dual que, por ser abordada como tal, no puede engendrar en el paciente sino un aumento de resistencias que el analista, a su turno, no cree poder remediar sino abandonándose a las suyas; arribando a fin de cuentas a ese método que los mejores reconocen como suyo sin siquiera volver a sentir la advertencia de una dificultad: buscar un aliado, dicen ellos, en la "parte sana " del yo del paciente para corregir la otra <parte> a la medida de la realidad. ¿Qué es esto, entonces, sino rehacer el yo del paciente a la imagen del yo del analista? El proceso se describe, en efecto, como aquél de la "escisión del yo" (splitting of the ego): le plazca o no, la mitad del yo del sujeto, se supone, pasa del lado correcto de la barricada psicológica, aquél en el que la ciencia del analista no está discutida; luego la mitad de la mitad que resta, y continuando de esta manera. Se comprende que en tales condiciones se pueda esperar la reforma del pecador, queremos decir del neurótico; o al menos en su defecto, <se puede esperar> su entrada al reino del homo psychanalyticus, odioso de oír, pero seguro de su salvación.
El yo (moi) sin embargo, nunca es sólo la mitad del sujeto, verdad primera del psicoanálisis; es más, esta mitad no es la buena, ni la que maneja el hilo de su conducta, de suerte que del antedicho hilo queda algo por retorcer, y no solamente un poco. ¡Pero qué importa! Ninguno sabe desde hace cuánto tiempo <ocurre> que el sujeto en su resistencia usa de tal artificio que llegará hasta tomar la clandestinidad de la perversión confesada, la strada de la incontinencia pasional, antes que rendirse a la evidencia: a saber, que en último análisis él es pregenital, es decir interesado donde se puede ver que Freud retorna a Bentham, y el psicoanálisis al seno de la psicología general.
Inútil, entonces, <es> atacar un sistema tal donde todo se sostiene, sino para cuestionarle todo derecho a llamarse psicoanálisis.
Para retomar, en cuanto a nosotros, en una mirada más dialéctica de la experiencia, diremos que el análisis consiste precisamente en distinguir la persona tendida sobre el diván analítico de aquélla que habla. Con aquélla que escucha, tres personas presentes en la situación analítica, entre las cuales es la regla plantear la pregunta de base en toda materia de histeria: ¿dónde está el yo (moi) del sujeto? Admitido lo anterior, es necesario decir que la situación no es de tres, sino de cuatro, el rol del muerto como en el bridge estando siempre en la partida, y tanto que sin tenerlo en cuenta es imposible articular lo que sea que tenga un sentido en el lugar de una neurosis obsesiva.
Ahora bien, es por la mediación de esta estructura en la que se ordena toda transferencia, que ha podido leerse todo lo que sabemos de la estructura de la neurosis. Del mismo modo, si la mediación de la palabra no fuera esencial en la estructura analítica, el control de un análisis por un analista que no tiene más que relación verbal <con dicho análisis> sería estrictamente impensable, mientras que es uno de los modos más claros y más fecundos de la relación analítica (cf. el "Informe").
Sin duda el antiguo análisis, llamado "del material", puede parecer arcaico a los espíritus presos en el régimen de una concepción cada vez más abstracta de la reducción psicoterapéutica. Sin embargo, al retomar el legado clínico de dicha reducción, aparecerá al mismo nivel que el retorno que nosotros intentamos al análisis freudiano en sus principios. Y puesto que evocamos hace muy poco, para situar esa fase antigua, la ciencia de una época perimida, recordemos la sapiencia que contenía aquélla en sus ejercicios simbólicos y la exaltación que el hombre en ella podía tomar cuando se rompían los vasos sagrados de un vidrio aún opaco. Y yo de esa época les proporcionaré un signo con el cual guiarlos.
Más de un camino se propone a vuestra investigación, al mismo tiempo que ciertos obstáculos son allí colocados por todas partes en el nombre de interdictos, de modas, de pretensiones de "clasicismo", de reglas frecuentemente impenetrables y, para decirlo todo, de mistificaciones, -yo entiendo el término en el sentido técnico que le dio la filosofía moderna. Cierta cosa caracteriza sin embargo estos misterios y a sus improbables guardianes: es la morosidad creciente de los trabajos y de los términos en los que ellos aplican sus esfuerzos y sus demostraciones.
Aprendan, entonces, cuál es el signo en el que ustedes podrían asegurarse que ellos están en el error. El psicoanálisis, si es fuente de verdad, lo es también de sabiduría. Y esta sabiduría tiene un aspecto que jamás ha engañado desde que el hombre se enfrenta a su destino. Toda sabiduría es una "gaya ciencia". Ella se abre, ella subvierte, ella canta, ella instruye, ella ríe. Ella es todo lenguaje. Nútranse de esa tradición, de Rabelais a Hegel. Abran vuestros oídos a las canciones populares, a los maravillosos diálogos de la calle...
Ustedes recibirán así el estilo por el cual lo humano se revela en el hombre, y el sentido del lenguaje sin el cual ustedes no liberarán jamás la palabra.
Respuestas a las intervenciones.
27 de Septiembre 1953
Las razones de tiempo no justificarían que eluda ninguna de las preguntas que me formularon y sería arbitrario que luego de mi discurso pretendiera que mi respuesta a una, pudiese valer para otra -que aunque fuera la misma, sin embargo sería otra por ser la <pregunta > de otro. Si entonces, al dirigirme en mi respuesta a cada uno hago una elección de esas preguntas, es porque pienso no poder aquí satisfacer ninguna <pregunta>, si mi respuesta no es válida para todos.
Comenzaré entonces por agradecer a Daniel Lagache la preocupación que puso al presentarles con una claridad sistemática las orientaciones y las incidencias de mi informe: él no hubiera podido hacerlo mejor en la solemnidad de una defensa de tesis, por justificadas que sean sus puntualizaciones sobre la ruptura manifiesta de las leyes del discurso académico en mi trabajo8.
En consecuencia, para emplear sus términos, el orden que encuentra al restituirle una razón razonante, no puede sino parecerme como el premio acordado a una intención que fue la mía y de la que diré <que es> propiamente verídica -entendiendo por lo antedicho designar a lo que ella apunta, mucho más que aquéllo que la inspira.
Una verdad efectiva, tal es el centro único donde mi discurso encuentra su coherencia interna y por lo cual pretende ser para ustedes lo que será -si quieren recurrir a él en nuestros trabajos futuros: este ABC, este rudimento, cuya falta se hace sentir a veces en una enseñanza siempre comprometida en algún problema actual y que concierne a los conceptos dialécticos -palabra, sujeto, lenguaje- en los que esta enseñanza encuentra sus coordenadas, sus líneas y centro de referencia. No es proponiéndoles estos conceptos en definiciones formales, que ustedes encontrarían ocasión para renovar las entificaciones que ellos apuntan a disolver, sino al ponerlos a vuestro alcance en un universo de lenguaje -donde ellos se inscriben cuando pretenden regir su movimiento. Porque es refiriéndose a su articulación dentro de ese discurso que ustedes percibirán el empleo exacto en el que podrán reencontrarlos en la significación nueva donde les será dado hacer uso de ellos.
Voy ahora a la pregunta que me parece haber sido reformulada de modo impactante, aunque fuese en estado descompletado, en más de una intervención.
