Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
Indicaciones a seguir en el
tratamiento moral de la locura
(1° parte)
François Leuret

Memoria leída en la Academia Real de Medicina, 2 de diciembre de 1845
Traducción de Diego Luis Cordón

 

En todo descubrimiento suele participar, generalmente, más de una persona,
y no siempre el éxito acompaña a quien realmente debiera.
Así, América no ha recibido su nombre de Colón, su verdadero descubridor.
Además, si a eso fuéramos, habríamos de hacer constar que
antes que Breuer y Janet formuló ya el gran psiquiatra
Leuret
la opinión de que si supiéramos traducir los delirios de los alienados,
encontraríamos que poseían un sentido

Sigmund Freud,
Lección XVII de las "Conferencias introductorias al psicoanálisis",
"El sentido de los síntomas".

Veritas est, et praevalebit

Al Señor Conde
Hervé de Kergorlay,
Miembro del Consejo General de los hospitales y hospicios civiles de París

Homenaje de reconocimiento

Por su activa solicitud hacia los alienados de Bicêtre puestos bajo su protección y por el apoyo benevolente que da a todas las medidas propias para hacer fácil y eficaz, en este hospicio, el tratamiento moral de la locura

Leuret

París, 1º de enero 1846.

 

En el tratamiento moral e la locura

Se entiende bajo la denominación de locura o alienación mental numerosos estados fuertemente diferentes unos de otros, y que importa distinguir bien para tratarlos convenientemente. Aquellos que confundirían estos estados enfermos y quienes pretenderían proponerles una medicación uniforme, probarían solamente una cosa, y es que no los habrían estudiado.

Hemos por tanto ensayado en estos últimos tiempos, no hacer de ella una sola y única enfermedad; era una novedad desafortunada y que nos habría sido referida desde los tiempos hipocráticos. Pero aquellos que han tenido esta pretensión sabían, estoy seguro de eso, mejor que lo que decían, y, en la práctica, se guardaban de aplicar su doctrina. Para mí, lejos de admitir que uno ha hecho un gran número de divisiones, encuentro que uno es, por el contrario, demasiado restringido; es necesario dividir aún, y detenerse solamente cuando uno habrá determinado los géneros de locura que pueden servir de guía en el tratamiento de esta enfermedad.

Decir, por ejemplo, que para combatir la monomanía uno emplea con éxito los purgantes, las emisiones sanguíneas, las vesicatorias, los baños, las duchas, el aislamiento, el trabajo, los viajes, etc., es decir una verdad, pero una verdad infértil, porque uno no indica ahí su aplicación. Esquirol ha hecho bien en salirse de las generalidades en las cuales uno se había quedado hasta él, y el recuerdo de los servicios que, bajo su tutela, como muchos otros, él ha rendido a la ciencia, debe ser preciosamente conservado.

La confusión de todos los géneros de alienación en una sola enfermedad ha sido causa de la mayor parte de las discusiones que han tenido lugar recientemente en materia del tratamiento psíquico y del tratamiento moral de la locura. Numerosos médicos se han preguntado seriamente si uno de estos tipos de tratamiento ameritaban tener preferencia sobre los otros. ¿Qué responder a esta pregunta? Una sola cosa: uno no puede responder eso. En efecto, uno se preguntaría si ¿en las afecciones del pecho los antiflogísticos deben ser preferidos a los derivativos? Cada hombre instruido en medicina no haría una pregunta semejante; y si un ignorante se preguntase, uno podría decirle: hay enfermedades de pecho que son curadas por los antiflogísticos y hay otras que son curadas por los derivativos; uno encuentra que son curadas por estos dos tipos de medicación, pero a condición de que, para emplearlas, uno tendría que tener en cuenta la naturaleza, la intensidad y la duración de los síntomas. Las enfermedades de pecho, consideradas en general, no requieren exclusivamente ni los derivativos, ni los antiflogísticos, pero cada una de estas enfermedades tiene necesidad de ser bien distinguida de todas las otras y de ser tratada por los medios en el cual el razonamiento y la experiencia han demostrado eficacia.