¿Qué relación hace usted -sentí que se me interpelaba- entre este instrumento de lenguaje- del cual el hombre debe aceptar los datos tanto como <acepta > lo real - y esta función de fundación que sería la de la palabra en tanto que ella constituye el sujeto de la relación intersubjetiva?
Respondo: al hacer del lenguaje el médium donde reordenar la experiencia analítica, no es sobre el sentido de medio que implica ese término, sino sobre el de lugar que nosotros ponemos el acento: forcemos aún hasta llamarlo lugar geométrico para mostrar que no hay ahí ninguna metáfora.
Eso no excluye, lejos de éso, que sea en carne y hueso -es decir, con toda nuestra complejidad carnal y empática- que nosotros habitábamos ese lugar y que sea precisamente porque todo lo que puede interesarnos de pies a cabeza pasa ahí; que el imperio de las correspondencias desarrolladas en las dimensiones de ese lugar vaya tan lejos.
Así se esboza el fundamento de una teoría de la comunicación interhumana, de la cual quizá nuestra experiencia sola puede encontrarse en posición de preservar los principios, al oponerse a este desborde de formulaciones tan ingenuas como precipitadas que pagan los platos rotos de las especulaciones a la moda bajo este encabezado.
Queda por decir que es bajo este preconcepto propio a la noción de comunicación que orientamos deliberadamente nuestra concepción de lenguaje, su función de expresión no siendo mencionada, que sepamos, sino una sola vez en nuestro informe.
Precisemos entonces lo que el lenguaje significa en lo que comunica: no es ni señal, ni signo, ni siquiera signo de la cosa, en tanto que realidad exterior. La relación entre significante y significado está toda íntegra incluida en el orden del lenguaje mismo que condiciona integralmente los dos términos de esa relación.
En principio, examinemos el término significante. Él está constituído por un conjunto de elementos materiales ligados por una estructura de la cual nosotros indicaremos a continuación hasta qué punto es simple en sus elementos, incluso donde se puede situar su punto de origen. Pero, a riesgo de pasar por materialista, es sobre el hecho que se trata de un material que yo insistiré en principio, y para subrayar en esta cuestión de lugar9 que hace a nuestro propósito, el espacio10 ocupado por ese material: al solo fin de destruir el espejismo que parece imponer por eliminación al cerebro humano como lugar del fenómeno del lenguaje. ¿Dónde podría estar si no? Para el significante la respuesta es: por todas partes, menos ahí <en el cerebro>. Sobre esta mesa observen, más o menos disperso, un kilo de significante. Equis cantidad de metros de significante están aquí enrollados con la cinta del magnetófono donde mi discurso se escribió hasta este momento. Es el mérito, puede que el único, pero imprescriptible, de la teoría moderna de la comunicación, haber hecho pasar en la seriedad de una práctica industrial (la que es más que suficiente a los ojos de todos para darle su declaración jurada científica) la reducción del significante en unidades insignificantes, denominadas unidades Hartley11 , por donde se mide, en función de la alternativa más elemental, la potencia de comunicación de todo conjunto significante.
Pero el nervio de la evidencia que resulta <de la teoría moderna de la comunicación>, existía ya para lo que nos interesa en el mito forjado por Rabelais de las palabras congeladas (¿no les decía yo el caso que se puede hacer de palabras congeladas?) Disparate y absurdo, seguramente, pero cuya médula sustantificada muestra que se podía igualmente hacer caso omiso de una teoría física del sonido, para alcanzar en la verdad que resulta de ese saber que mi palabra está allí, en el espacio intermedio entre nosotros, idéntico a las ondas que la vehiculizan de mi glotis a vuestros oídos. En lo que nuestros contemporáneos no veían sino fuego, y no solamente como se podría creerlo por aquello del carácter serio de la práctica industrial, de lo que Dios me guarde de burlarme, a falta de gaya ciencia, pero sin duda por alguna razón de censura, ya que las gargantas calientes que ellos hicieron del genio de anticipación del cual ése mito daría la prueba, no le descubren la pregunta: ¿anticipación de qué? A saber ¿qué sentido incluido en las realizaciones modernas del fonógrafo ha podido guíar al autor de esta fantasía, si es verdad que ella <la fantasía> las anticipa?
Pasemos al significado. Éste no es la cosa, les dije, ¿qué es, entonces? Precisamente el sentido. El discurso que yo les extiendo aquí, para no buscar más lejos nuestro ejemplo, apunta sin duda a una experiencia que nos es común, pero ustedes estimarán su precio en lo que les comunique el sentido de esa experiencia, y no la experiencia en sí misma. Si <el discurso> les comunicara igualmente esta última, sería solamente en la medida en que todo discurso participa de ella, cuestión que por estar justamente en suspenso, muestra que es de ella que pende el interés de mi comunicación 4. Si, entonces, el interrogador a quien el sentido común ha sido tan bien dado que no tiene por menos prometida a su certeza la respuesta a su pregunta de hace un rato, renovada, la vuelve a formular, en efecto:
"Y ese sentido, ¿dónde está?". La respuesta correcta aquí, "en ninguna parte", por ser opuesta cuando se trata del significado a aquélla que convenía al significante, no lo decepcionará sin embargo, si esperaba de ella algo que se acercara a la "denominación de las cosas". Porque, además, contrariamente a las apariencias gramaticales que la hacen atribuir al sustantivo, ninguna "parte del discurso" tiene el privilegio de una tal función, el sentido nunca es sólo sensible en la unicidad de la significación que desarrolla el discurso.
Es así que la comunicación interhumana es siempre información sobre la información, puesta a prueba de una comunidad del lenguaje, numeración y puesta a punto de los casilleros del blanco que cernirán los objetos, nacidos ellos mismos de la competencia de una rivalidad primordial.
Sin duda el discurso tiene que ver con las cosas. Es igualmente en ese encuentro que, de realidades devienen cosas. Ésto es tan verdadero que la palabra [mot] no es el signo de la cosa, que ella será la cosa misma. Pero es justamente en la medida que ella abandone al sentido, -si se excluye el <sentido> del llamado, por lo demás más bien inoperante en este caso: como se ve en las chances mínimas en el conjunto que con el enunciado de la palabra "mujer" una forma humana aparezca, pero grandes <chances> por el contrario que al gritarlo así ante su aparición se la haga huir.
Si se me opone tradicionalmente que es ésta la definición que da a la palabra su sentido, yo lo acepto: no es que yo haya dicho, entonces, que cada palabra supone en su uso el discurso entero del diccionario... - incluso de todos los textos de una lengua dada.
Resulta que, hecho a un lado el caso de las especies vivas en la que la lógica de Aristóteles toma su apoyo real, y cuyo lazo a la nominación está ya suficientemente indicado en el libro bíblico del Génesis, toda cosificación comporta una confusión -respecto de la cual es necesario saber corregir el error- entre lo simbólico y lo real.
Las ciencias llamadas físicas se han protegido <de ello> en forma radical al reducir lo simbólico a la función de herramienta para desunir lo real - sin duda con un éxito que vuelve cada día más claro, con ese principio, la renuncia que comporta a todo conocimiento del ser, e incluso del siendo12; en la medida que éste respondiera a la etimología -por lo demás completamente olvidada- del término "física "13.
Para las ciencias que aún merecen llamarse naturales, cualquiera puede ver que no han hecho el menor progreso a partir de la "Historia de los animales" de Aristóteles.