Así en las afecciones mentales; pues el conocimiento de las indicaciones es la sola base de una buena terapéutica; y entonces, en las afecciones mentales, hay entre los síntomas una diferencia esencial que no existe en las enfermedades ordinarias. Aquí todos los síntomas pertenecen al orden físico, allá, algunos otros pertenecen al orden físico y otros al orden moral, y algunas veces estos del orden moral son los únicos en los que uno puede constatar la existencia.

Lo que importa ante todo en los tratamientos de las enfermedades, es por lo tanto el conocimiento de las indicaciones a seguir, y, para adquirir este conocimiento, es necesario observar los síntomas, discernirlos los unos de los otros, clasificarlos, hacer grupos reunidos por sus analogías y separados por sus diferencias. Es necesario además, si se trata de la locura, distinguir los síntomas que caen bajo los sentidos, de aquellos que son accesibles solamente en el pensamiento, y hacerse relatar cuáles han sido primero, cuáles han seguido, en fin, si se puede, establecer la filiación. Lejos de este camino uno está sin guía, uno marcha inciertamente en los medios, diría lo mismo del objetivo. En esta vía muchas cosas se operan sin esfuerzo; otras aunque difíciles tienen un buen fin; otras, en fin, que nos resisten, nos dejan al menos la convicción de que si nosotros habíamos cedido, es ante lo imposible.

Dos ejemplos por los cuales comenzaría la serie de observaciones contenidas en esta Memoria me servirán para demostrar la importancia que es necesaria colocar en la búsqueda de las indicaciones, y hacernos ver cómo las enfermedades, en apariencia análogas, han debido sin embargo, ser tratadas por medios diferentes.

En los dos casos se trata de madres de familia llevadas al suicidio; las dos tenían ideas falsas, concepciones delirantes, un profundo desespero. Los síntomas físicos existían en cada una de ellas, pero el punto de partida era diferente: en un caso, habían precedido y ocasionado disturbios de la razón; en el otro, una disposición viciosa del espíritu, un muy grande abandono de la voluntad, una condescendencia habitual a múltiples caprichos, habían ocasionado la aberración mental, y los síntomas físicos no eran sino la consecuencia de esta aberración. El tratamiento curativo ha consistido, en la primera enferma, en el empleo de medios físicos; en la segunda los medios morales han sido los verdaderos agentes de la curación.

Primera observación.- Lipomanía; causa de naturaleza reumática; curación operada por la ayuda de medios físicos.

La señora Elise tiene cincuenta y cuatro años, viuda, madre de dos niños a quienes ama mucho; ella no tiene alienados en su familia y siempre gozó de buena salud. Su vida ha estado ocupada, pero sin fatiga. La señora Elisa ha tenido un gran pesar, aquel que le ha causado la pérdida de su marido. Ella tuvo algunas contrariedades resultantes de numerosos procesos que le han sucedido; pero ha soportado todo esto sin que su razón fuese de ninguna manera aquejada. Hacia el fin del mes de mayo de 1845 ella fue asaltada súbitamente por las ideas más siniestras. Se encuentra horriblemente desdichada, sin poder explicarse a sí misma la causa de su tristeza. Pierde el sueño y desespera por volver a encontrar su bienestar anterior, ella hizo tentativas de suicidio. Habiendo emprendido un viaje que le habían aconsejado con la intención de distraerla, fue totalmente obsesionada por la idea de darse muerte; tanto así que acudió a París a refugiarse a una casa de salud.

M. Récamier, M. Foville y yo vimos a la enferma, y después de haberla examinado bien, después de haber escuchado el relato de sus males, después de habernos asegurado que todas sus funciones, salvo el sueño, estaban bien, ensayamos calmarle, inspirarle confianza en el porvenir, y prescribimos baños, distracciones, trabajo y una vigilancia continuada. Mientras que su imaginación se lo permite, ella se presta a todo. Le habíamos dicho que preferíamos para ella trabajos de aguja, esos que se hacen en el interior de un apartamento, trabajos de jardinería; ella se entrega, y siempre mascullando palabras siempre penosas y algunas veces siniestras, se la veía trabajar con una constancia verdaderamente meritoria.

Sus nuevas ocupaciones, los baños, la presencia de extraños, delante los cuales un alienado se observa a sí mismo siempre un poco, cuando su enfermedad no le ha quitado el sentimiento de reconocimiento, la confianza que ella tenía en nosotros, le dieron de hecho a Madame Elise un poco de calma y también un poco de sueño; pero esa calma fue incompleta y de corta duración. Durante algún tiempo en nuestras entrevistas con la enferma, no obtuvimos de ella sino contínuas repeticiones inútiles sobre su estado actual, sobre su desepero, sobre la muerte siniestra que la esperaba; y si nos retrotraemos a su informe de su vida anterior, a las causas de su enfermedad, ella no nos aportaba nada de lo cual pudiésemos aprovecharnos. Lo que había sufrido anteriormente era poco en comparación con lo que sufría ahora, de lo que ella no quería hablar. Sin embargo, a fuerza de interrogarla, de exigencias para tener respuestas precisas, llegué a saber que su habitación ordinaria estaba húmeda; que ella se había resentido, de diferentes dolores en los miembros; que el mismo día de la invasión de su enfermedad estos dolores habían desaparecido súbitamente de sus miembros, para colocarse en la cima de su cabeza, donde sentía, decía ella, formarse todas sus malas ideas.

Una confesión similar, arrancada de alguna manera a Madame Elise, debió ser y devino, para nosotros, la más preciosa de las indicaciones. Un reumatismo estaba ahí; fijado a la parte superior de la cabeza, y le ocasionaba un dolor permanente, y este dolor había estado seguido por un violento desespero y de una tendencia al suicidio. ¿Por qué sucesión de causas y efectos este resultado había sido producido? El vino emborracha, el aguardiente (l'eau de-vie) vuelve estúpidos a los furiosos; el stramonium, la belladona, el hachisch dan alucinaciones; una irritación del cerebro o de sus envolturas conllevan el delirio. ¿Cómo se hace eso? ¿Cómo la introducción en la economía de tal o cual sustancia, cómo una modificación en la manera de ser de órganos materiales pueden turbar eso que hay de más inmaterial: el sentimiento y el pensamiento? Algunos sabios dicen: yo, lo ignoro; lo que sé, es que el hecho existe, y, en la práctica, no me importa mucho.

Ya que la causa del delirio era un reumatismo, era conveniente administrar los medicamentos propios para combatir las afecciones reumáticas. Hemos recurrido a los baños de vapor aromático, y, tranquilizados por los éxitos obtenidos en circunstancias análogas, no nos atemorizamos de exponer a la acción del baño toda la parte craneal de la cabeza; pero no obtuvimos, con la ayuda de este medio, sino un alivio poco marcado. Entonces nosotros privilegiamos el aplicar sobre el punto doloroso un pequeño vesicatorio (vesicatoire), y, cuando la ampolla se formó, colocamos bajo la epidermis 5 centigramos de extracto acuosos de opio. Esa misma noche, la enferma fue aliviada y durmió; al día siguiente, tenía esperanza, y su figura perdió la expresión de angustia que le era habitual. El opio fue continuado; cuatro vesicatorios aplicados sucesivamente en diferentes lugares de la cima de su cabeza fueron necesarios para complementar esta medicación, que, en menos de tres semanas, había hecho desaparecer el dolor y a la vez las ideas de suicidio.

Tres semanas más de tratamiento físico fueron suficientes, y Madame Elise estaba en condiciones de volver a su casa; pocos días después de su salida, había reencontrado la calma y el bienestar, tan cruelmente interrumpidos durante la duración de su reumatismo cerebral.

¿Por qué no habíamos empleado desde un comienzo el remedio tan simple, tan bien indicado y que nos ha satisfecho completamente? Es que no sabíamos de antemano la verdadera causa de la enfermedad. Nadie sabía en qué circunstancias el delirio se había desarrollado; hasta la misma Madame Elise, habiendo sido tan grande la violencia de su perturbación intelectual, parecía haberla olvidado completamente. Inagotable al hablarnos de sus penas, de su desespero, perseverante en preguntarnos por un remedio rápido para sus males actuales, veía superfluo comentarnos acerca de los dolores, para ella insignificantes, que había sufrido anteriormente. Ahí estaba sin embargo el punto capital. Que un reumatismo se fije sobre los músculos, hará sufrir y problematiza los movimientos; si está en las membranas del tubo digestivo, causará cólicos, vómitos y otros síntomas análogos dependiendo de su asiento; si se coloca en el corazón, matará; si se coloca en las partes envolventes del cerebro, producirá el delirio, y a menos que sea demasiado agudo en el reumatismo, este delirio será sin fiebre; tomará, siendo que sea parcial o general, el carácter de la monomanía o de la manía.