Quedan las ciencias llamadas humanas, que estuvieron largo tiempo desorientadas de lo que el prestigio de las ciencias exactas les impedía reconocer: el nihilismo de principios que aquéllas no habían podido sostener sino al precio de cierto desconocimiento interno de su racionalización- y que no encuentran sino en nuestros días la fórmula que les permitirá distanciarlas calificándolas como ciencias conjeturales.
Pero pronto el hombre no aparecerá en forma seria sino en las técnicas donde es "tenido en cuenta" como cabezas de ganado; dicho de otro modo, pronto él estaría más desdibujado que la naturaleza en las ciencias físicas, si nosotros psicoanalistas14 no supiéramos ahí hacer valer sólo lo que en su ser revela lo simbólico.
Resulta que está allí lo que no podría ser cosificado, por poco que éso sea -tan poco como nosotros soñemos para la serie de los números enteros o la noción de una esperanza matemática.
Es sin embargo mi alumno Anzieu quien cae en ese defecto al imputarme una concepción mágica del lenguaje que es muy perturbante en efecto para todos aquellos que no pueden hacer más que introducir lo simbólico como medio en la cadena de causas, a falta de distinguirlo correctamente de lo real. Porque esta concepción se impone en desmedro de la correcta: "Yo digo a mi servidor: ¡Vaya! y él va", como se expresa el Evangelio, "¡Ven! y él viene". Magia incontestable todo éso -por cotidiana que sea. Y es porque todo desconocimiento de sí se expresa en proyección, amigo Anzieu , que yo le parezco víctima de esa ilusión. Porque reconozca esta <ilusión>a la cual cede cuando el lenguaje le parece no ser sino uno de los modelos entre otros que me es permitido elegir, para comprender nuestra experiencia en el orden de cosas, sin que usted perciba que, si yo oso decir, se rompe la armonía de ese orden, ya que es con su tinta que ese orden se escribe.
En verdad, ese orden se ha escrito en muchos registros antes que la noción de las causas y ahí registra entradas y salidas. Las líneas de orden que se trazan entre los polos en que se orienta el campo del lenguaje son múltiples. Y para encaminarnos del polo del vocablo15 al de la palabra16, definiré el primero como el punto de convergencia del material más vacío de sentido en el significante con el efecto más real de lo simbólico, lugar que tiene la palabra clave, bajo la doble cara del sin sentido donde la costumbre lo reduce, y de la tregua que él aporta a la enemistad radical del hombre con su semejante. Punto cero del orden de las cosas, sin duda, puesto que alguna cosa aparece aún allí, pero que ya contiene todo lo que el hombre puede esperar de su virtud, puesto que aquél que tiene la palabra evita la muerte.
Virtud de reconocimiento ligada al material del lenguaje, ¿qué cadenas de discurso concreto van a religarla a la acción de la palabra -en tanto que ella funda al sujeto?
Para hacerles conocer los empleos que los primitivos daban al vocablo "palabra", la extensión que ellos daban a esa noción, e incluso el lazo esencial que lo une -más atrapante aquí por aparecer radical a la eficacia de esas técnicas respecto de las cuales a menudo no tenemos más el secreto, y donde se confirma la función fundamentalmente simbólica de sus productos como de su intercambio-, los reenvío a un libro a menudo enredado, pero cuán sugestivo que es el Do Kamo de Leenhardt.17
Nada funda más rigurosamente nuestro propósito que la demostración aportada por Lévi-Strauss acerca del conjunto de las estructuras elementales del parentesco, más allá de la complejidad de cuadros nominales que ellas suponen, testimonian un sentido latente de la combinatoria que por no entregarse patente sino a nuestros cálculos, no tiene otro equivalente que los efectos del inconsciente que la filología demuestra en la evolución de lenguas.
Las observaciones sobre la coincidencia de áreas culturales donde se reparten las lenguas según los sistemas primordiales de agregación morfológica, con aquéllas que delimitan las leyes de alianza en el fundamento del orden de los linajes, convergen en una teoría generalizada del intercambio en la que mujeres, bienes y vocablos aparecen homogéneos, para culminar en la autonomía reconocida de un orden simbólico, manifiesta en ese punto cero del símbolo donde nuestro autor formaliza el presentimiento que da de él desde siempre la noción de mana.
Pero ¿cómo no decir aún que el fruto de tanta ciencia nos era ya ofertado en una gaya ciencia, cuando Rabelais imagina el mito de un pueblo en el que los lazos de parentesco se ordenarían en nominaciones estrictamente inversas a aquéllas que no nos parecen sino ilusoriamente conformes a la naturaleza? Por lo que estaba ya propuesto esta distinción de la cadena de parentescos y de la trama real de las generaciones cuyo trenzado abunda en repeticiones de motivos que justamente sustituyen la identidad simbólica al anonimato individual. Esta identidad viene de hecho a contrapelo de la realidad, en la medida que los interdictos se oponen a las necesidades sin necesidad natural18. Asimismo no exceptúa la ligazón real de la paternidad, e incluso de la maternidad, uno y otro conquistas frescas de nuestra ciencia: que se lea Esquilo para convencerse que el orden simbólico de la filiación no les debe nada .
He aquí entonces al hombre comprendido en ese discurso que desde antes de su llegada al mundo determina su rol en el drama que dará su sentido a su palabra 5. La línea más corta, si es verdad que en dialéctica la recta lo sea también, para trazar el camino que nos debe llevar, de la función de vocablo en el lenguaje, al nivel del sujeto de la palabra.
Muchos otros, sin embargo, nos ofrecen sus curvas paralelas <expresadas> en este lenguaje amoroso a las cadenas enruladas de ese campo de lenguaje donde se puede ver que la captura de lo real en su secuencia no es siempre sino la consecuencia de una envoltura por parte del orden simbólico.
Demostrarlo sería recorrerlas. Indiquemos sin embargo un momento privilegiado de ese recorrido que nos haría olvidar aquel <otro momento> que acabamos de devolver a la cadena de las causas la dirección del universo, si solamente recordáramos que era él su antecedente necesario.
Para que la decisión entre verdadero y falso se liberara de la ordalía -hace largo tiempo única prueba para oponer a lo absoluto de la palabra- fue necesario, en efecto, que los juegos del ágora, en el curso de la obra en que se da "un sentido más puro" a las palabras que enfrentan tribus, dedujeran las reglas de la justa dialéctica por las que "tener razón" implica siempre que la razón sea otorgada por el adversario.
Sin duda he aquí un momento de la historia, milagro si se quiere, que vale un homenaje eterno a los siglos de Grecia a la que lo debemos. Pero estaríamos equivocados al hipostasiar en ese momento la génesis de un progreso inmanente. Porque además de arrastrar tras de sí tanto bizantinismo que se situaría mal en tal progreso, por poco dignos que sean del olvido, nosotros no podríamos hacer del fin aunque se lo supusiera en un causalismo acabado- una etapa tan decisiva como para que ella reenvíe siempre a los otros a un pasado absoluto.
Y hagan el esfuerzo, se los suplico, de abrir los ojos ante aquéllo que a manera de brujería se pasea por vuestra puerta, si la razón de mi discurso no tiene la fortuna de convencerlos.
Es que por las ligazones del orden simbólico, es decir por el campo de lenguaje que constituye aquí nuestro propósito, todo está siempre allí.