Es necesario entonces, en medicina mental, hacer distinciones; es necesario entonces analizar, dividir; es por allí que es solamente posible llegar a un buen diagnóstico y establecer un modo racional de tratamiento.

Describiremos ahora un estado que, a primera vista, era análogo con el de Madame Elise, pero que, seguido de un atento examen, presentó otras indicaciones.

2ª OBSERVACIÓN.- Lipomanía; tentativas de suicidio; predisposición natural a las enfermedades nerviosas; causas eficientes puramente morales; tratamiento moral; curación.

En el mes de julio de 1841, una dama fue traída de la provincia a París por su esposo, quien me da sobre ella los siguientes informes. La madre de esta dama, murió apoplética; tuvo un hermano con epilepsia sobrevenida por accesos venéreos y el abuso de mercurio; una de sus hermanas que tiene una devoción a un grado extremo, es rara (bizarre) y se ocupa incesantemente de minucias.

En su juventud, la enferma ha tenido ideas singulares y caprichos que no han tenido cuidado en corregir. A la edad de 18 años, por ejemplo, habituada a tener siempre a su lado una empleada doméstica, o una gobernanta, o a alguno de su familia, no podía estar sola sin que las penas quiméricas viniesen a asaltarla. Un día, sumergido en un estanque situado cerca de la casa en la que vivía, vio un perro rabioso; salió de allí impresionada muy vivamente y se volvió temblorosa ante la imagen de un perro, y rechaza desde hace tiempos pasar cerca del estanque donde el perro rabioso había sido arrojado. Otras tantas ideas análogas vienen sucesivamente a atormentarla hasta la época de su matrimonio. Entonces, y dado que amaba mucho a su marido, tiene una gran tranquilidad de espíritu con el fin de no atormentarlo por el relato de sus penas, que sabía que no tenían mucho fundamento, pero subsistía el yugo. Así por un accidente ordinario, común, se hizo una mancha de aceite en el vestido; ella se preocupa por esta mancha y se atormenta, tomándole horror al aceite y, bajo pretexto de limpieza, suprime las lámparas en su casa, y donde lo único que ardía era la luz de la vela. La ensalada y todas las comidas con aceite fueron proscritas en la mesa, pero con las consideraciones, con las razones locuaces que podrían ser admitidas.

Después del temor de estar sola, después de aquél con los perros, con el aceite, sobrevinieron otros temores nuevos, que desplazaron a los anteriores. A pesar de esto, Madame Louise (es el nombre que daré a esta dama) dirigía su casa, vigilaba a numeroso personal doméstico, criaba a sus niños (ella había tenido ocho), y hacía perfectamente los honores de dueña de casa. Ella no estaba todavía enferma, estaba en el punto de enfermarse.

A la edad de cuarenta años, después de haber sido hasta ahí religiosa, pero solamente religiosa, se vuelca a la superstición; impulsa las ideas de religión como antes había impulsado otras ideas dominantes, hasta la exageración, hasta el absurdo. Había comulgado, y esa comunión hecha, creía ella, en estado de pecado mortal, la condenaba sin remisión: al punto de desesperar, confesiones y novenas hechas inútilmente, abandono completo de los cuidados de la casa, del cuidado de su persona, en una palabra delirio verdadero, encadenamiento de voluntad. Hasta ahí Madame Louise había quedado en parte lúcida sobre sus ideas delirantes que no admitía sino con restricción, y a las cuales cedía, es verdad, alguna parte de su libertad moral, pero quedando bastante dueña de sí misma para no dejarse descubrir siquiera por su marido. Desde el momento en que la idea de haber profanado una hostia se había apoderado de ella, había tenido una perturbación profunda en las facultades del espíritu, un violento desespero, unas tentativas de suicidio, en una palabra la locura, tan largamente amenazante, estaba declarada.

Confiada a mis cuidados, la examiné. Su salud física estaba gravemente alterada y su delirio había hecho espantosos progresos; estaba abatida, pálida, delgada, demacrada; su aliento era fétido, su lengua seca, su pulso frecuente y débil; su piel, ordinariamente fría, se calentaba algunas veces como si tuviera fiebre. Numerosas partes de su cuerpo, sobre todo los brazos, presentaban numerosas equimosis, y le era suficiente una ligera presión para producir nuevas equimosis. El delirio era incesante, era el principio de todas las acciones, trababa todas las funciones sometidas al imperio de la voluntad: la enferma veía por todas partes hostias o profanaciones de hostias. Todo lo que tenía una forma circular, todo lo que era blanco, aún sin tener forma redonda, era una hostia o una porción de hostia. En las sopas, en las salsas hay grasa fundida y tomando formas circulares: estas son hostias, en el pan hay agujeros igualmente circulares: éstas aún son hostias; en la superficie de las bebidas hay burbujas de gas: siempre hostias. No es necesario entonces ni beber ni comer sin temor al sacrilegio.

En el moco nasal, en la saliva, en la orina, en las materias fecales, aún en las burbujas, y por consiguiente formas circulares: uno entonces no debe emitir nada, pues uno emitiría hostias. Nada de bolsillos, porque allí caerían las hostias; nada de cambio de ropa, pues en los pliegues las hostias podrían estar ocultas; nada de cartas cerradas con lacre, nada de paseos, porque, caminando, encontraría trozos de papel, de yeso, objetos blancos que son hostias; jamás sacerdotes en la iglesia, porque tienen las hostias de las cuales uno puede apoderarse: de allí la obligación de apartarse de las iglesias, de estar lejos para no escuchar el sonido de las campanas, que recuerdan las iglesias, que recuerdan las hostias; nada de dormir, a menos que uno no sucumba, pues durmiendo uno puede levantarse sonámbulo e ir a abrir el tabernáculo; al levantarse, pavor extremo de encontrar apresadas hostias que podrían estar en las manos, en la cama; en fin la noche, el día, por todas partes hostias. La vida se había vuelto, para Madame Louise y para aquellos de su entorno, un suplicio horroroso.

No es de golpe que ella había caído en este exceso de delirio, fue por grados: ella se ocultaba al principio; pero sucesivamente su marido, su familia, sus allegados, habían sido testigos de sus pavores; habían terminado por saber el motivo. Para tranquilizarla, para desengañarla, se habían empleado todos los medios que sugieren la más viva amistad, la devoción más absoluta: se había recurrido a cualquier cosa, pero fue poco. Después de unas horas, de unos días de instancias y de ruegos, se le había hecho tomar una taza de caldo bien desgrasado, un poco de carne y de pan. Cuando, dejados los esfuerzos inauditos, no podía ya retener la materia de sus deyecciones, y la deja escapar, pero con disculpas indecibles. A fuerza de súplicas, pudo ser llevada al baño, a cambiarla y a descambiarla, pero siempre con una lentitud infinita, precauciones multiplicadas, y con la seguridad dada mil veces de que eso no estaba mal hecho, y de que no había ningún riesgo de profanación.

Y por sobre todo eso, un profundo disgusto de la vida y las tentativas reiteradas de suicidio!

¿Qué hacer?

Si no había tenido más que delirio, si la salud física no hubiera sido deplorable, nada de hesitación. Sería necesario romper con los hábitos anteriores, alejar a todas las personas que, habían tan infructuosamente tratado de consolarla; dirigir todo, régimen, remedios, distracciones, suscitar pasiones, ideas medicinales, con el riesgo de contrariar y de irritar a la enferma. Una cólera sobrevenida a propósito, y respondiendo a una verdadera provocación, es, cien veces menos penosa de soportar como no lo son las penas quiméricas y las ideas locas; es, de lejos, una pasión normal capaz de volver a dar a la voluntad su imperio. Pero, irritar a una mujer casada, alternativamente amable y excitada por la fiebre, ¿debía yo intentarlo? ¿La muerte no podía ser el resultado de una impresión demasiado viva? Y dado que el peligro era grande, ¿no era menos desgraciado dejarla morir que exponerse a precipitar su fin? Yo esperé. Junto a mis exhortaciones estaban las del marido. Dije a la enferma todo lo que imaginaba con el propósito de persuadirla; usando las ventajas que me daba estar cerca de ella en mi carácter de médico, y de médico que había venido de muy lejos a París, mis palabras no fueron sin algunas consecuencias benéficas. Recomendé la alimentación, baños cada día, charlas, paseos a pie o en coche, espectáculos; sobre todo una vigilancia extrema y, si se podía, un redoblamiento de paciencia y de amistad.