He allí lo que les es necesario retener, si quieren comprender el cuestionamiento formal por Freud a todo dato en favor de una tendencia al progreso en la naturaleza humana. Toma de posición categórica, aunque se la desatienda en detrimento de la economía de la doctrina de Freud, sin duda en razón del poco de seriedad al que nos tienen habituados en esta materia nuestros pensadores diplomados, Bergson incluido -del eco que ella parece producir en un pensamiento reaccionario devenido lugar común- de la comodidad que tanto nos detiene de extraer al pie de la letra freudiana el sentido que podemos estar seguros, sin embargo, de encontrar allí siempre.
¿No puede uno, en efecto, preguntarse fiándose de ese veredicto de Freud en su apogeo- si él <Freud> no descalifica la sorpresa que doce años marcaba respecto del "hombre de los lobos" por la aptitud tan manifiesta en ese neurótico de mantener sus concepciones sexuales y sus actititudes objetales precedentes mezcladas con las nuevas que había logrado adquirir; y <no puede uno, en efecto, preguntarse si Freud> desde el comienzo no se demoró en la hipótesis de un trazo de constitución en ese caso más de lo que admitía la vía en la que ya su sentido de lo simbólico lo comprometía para comprenderlo?
Porque, bien entendido, no es a cierta confusa Völkerpsychologie, sino al orden que nosotros evocamos aquí que él se refería en verdad al relacionar desde el inicio ese fenómeno neurótico con el hecho histórico -convocado a su atención por su gusto erudito del antiguo Egipto- de la coexistencia, en las diversas épocas de su Antigüedad, de teologías relevantes de edades bien diferentes de lo que se llama -más o menos propiamente- la conciencia religiosa.
Pero sobretodo, ¿qué necesidad de ir tan lejos en el tiempo, incluso en el espacio, para comprender la relación del hombre con el lenguaje? Y si los etnógrafos desde hace algún tiempo se familiarizan con la idea que podrían encontrar sus objetos en la periferia de su propia capital, no podríamos nosotros, nosotros que tenemos sobre ellos la ventaja que nuestros terreno sea nuestra cama y nuestra mesa hablo aquí del mobiliario analítico- al menos, intentar reatrapar el retraso que tenemos respecto de ellos en la crítica de la noción de regresión, por ejemplo, cuando nosotros no hemos de buscar las bases en otra parte que en las formas muy dialécticamente diferenciadas sobre las cuales Freud presentó su noción desde que la introdujo. En lugar de qué nuestra rutina la reduce al empleo cada vez más grosero de metáforas de la regresión afectiva.
No es entonces una línea del discurso, sino todas (y cada una en su género portando efecto de determinación en el sentido, es decir <efecto> de razón) las que van a reencontrarse en el otro polo del campo del lenguaje, aquél de la palabra. Él no queda en deuda con el polo del vocablo por la singularidad de la estructura que presenta en una forma contrariada. Si se tratara en efecto en aquél, de la convergencia de la pura materialidad del lenguaje con el efecto óptimo del acto de reconocimiento, se vería aquí de alguna manera diverger de la intención de reconocimiento, la forma más paradojal de comunicación. Si se retrocede a formularla tal como la experiencia la impone, reunimos ahí en términos estridentes la ecuación general de la comunicación transubjetiva19,- en que nos es provisto el complemento necesario a la teoría moderna de la comunicación, la cual no tiene sentido sino al referirse estrictamente al otro polo de nuestro campo. Esta fórmula, hela aquí: la acción de la palabra -en tanto que el sujeto entiende fundarse en ella- es tal que el emisor, para comunicar su mensaje, debe recibirlo del receptor, aunque sólo logre emitirlo bajo una forma invertida.
Para probarlo en los ángulos opuestos de las intenciones más divergentes en la relación de reconocimiento nosotros la encontramos confirmada en los dos casos en su secuencia formal: aquélla que se compromete ante la trascendencia y ante los hombres en la fe de la palabra dada y aquélla que desprecia toda mediación del otro para afirmarse en su solo sentimiento.
En el primero, ella aparece con claridad en el "tú eres mi mujer" o el "tú eres mi maestro" por el cual el sujeto da muestra de no poder comprometer en primera persona su homenaje de fidelidad absoluta20 en el matrimonio o en la disciplina sin investir al otro -como el de la palabra donde él se funda- al menos el tiempo necesario para que éste repudie la promesa. En lo que se ve de modo ejemplar que la palabra no está en ninguno de los sujetos sino en el juramento que los funda tan ligeramente que cada uno viene a jurar ahí su fe.
El segundo caso es el del rechazo de la palabra que, por definir las formas superiores de la paranoia, sin embargo presenta una estructura dialéctica cuya clínica clásica, por la elección del término de interpretación para designar su fenómeno elemental, mostraba ya el presentimiento. Es del mensaje no formulado que constituye el inconsciente del sujeto, es decir del "yo lo amo" que Freud descifró genialmente, que hace falta partir para obtener con él en su orden las formas de delirio donde su mensaje se refracta en cada caso.
Se sabe que es por la negación sucesiva de tres términos del mensaje, de lo que Freud hace una deducción que impone la aproximación con los juegos de la sofística.
Somos nosotros los que debemos encontrar la vía de una dialéctica más rigurosa, pero constatamos a partir de ahora que la fórmula que nosotros damos de la comunicación transubjetiva21, no se revela ahí menos brillante al uso.
Ella nos conducirá solamente a reconocer los efectos de la disociació n de lo imaginario y lo simbólico: la inversión simbólica por lo que el "tú" es aquí excluído, provocando la subversión del ser del sujeto, <y> la forma de recepción del mensaje por el otro, degradándose en la reversión imaginaria del yo.
Resulta que es por adicionarse al objeto (homosexual) del sentimiento que "no osa decir su nombre", que esos efectos, por disociados que ellos se mantengan ahí, van a la mínima subversión del ser para el sujeto -es decir, le evitan el ser-para-el-odio en la erotomanía donde el "yo lo amo" deviene en la inversión simbólica "no es a él, sino a ella que yo amo"; para terminar en la reversión imaginaria en "ella me ama" (o "él" para el sujeto femenino). Si sin embargo el heroísmo marcado en la resistencia a las "pruebas" pudiera un instante engañar sobre la autenticidad del sentimiento, la función estrictamente imaginaria del otro interesado, se traiciona bastante en el interés universal atribuído a la aventura.
Por el contrario, por adicionarse al sujeto los dos efectos, simbólico e imaginario, por las transformaciones en "no soy yo quien lo ama, es ella" y "él la ama" (independientemente del género del pronombre para el sujeto femenino), conducen al delirio de celos, cuya forma propiamente interpretativa comporta una extensión indefinida de objetos revelando la misma estructura generalizada del otro, pero donde el odio viene a montarse en el ser del sujeto.
Pero es al llevar sobre la relación que funda la palabra latente que la inversión, refractando sus efectos sobre los dos términos que desubjetiva22 igualmente el rechazo de la mediación por el Otro, hace pasar el sujeto del "yo lo odio" de su denegación latente por la imposibilidad de asumirla en primera persona, al parcelamiento proyectivo de la interpretación persecutoria en la red sin fin de complicidades que supone su delirio,- aunque su historia se desagregue en la regresión propiamente imaginaria del estatuto espacio-temporal, del cual nosotros hemos valorizado la fenomenología en nuestra tesis como propiamente paranoica.
Si en ese punto alguno de ustedes ha dejado ya nacer sobre sus labios el "Que nadie entre aquí si no es dialéctico" que sugiere mi discurso, que ellos reconozcan ahí también su medida.