Los días siguientes, revisé a la enferma; tan pronto la encontraba un poco mejor, tan pronto mal: lo que habíamos ganado el día anterior, lo perdíamos al día siguiente. Pronto mi influencia, en un principio débil, devino casi nula; el marido no obtenía más que raras concesiones y para hacer tomar a la enferma un poco de alimento, era necesario atormentarla tanto, que se volvía dudoso de nosotros y de nuestras obsesiones ya que serían más dañinas pues la comida ingerida en esas condiciones, no le haría bien. El mal empeoraba: pero viendo todos los días a Madame Louise, aprendiendo a conocerla bien, juzgando que a pesar de su extrema delgadez le quedaban fuerzas todavía, habiendo tenido la ocasión de darme cuenta que delante de mí no se libraba a otras extravagancias tanto como delante de su marido, yo esperé.

La indicación era fácil de tomar. No había ahí, como en el caso precedente, una enfermedad anterior, causa de la locura; nada de dolor traído a continuación de las ideas tristes y el desespero. La causa y la naturaleza de la enfermedad eran exclusivamente de orden moral; era necesario entonces tratarla por los medios morales, e importaba no perder mucho más tiempo, pues la economía iba empobreciéndose, y cada día de retardo era un paso hacia la tumba.

Mi resolución tomada y concertada con el marido: comencé el tratamiento. Una mañana entré en la casa de la enferma, acompañado por uno de mis alumnos más distinguidos, M. el doctor Perrot, y de una camarera elegida por mí de las más capaces de aquellas que tenía a mi disposición.

La enferma parecía atónita al verme así escoltado; pero cuando le anuncié que M. Perrot permanecería cerca de ella para supervisar la ejecución de mis consejos, que hasta ese momento habían sido incompletamente seguidos; que la camarera estaba dispuesta a su servicio y que tenía la orden de no dejarla un solo instante; cuando sobre todo ella entendió que expulsaría a su marido, y que su marido estaba dispuesto a obedecerme, se sorprendió, asustada, presa de crisis, testimonia un violento desespero.

La separación se produjo, no sin una viva resistencia por parte de la enferma. Quedó sola en presencia de nosotros tres a quienes ella veía reunidos con un mismo propósito, e hizo, después de algunos instantes de exasperación, aquello que hacen casi siempre todos los enfermos, aquello que hacen todas las personas razonables en casos similares, ella se calma un poco, y nos busca para que enternezcamos nuestra posición. Yo había devenido el árbitro de su suerte, venía de mostrarme severo, me debía conmover para obtener de mí el retorno de su marido. Ella comía, bebía, en fin, hacía todo lo que yo quería, pero en la medida de sus fuerzas, y apelando para que su marido estuviese con ella; sin esto, ella no escucharía nada, y se dejaría morir.

Dicho esto, me retiré, dejando a M. Perrot el cuidado de dirigir a la enferma.

Era la hora de desayunar y el desayuno se sirvió. La enferma, quedándose frente a M. Perrot, abre su servilleta con suficiente mala gracia; entonces mirando su plato y habiendo encontrado una pelusilla, pide otro. M. Perrot se rehusa y arroja en el mismo plato una miga de pan. La enferma monta en cólera, reprocha al médico de quererla atormentar, y le dice formalmente que no comerá más, y se va de la mesa.

Era necesario que ella comiera, porque estaba extenuada; no tenía nada o casi nada comido después de muchos días.

M. Perrot dijo: "Voy a arrojar migas de pan en los platillosos, en los platos y en su vaso, y la haré comer a la fuerza; o bien usted irá a sentarse, quitará el platillo en el que está la miga de pan, y entonces comerá y beberá voluntariamente".