Porque del análisis dialéctico de las estructuras delirantes que nosotros acabamos de intentar desplegar, Freud no solamente encontró un atajo. Él le ha dado su eje al trazar su camino al ras de las formas gramaticales sin parecer embarazado porque se tratara de una deducción "demasiado verbal" 6.
Que entonces ustedes estén habituados a las artes de la dialéctica no exige, sin embargo, que sean pensadores lo que ustedes comprenden fácilmente solo por ser bastante avispados como para no creer más que el pensamiento sea supuesto en la palabra. Porque, además de que la palabra se acomoda muy bien al vacío del pensamiento, la opinión que nosotros recibimos de los pensadores es justamente que por el uso que el hombre hace comúnmente, la palabra -en tanto haya algo para pensar de ella- es que ella le ha sido dada para ocultar su pensamiento. Más valdría, en efecto, para la vida de todos los días "ocultar éso", aunque fuera al precio de cierto artificio -lo que se acordará sin pena por saber qué borborigmos son habitualmente revestidos del nombre de pensamientos pomposos: ¿y quién mejor que un analista podría decirse pagado para saberlo?. La opinión de los pensadores sin embargo no es ni siquiera tomada muy en serio por nosotros, lo que no hace sino darles la razón; así como a la posición que nosotros sostenemos actualmente y que se refuerza por ser prácticamente la de todo el mundo.
Su común pesimismo no es sin embargo sólo en favor de la autonomía de la palabra. Cuando ayer nosotros estábamos todos atrapados por el discurso de nuestra transparente Françoise Dolto a quien en mi fraternal abrazo yo le decía que una voz divina se hizo oir por su boca- ella me respondió como un niño al que se sorprende en el hecho: "¿Qué he dicho entonces? Estaba tan emocionada de tener que hablar que no pensaba más en lo que podía decir". Por Dios Françoise, pequeño dragón (y por qué decirle pequeño si no se tratara sino del lagarto de Apolo)23, no tenías necesidad de pensar para darnos el don de tu palabra, e incluso para hablar tan bien de ella. Y la diosa misma que hubiera inspirado tu discurso, hubiera pensado en él aún menos. Los Dioses son demasiado idénticos a la hiancia imaginaria que lo real ofrece a la palabra, como para ser tentados por esa conversión del ser en el que ciertos hombre se arriesgan, para que la palabra devenga pensamiento, pensamiento de la nada que ella introduce en lo real y que, desde entonces, va por el mundo en tanto que soporte del símbolo.
Es de una conversión tal que se trata en el cogito de Descartes y es por lo cual él no ha podido reflexionar sobre hacer del pensamiento que ahí <en el cogito> fundaba un trazo común a todos los hombres -por lejos que él extendiera el beneficio de su duda al darles crédito de sentido común. Y es lo que él <Descartes> prueba en el pasaje del Discurso que cita Anzieu, al no aportar para distinguir al hombre de su semblante en la extensión, sino otros criterios que aquéllos mismos que nosotros damos aquí por los de la palabra. Como lo muestra al refutar anticipadamente el escamoteo que los modernos hacen de ésto en el circuito de estímulo-respuesta: "Porque se puede -dice él, en efecto- concebir que una máquina sea hecha de tal forma que profiera palabras... a propósito de las acciones corporales que causarán ciertos cambios en sus órganos: si se la toca en cierto lugar, que ella pregunte qué se le quiere decir; si se la toca en otro lugar, que grite que se le hace mal" -para confiarse al doble criterio en que la máquina, según él, fallará: a saber que no será posible que esas palabras "ella las organice diversamente " y "para responder al sentido de todo lo que se dirá en su presencia", o sea <la máquina fallará> en los dos términos de sustitución combinatoria del significante y de transubjetividad fundamental del significado con que nosotros caracterizamos vocablo y palabra en el lenguaje.
Entonces, si Anzieu piensa aquí argüir contra mí, es en razón del prejuicio común sobre la armonía de la palabra en el pensamiento -que es lo que pongo en duda. Dejo de lado la inadecuación del ejemplo de Descartes puesto que el autómata no es tomado por él sino por ese aspecto de señuelo de lo animado del que su época se encantaba; mientras que la máquina nos aparece volveré ahí algún día- como un ensamble de elementos simbólicos, organizado de forma precisamente que ellos "se arreglan diversamente" en secuencias orientadas, y suficientemente capaces de "responder al sentido" de las preguntas que se le propone en su lenguaje, para que lo que se le atribuyó impropiamente como pensamiento pueda, legítimamente, ser imputado a la función de una mitad de la palabra.
Y ésto nos lleva directo al sentido del surrealismo que Anzieu no desconoce menos, al portar las confusiones que nos son ligadas con la noción de automatismo a cuenta de un "pensamiento mágico" que, por ser el lugar común de un cierto retorno a la psicología de nuestra disciplina, es también el más manifiesto pretexto24.
El surrealismo, en efecto, toma su lugar en una serie de surgimientos cuya huella común da su marca a nuestra época: la de un develamiento de las relaciones del hombre con el orden simbólico. Y la repercusión mundial de sus más traviesas invenciones muestra bastante bien que preludia un advenimiento más grave y más sombrío también -tal el Dios-niño del que Durero grabó el rostro, animado de sus juegos parodiando el mundo de una Melancolía de parto. Pánico tornasolado de símbolos confusos y de fantasmas fragmentados, el surrealismo aparece como un tornado al borde de la depresión atmosférica en el que se hunden las normas del individualismo humanista. Si la autonomía de la consciencia de sí estaba ya condenada por la consecusión del discurso sobre el Saber en Hegel, fue el honor de Freud el haber perfilado en la cuna de ese siglo el rostro y la sombra de la potencia contraria sobre el nuevo individuo. Imperio del lenguaje que comanda en el advenimiento histórico del discurso de la auto-acusación, antes que prometer en los murmullos de oráculo de la máquina de calcular. Un poder de la razón más original parece surgir a partir de la ruptura del concepto en la teoría lógico-matemática de los conjuntos y de la unidad semántica en la teoría lingüística del fonema. A la luz de ésto todo el movimiento fenomenológico, incluso existencialista, aparece como la compensación exasperada de una filosofía que no está más segura de ser dueña de sus motivos; y que no es necesario confundir, aunque se los delimite ahí, con las interrogaciones que un Wittgenstein o que un Heidegger aportan sobre las relaciones del ser y del lenguaje, tan pensativas de saberse ahí incluidas, tan lentas para buscar su tiempo.
Si es, entonces, en el poder que concedo al lenguaje, donde Anzieu quiere hallar el sentido de mi propuesta, que renuncie a endilgarme románticos padrinazgos: sin renegar de mis amistades surrealistas, ni desaprobar el estilo a la Marat de sus discursos, es más bien bajo la intercesión del señor de Tocqueville que pondría el mío.Y por lo menos en cuanto que indico que el lenguaje al liberarse de las mediaciones humanas que lo enmascaran hasta hoy, muestra un poder ante el cual las pretensiones de absoluto del Antiguo Régimen, aparecerán como atenuantes ridículos.
Si estas declaraciones parecen osadas, al menos testimonian que no tomo la contradicción que se me opone por un defecto en la respuesta que puedo esperar, -todo lo contrario, cuando en <el decir de> Anzieu ella manifiesta aquella proximidad a la verdad que no se obtiene sino porque la verdad sea lo que sea- nos sigue de cerca.
Es incluso al punto que ciertos entusiasmos, por aprobatorios que sean, pueden inspirarme más reservas: que se aplaudan los efectos de liberación que mi propuesta haga volver a sentir, de acuerdo, pero que se lo haga lo bastante rápido para que esos aplausos se extingan con la euforia de ese sentimiento.
El primado de la técnica no está aquí puesto en cuestión, sino las mentiras de su enseñanza. No es cuestión de hacer volver a entrar allí la fantasía, sino de separar sus misterios. Ahora bien el misterio es solidario de privilegios donde todo el mundo encuentra su rédito y toda desmitificación es inoportuna- sin que tenga tanto <rédito> atentar contra éso.
Es real que se respira mejor al despejar las brumas de una tarea, pero no menos cierto que sus obstáculos no son eliminados sin embargo. Sin duda los libero de aquéllos al recordarles que la palabra que cura en el análisis no puede ser sino la vuestra, pero les devuelvo a sus méritos en el lenguaje al amo más hosco. No hay dominio, en efecto, donde alcance menos hacerse valer para hacerse reconocer, ni donde la prudencia como la audacia sean más frecuentemente tomadas desprevenidas: es suficiente, para comprender, recordarles que los retornos de la fortuna son la cara humana de las leyes de la dialéctica, y entonces que no es al confiarse en la palabra que se puede esperar evitarlas.
Para encontrar otra salida, sería necesario, si se me permite la metáfora, tratar con el lenguaje como se hace con el sonido: ir a su velocidad para franquear la barrera. También hablando del bang-bang 25 de la interpretación verdadera, se usaría una imagen bastante conveniente a la rapidez con la que le es necesario adelantar la defensa del asunto a la noche en que ella debe sumergirlo, para que haga resurgir a tientas la tramoya26 de la realidad, sin la iluminación del decorado.
El efecto de ésto es raro de obtener, pero en su defecto ustedes pueden servirse de ese mismo muro del lenguaje que no tengo por una metáfora, puesto que es un corolario de mi propuesta que toma su lugar en lo real.
Ustedes pueden servirse de él para alcanzar a vuestro interlocutor, pero a condición de saber que, desde que se trata de utilizar ese muro, ustedes están -el uno y el otro- más allá; y que es necesario, entonces, apuntar a alcanzarlo indirectamente y no objetivarlo más allá.
Es lo que quise indicar al decir que el sujeto normal comparte cierto lugar con todos los paranoicos que van por el mundo, en la medida que las creencias psicológicas en las que se liga este sujeto en la civilización constituyen una variedad de delirio que por ser casi general no hace falta tomar por más benigna. Seguramente nada os autoriza a participar de éso sino en la medida justamente planteada por Pascal en la que sería estar loco de otro tipo de locura el no estar loco de una locura que parece tan necesaria.
Éso no podría de ningún modo justificar que ustedes calzaran los pies de plomo de la pedagogía, aunque ella se adorne bajo el título del análisis de las resistencias, para ser el oso que explicaría la danza a su adiestrador.
Es absolutamente claro que, si el análisis didáctico tiene un sentido, es cuando ustedes se oigan responder al sujeto que ustedes sabrán lo que él les ha dicho. Inversamente vean ahí el secreto del milagro permanente que es el análisis llamado controlado. Pero ésto supone que, por poco que sea, vuestro análisis personal les haya hecho percibir a ustedes mismos esta alienación, que es la resistencia mayor que hayan tratado en vuestros análisis.
Así se harán oír desde el único lugar que esté ocupado o debería estarlo, a saber -el vuestro- más allá del muro del lenguaje.
Hay un largo camino técnico a retomar por completo y, en principio, en sus nociones fundamentales; ya que la confusión está en su apogeo y la propaganda que se produce alrededor de la contra-transferencia, si parte de una buena intención, no aportó allí sino un ruido en exceso.
¿Cómo, entonces, al no saber estrictamente quién habla en ustedes, podrían responder a aquél que les pregunta -a ustedes- quién es él? Porque he ahí la pregunta que vuestro paciente les plantea, y es por éso que cuando Serge Leclaire osa aquí formulársela acerca de él, no es con la respuesta que ella implica de mí a él -"Tú eres mi discípulo"- que yo lo beneficiaría puesto que él ya se declaró tal al formularla; sino <yo lo beneficiaría> con aquélla que él merece de mí ante ustedes "Tú eres un analista"- es que yo le doy el testimonio por lo que él arriesgó al formularla.
Debo aquí limitar mi respuesta. Para seguir a Granoff allí donde él ya nos compromete atacando el empleo que se hace en psicoanálisis de la relación de objeto, me haría falta anticipar sobre el camino que, espero, recorreremos juntos y que quizá impone no abordar en principio la cuestión del instinto de muerte -aunque sea el pasaje más arduo que haya abierto el pensamiento de Freud a juzgar por la presunción con la cual se lo desdeña. Jamás soñé guiarlos aquí a los espesores de sentido, en el que el deseo, la vida y la muerte, la compulsión de repetición, el masoquismo primordial son tan admirablemente descosificados27, para que Freud los atraviese con su discurso. En la encrucijada que abre ese camino, yo les daba ayer una cita sin fecha.
A decir verdad es Juliette Boutonier quien por su admirable carta me impide que me excuse concluyendo28. Ella bien sabe que no sueño con dañar lo imaginario, yo, que tengo un nombre que permanece ligado al estadio del espejo. Pongo no solamente la imagen en el fundamento de la consciencia, sino que la extendería a todo. El reflejo de la montaña en el lago, diría, juega quizá su rol en un sueño del cosmos, sí, pero nosotros nunca sabremos nada de éso en tanto que el cosmos no haya regresado de su mutismo. Los escrúpulos con los cuales Juliette Boutonier ciñe mi discurso, serían entonces superfluos si ellos no encontraran su punto final en la objeción que preparan: ¿Por qué sería necesaria la ecuación que yo establezco entre el símbolo y la muerte?
A falta de poder ahora definir este concepto, lo ilustraré mediante la imagen con la que el genio de Freud parece jugar como señuelo para meternos en el corazón fulgurante del enigma.
Él ha sorprendido a la cría de hombre en el momento de su captura por el lenguaje y la palabra. Helo aquí, él y su deseo. Este carretel que un hilo sujeta, él lo atrae para sí, luego lo arroja, lo vuelve a traer y lo relanza. Pero él escande su captura y su lanzamiento y su re-captura con un oo, aa, oo, a lo que el tercero -sin quien no hay palabra- no se equivoca al afirmar a Freud -quien lo escucha- que éso quiere decir: ¡Fort! ¡Da! ¡Parti! ¡Voilà!Y vuelve a empezar... o mejor, según el vocablo al que un autor olvidado había hecho un destino: Napus 29!
Por lo demás poco importa que lo que el niño module sea una articulación tan tosca puesto que ya aparece ahí formada la dupla fonemática en la que la lingüística, en el paso mayor que ella hizo desde ese momento, ha reconocido al grupo de oposición elemental; del que una batería bastante reducida como para caber en un cuadro de un cuarto de página da el material vocálico de una lengua dada.
Si es casi demasiado bello de ver al significante hacer su arribo bajo la forma de su puro elemento, ¿es lo mismo para la significación que emerge al mismo tiempo?¿ Cómo no preguntárselo, al menos, frente a ese juego tan simple?