¡Comer a la fuerza y comer las migas de pan que podían ser hostias! Se sentó mil veces mejor en la mesa y desayunó: lo que hizo la enferma, no sin grandes hesitaciones, pero en fin, ella comió, y M. Perrot no le consintió, según su decir, ni una sola vez, que no había hostias en sus alimentos ni en sus bebidas.

Sería demasiado largo entrar aquí en los detalles de todo lo que hemos hecho y dicho a la enferma; lo principal será suficiente para el lector. El primer punto será de la alimentación; nosotros y habiendo puesto nuestros cuidados, hemos terminado por obtener un régimen regular sin jamás condescender al deseo que había siempre y que expresamos frecuentemente sobre Madame Louise de ser tranquilizada sobre la presencia de las hostias. Sus demandas directas eran siempre rechazadas, sus demandas indirectas no eran jamás comprendidas. Ella allí ponía sin embargo, a veces, una gran habilidad. Buena, espiritual y por momentos se volvía nuevamente graciosa, en medio de una charla que ella sabía que nos interesaba, ella nos mostraba un trozo de lanilla, un poco de hilo, un trozo de papel, y con una mirada casi suplicante, pero sin hablar, decía: ¿No es esto una hostia? Nuestro principio era no responder y permanecer inflexibles; pero yo no podría asegurar que ella no tenía entendido por boca nuestra o leído en nuestros ojos la respuesta que ella deseaba. Su pequeño manejo provenía de otra parte, del cual nos regocijábamos; indicaba de la habilidad, de la adecuación, era una artimaña que no debía tomar demasiado seriamente las cosas.

Los primeros días fueron muy arduos para la enferma y para nosotros. Del lado de Madame Louise, resistencia contra todo; de nuestra parte, la firmeza, algunas concesiones y el permiso de cortas entrevistas con el marido. La esperanza de estas entrevistas eran el más poderoso móvil que funcionaba sobre ella. Yo las quería cortas, porque debían estimular los sentimientos afectuosos más que satisfacerlos. Nuestro corazón está hecho así: si el deseo es capaz de operar estos prodigios, si tiene lo que quiere, se sacia.

Dije ya que Madame Louise no se sonaba la nariz, aunque alguna necesidad de ello tuviera. Una mañana en que M. Perrot había tenido éxito, por primera vez, al obligarla a sonarse la nariz, él me hizo parte de su alegría. Yo querría, para completar esta obra, que la enferma misma tomara un pañuelo de la cómoda, que ella lo tomara delante de mí y que lo colocara en su bolsillo pues yo se los había hecho hacer. Abrió su cómoda; pero precisamente sobre los pañuelos se hallaba un pequeño paquete de trozos de lana que ella había escondido para cuando su marido viniera, y se hiciera decir por él que esos trozos de lana no eran hostias. Asustada ante esta vista, ella se rehusa rotundamente a tocar los pañuelos. Insistí, imploré, pero sin tener éxito, durante una hora y media. Entonces no tuve ninguna consideración y, con un tono colérico le ordené que fuera a buscarme una caja de lacres blancos, que yo amenacé tirar por todas partes, sobre el piso, sobre los muebles, sobre la enferma. Aturdida por tan duro golpe, ella tomó un pañuelo, vino sonriente a preguntarme, comenzando, si no contenía nada, a sonarse la nariz levantando su pañuelo de manera de no esconder la boca para que se viera bien que ella no escupía la hostia, y colocó el pañuelo en su bolsillo. Había pasado casi un año sin que similar cuestión le hubiera sucedido.

Para que se sonara como todo el mundo, era necesario aún cuestión de tiempo y de dolor, pero en fin, nosotros llegamos a obligarla. Las otras evacuaciones no se regularizaron de una sola vez, ni por nuestras solas recomendaciones fuimos obligados a recurrir a estratagemas entre las cuales la idea de la caja de lacres panes, juega también su rol.

La preocupación de las hostias había pervertido todas las acciones, cambiado todos los hábitos: para devolver a Madame Louise a su estado normal, fue necesario atacar a todos sus hábitos, a todas sus acciones. Su locura no era más solamente en un principio falsa, ella había penetrado todo y todo estaba viciado. Caminar por la calle, pasar delante de una iglesia, montar en carro, abrir cartas, escribir, entrar donde los comerciantes, trabajar, leer, todo eso parecía imposible: todo ello era hecho con la ayuda de una voluntad cerrada de nuestra parte. El deseo de las visitas del marido, y el temor a los lacres, fueron poderosos auxiliares.