Porque ¿qué hace él, este niño, de este objeto sino abolirlo en cien repeticiones; sino hacer su objeto de esta abolición? Sin duda no es sino para que cien veces renazca su deseo, ¿pero no renace él ya deseo de ese deseo? Ninguna necesidad entonces de reconocer por el contexto ni por el testigo que el mal de esperar a la madre ha encontrado aquí su transferencia simbólica. El asesinato de la cosa, término que Juliette Boutonier ha relevado en mi discurso, está ya ahí. Él aporta todo lo que es, ese fondo de ausencia sobre el que se levantarán todas las presencias del mundo. Él los une también a estas presencias de nada, los símbolos, por lo que el ausente surge en el presente. Y helo aquí abierto para siempre al patetismo del ser. "¡Vete de aquí!" proferirá a su amor para que vuelva. "¡Ven!" se sentirá forzado a murmurar a aquél del cual ya se ausenta.
Así el significante bajo su forma más reducida aparecerá ya superlativo a todo lo que él puede ahí tener que significar y es porque no podemos guardar la ilusión que la génesis tenga aquí el privilegio de calcarse sobre la estructura. La cuestión de saber qué mínimo de oposiciones significantes constituye el quantum necesario para la constitución de un lenguaje, no está aquí de moda -no más que aquélla del mínimo de jugadores necesarios para que una partida se entable donde el sujeto pueda decir: "¡Palabra!" < "¡Paso!">30.
Porque el prójimo y el deseo están ya ahí en los fantasmas incluidos en este objeto simbolizante, con la muerte que, de haberlo tomado primera, partirá de ahí luego última para ser, muda la cuarta en el juego. El juego es el sujeto. Pero él no impide que el reparto de cartas lo preceda, que las reglas sean elaboradas sin él, que otros hayan marcado las cartas, que pueden faltar cartas en el mazo, que incluso los vivientes que jugarán bajo la librea de los fantasmas, no harán anuncio sino de su color, y que cualquiera sea el juego que se juegue, se sabe que nunca se jugará sino al juego. De manera que en el Alea jacta est que suena a cada instante, no son las palabras "los dados ruedan, que hay que oir, sino más bien para repetirlo con el suficiente humor que me conecta al mundo: "Todo está dicho. Bastante se ha hablado de amor 31."
Ésto no quiere decir que no esté vivo lo que la acción humana compromete en el juego, obviamente; pero se trata de revivir éso. Ella se coagula en lo que reúne en un fetiche, para reabrirlo a un nuevo reagrupamiento dónde el primero se anula o se confunde. (Aquí Anzieu que reencuentra su Kant, me da su adhesión total). Pero son siempre los cuatro del principio aquéllos que se cuentan.
Asimismo ¿nada puede pasar que los deje en su orden? Es por lo que, antes de esfumarme yo mismo, acordaré con el Señor Perrotti32 que la música tiene algo para decir en su ballet, e igualmente que los tambores sagrados 7 nos recuerdan las resonancias orgánicas que preludiaron la promulgación de sus leyes, pero qué más decir sino remarcar que el análisis no se hace con música, aunque acordando que ahí también pasa algo inefable. Pero es también el prejuicio de ese discurso responder a lo que se propone solamente como inefable por un "desde este momento no hablamos más de éso" cuyo descaro puede prestarse a crítica.
¿Pero no se muestra aún un <descaro> más grande al desconocer que si los medios del análisis se limitan a la palabra, hecho digno de ser admirado en una acción humana, es que ellos son los medios de su fin 8?
Notas a pie de página
1 Cf.Écrits, Ed. du Seuil, París, 1966. P.237-322 [hay versión castellana en Escritos I, Siglo XXI, Buenos Aires, 1988, pág.227-310].
2 Por consideraciones de volumen, el discurso del Dr.Lacan está aquí resumido a partir de la estenotipia completa que fue recogida en Roma. De allí el uso parcial del estilo indirecto en su redacción.
3 Sabemos que este es un calificativo del cual el Sr. Jaspers, él mismo, hace libre uso.
4 Puedo volcar aquí, en esta presentación, la notable confesión que recibí recientemente de uno de los asistentes a un curso en el que hube de tratar el tema de cómo utilizan el psicoanálisis los especialistas que no se dedican a él: "No siempre comprendí las cosas que usted nos decía (es sabido que no facilito casi nada a mis oyentes), pero pude constatar que usted había, sin que yo sepa cómo, transformado mi manera de oír a los enfermos de los que me ocupaba".
5 Que se nos excuse de agregar aún a este discurso un comentario reciente de hechos . Cuando invitábamos, conformemente a este señalamiento, a la distinguida embajadora de una reciente república del más allá europeo, a considerar eso que ella debía, aún más en la medida que a los genes de sus progenitores, incluso a su alimento de carne y de imágenes, a la singularidad del hecho del estado civil que le atribuía el nombre, digamos de Olga Durantschek, pudimos sorprender la inocencia bruscamente en su verdor, a través de estas palabras que surgieron: "¡Pero es una casualidad!" . En lo que este alma pura, poco preocupada por las conquistas del materialismo dialéctico, reconsideraba el azar, en tanto que opuesto a la sustancia por la tradición escolástica, al mismo tiempo que la base auténtica de su coexistencia con la pequeña burguesía más feroz de su persona; oh, cuán humana, en su creencia irreprimida de que ella era ella, completamente "ella", ella para siempre prevista sin duda en su radiante aparición al mundo por una ciencia increada.
6 Cf. el caso del presidente Schreber, en "Cinq Psychanalyses", PUF, 1954, p.308-309. GW,VIII, p.299-300.
7 De los cuales nosotros encontramos con Marcel Griaule el nombre abisinio en esos pequeños timbales de la caballería arábe medieval, que no hay que confundir con trompetas.
8 De este texto ha sido recortado el pasaje que respondía a la notable comunicación del Sr. Bäzinger: aunque hubiésemos reproducido esta respuesta hubiera sido necesario ampliarla para que ella pudiera satisfacer su objetivo, que no era nada menos que definir la relación del análisis con esa zona "mística" de la que nos parece de puro método excluirla de su campo por central que aparezca en su lugar.Ahí estaba indicado igualmente el sentido sistemático del ostracismo de Freud en relación a toda forma más o menos oceánica de religiosidad.
¿La invisibilidad del lugar del corte confirma el propósito declarado de ese discurso, de sostenerse en una multivocidad tan igual como posible entre sus partes?
Notas de los traductores
1 [cf. nota 1].
2 [reprises].
3 [La expresión inglesa aludida es « have ones cake and eat it ». Se trata de una expresión coloquial que significa « tratar de disfrutar u obtener provecho de dos cosas cuando al usar o hacer una de ellas, la otra se torna imposible ». En general, se usa en la frase: « you cant have your cake and eat it » (Fuente : « Longman dictionary of English Idioms », 1979, pág. 45. Traducción nuestra.]
4[ Noyer le poisson. Expresión que sugiere la idea de mantener en un adversario un sentimiento de confusión, embrollarlo de tal manera que pierda pie y llevarlo a ceder (Locución introducida en el siglo XX). Globalmente, la locución es percibida ya sea como una contradicción (se asimila ficticiamente al pez con un animal de vida aérea) o bien como una metáfora culinaria en la que el pez designaría el verdadero objeto de la controversia, voluntariamente "noyé" (ahogado) como el pescado es puesto en la salsa (Así se suele decir... "la salsa hace pasar el pescado"). De hecho la locución tiene originalmente un sentido técnico muy preciso, propio del vocabulario de la pesca "agotar a un pez tomado en el anzuelo manteniéndolo alternativamente con la cabeza dentro y fuera del agua"... pero la metáfora inicial , "fatigar al adversario" ya no es percibida. (Diccionario Grand Robert - Edición Electrónica)].
5 [Referencia implícita al libro de Daniel Lagache, « LUnité de la psychologie » (1947) PUF, París (hay versión castellana : « La unidad de la psicología », Ed.Paidós, Buenos Aires, 1986)].
6 [donné le crayon. Debemos el esclarecimiento de este párrafo a una sugerencia de Jorge Baños Orellana].
7 [Luiz de Camöens, poeta portugués (1524(?) 1580). Probablemente Lacan se refiera a Os Lusíadas, su obra más importante en la que narra el viaje de descubrimiento del camino marítimo a la India por Vasco de Gama].
8 [Lagache, con ocasión de presentar el « Informe », había dicho : « Empezaré primero precisando, comentando lo que dice el autor del género literario en el cual se expresó ; no es ciertamente un « informe » según las normas habituales ; me siento algo frustrado en mis viejas costumbres universitarias ; no encuentro corte metódico, ni reseña histórica, ni bibliografía, ni todas esas facilitaciones objetivantes que son tan agradables. ¿Diremos que es un ensayo ? Diremos con el autor que es un « discurso » y que termina con el diálogo de Prajapâti con los devas, los asuras y los hombres » (extraído de Elisabeth Roudinesco, « La batalla de cien años Historia del psicoanálisis en Francia (1925-1985) », 1986, Editorial Fundamentos, Madrid, España (1993). Página 261 a su vez, extraído de « Actes du Congrès du Rome », publicadas en « La Psychanalyse 1 » PUF, París, 1956, página 213).].
9 [lieu].
10 [place].
11 [Se refiere a Ralph Hartley, quien en 1928 planteó una expresión matemática para medir "cantidad de información" a partir de logaritmos de base diez. Dicha expresión fue conocida como « unidades Hartley » ].
12 [létant].
13 [Según el Grand Robert, edición electrónica, la etimología se remite a lat. physica «connaissance de la nature», du grec phusikê].
14 ["nous autres psychanalystes". Se trata de una expresión que marca una distinción fuerte, empleada con un término en oposición].
15 ["mot"].
16 ["parole"].
17 [Leenhardt, Maurice. "Do kamo. La personne et le mythe dans le monde mélanésien". (1947). Ed.Gallimard, Paris. (Hay versión castellana: "Do kamo. La persona y el mito en el mundo melanesio" (1997). Ed.Paidós, Barcelona)].
18 ["les interdits s´opposent aux besoins sans necessité naturelle". En esta frase "besoins" remite a necesidades de tipo biológicas, mientras que "necessité" sugiere que la necesidad es de tipo lógico. Nótese el oxímoron en "necesidad <lógica> natural"].
19 [transsubjective. Neologismo de Lacan (fuente : M.Bénabou, L. Cornaz, D. De Liège, Y. Pélissier «789 néologismes de Jacques Lacan », EPEL, París, 2002 pág. 92). Dejamos constancia que tanto en las actas del Congreso como en los « Autres écrits » el término figura escrito con doble « s », mientras que en el libro citado figura con una sola].
20 [hommage lige]
21 [Cf. nota XIX].
22 [désubjective. Traducimos mediante un neologismo de nuestra factura esta forma conjugada del verbo «désubjectiviser » de uso extraño y poco frecuente en francés e inexistente en español, que significa: « hacer salir a alguien de su subjetividad, hacerlo acceder a la objetividad. » (Diccionario Grand Robert, edición electrónica)].
23 [Para contextuar estas palabras de Lacan, conviene reproducir el modo en que Françoise Dolto había introducido su intervención el día anterior, ocasión en la que se presentó diciendo : « Pienso que aquí hago de dragoncito que viene a traer lo que puede al encuentro de lo que nos ha dado el dragón grande Lacan, en compañía del otro dragón grande Lagache » (extraído de Elisabeth Roudinesco, « La batalla de cien años Historia del psicoanálisis en Francia (1925-1985) », 1986, Editorial Fundamentos, Madrid, España (1993). Página 262 a su vez, extraído de « Actes du Congrès du Rome », publicadas en « La Psychanalyse 1 » PUF, París, 1956, página 220).].
24 [Durante su intervención, Didier Anzieu había interrogado los fundamentos históricos del psicoanálisis lacaniano incluyendo su pasado surrealista. Entre otras cuestiones, haciendo referencia a las corrientes que hacen hincapié en el poder de la palabra fenomenología y existencialismo- le señaló a Lacan la existencia de otra corriente, aparentemente ausente en su discurso : « Esta corriente se revela muy poco en la exposición del ponente, pero quizás se halla más o menos inconscientemente en el origen de los temas que nos propone ; en este esfuerzo por hacer del lenguaje el centro de un sistema que de cuenta del campo de la experiencia psicoanalítica, tal vez subsisten algunos restos de misteriosa adoración ante este poder sorprendente cantado por los poetas y que el surrealismo ha sido el último en renovar ». (extraído de Elisabeth Roudinesco, « La batalla de cien años Historia del psicoanálisis en Francia (1925-1985) », 1986, Editorial Fundamentos, Madrid, España (1993). Página 263 a su vez, extraído de « Actes du Congrès du Rome », publicadas en « La Psychanalyse 1 » PUF, París, 1956, página 229).].
25 [Tal como está en el original, se trata de la onomatopeya que la lengua francesa utiliza para connotar un disparo realizado con arma de fuego. En español, sería algo así como « ¡pum, pum ! »].
26 [Lacan utiliza aquí, como otras tantas veces a lo largo de sus intervenciones, el vocabulario de la puesta escénica en el teatro. Cf. a modo de ejemplo « La psychanalyse vraie, et la fausse » en Autres Écrits, Seuil, 2001, pag. 167].
27 [déchosifiés. El verbo como tal no existe en francés. Resulta de la composición del prefijo « de » que significa alejamiento, separación, privación y negación ; y el verbo « chosifier » que significa, en didáctica y filosofía, « transformar en algo semejante a una cosa » [Dictionaire Grand Robert Ed.Electrónica]. Traducimos con un neologismo de nuestra factura. El verbo « descosificar » no existe en español].
28 [La carta de Juliette Favez-Boutonier quien no pudo concurrir al Congreso- había sido leída por Lagache el día anterior].
29 [Neologismo de Lacan (fuente : M.Bénabou, L. Cornaz, D. De Liège, Y. Pélissier «789 néologismes de Jacques Lacan », EPEL, París, 2002, páginas 62, 115 y 161)].
30 [« ¡Parole ! ». Expresión francesa que se utiliza en el juego para ceder el turno a otro jugador salteando el turno propio equivalente a nuestro « ¡Paso ! ». El juego de palabras es imperceptible en español].
31 [Lacan juega con la homofonía entre « jacta » (que forma parte de la frase de Julio César) y « jacté » (que según un uso antiguo significa « hablar »)].
32 [Se trata del organizador de la XVI Conferencia de Psicoanalistas de lenguas Romances , quien abrió la sesión del 27 de septiembre].