Sin embargo la enferma encontraba aún, haciendo un progreso hacia la recuperación, un medio suficiente para contener su delirio. Ella se paseaba, trataba, obedecía, pero ella nunca estaba sola, alguien la vigilaba siempre, y por consiguiente se la veía siempre. O si se la veía, estábamos seguros que no se iría, que no profanaría hostias, y era para ella un gran motivo de seguridad. Era necesario despegarla de ese motivo de seguridad pues no estaba dentro del orden de lo razonable. ¿Cómo hacer? ¿Dejar que pasee sola? Ella no lo quería, y no había medios para forzarla. ¿Dejarla en la mitad del camino? Esta decisión sería demasiado peligrosa; la enferma se precipitaría bajo una rueda o se arrojaría al río. Importaba sin embargo despegarla del apoyo que servía de alimento a su delirio. M. Perrot se dio cuenta de una cosa demasiado simple e ingeniosa: cerrar los ojos. Cuando se paseaba, Madame Louise deliraba ya sea con palabras o con acciones, M. Perrot le quitaba el brazo y cerraba los ojos. Este remedio actuaba siempre, el efecto jamás fue el equivocado. Lo que había aún de importante de obtener, fue obtenido, ya sea cerrando los ojos o amenazando cerrarlos. Entrar en una iglesia, asistir a misa y poder permanecer allí, sin tener tormentos ni remordimientos; escribir cartas, lacrarlas con lacre blanco, operaba bajo la influencia imaginada por M. Perrot.

Todo parecía ir bien; de pronto el espíritu parecía completamente libre; Madame Louise volvía paulatinamente a su vida ordinaria; veía seguido a su marido, escribía a su familia, y no dudaba más de la posibilidad de volver a su casa, cuando, sin motivo conocido y por dos veces, en épocas muy próximas, renueva las tentativas de suicidio que había hecho antes de que yo la conociera. Un día le da a su camarera una comisión quien tuvo la mala idea de cumplirla. Quedó sola; la enferma corrió velozmente hacia una vía férrea que no estaba demasiado lejos de la casa en la que se encontraba, y como había elegido la hora del paso de un tren, iba a arrojarse bajo las ruedas del mismo, si alguien no la hubiera detenido. Otro día, a pesar de un redoblamiento de la vigilancia, la sorprendieron en el momento de estrangularse con los cordones de su gorro de noche.

Estos dos accidentes, que vinieron de improviso a interrumpir la convalecencia, no hicieron más que retardarla y, hacia fines de diciembre de 1841, es decir un poco menos de seis meses de haber comenzado el tratamiento, Madame Louise estaba perfectamente razonable.

El estado físico ha cesado de darnos inquietudes que datan del momento en que la enferma ha consentido en tomar alimentos: el cuerpo se había empobrecido, el estómago lo había soportado; fue suficiente una buena alimentación para detener todo peligro como así también otros accidentes serios. Un solo fenómeno ha persistido hasta después de haber recobrado la razón: es la disposición a las equimosis que se producían bajo la influencia de la menor presión. De resto, las encías estaban sanas y no había más apariencias de una dolencia escorbútica. Madame Louise volvió a su casa y no ha cesado de estar razonable; alguna idea análoga a aquellas que caracterizaban su enfermedad, o que parecían predisponerla, no ha dominado su espíritu como la que había tenido lugar durante largos años. Fue golpeada en lo que era más caro para ella; algunas personas de su familia han estado gravemente enfermas. Perdió a su hijo mayor y sin embargo no ha sentido, luego de sus desdichas, ningún problema del espíritu. Poco tiempo después de haberme retirado, su razón era tan sólida que creímos poder hacerla comulgar. Si se me lo hubiera consultado, hubiera dicho que esperáramos un poco, pero como no lo hicieron, no hubo tiempo de arrepentirse de esa decisión.

Así, a pesar de una predisposición natural a las enfermedades nerviosas, predisposición que uno es habitualmente tentado de tomar como un presagio de incurabilidad; a pesar de un muy largo abandono de su libertad moral, Madame Louise ha sanado, y desde hace cuatro años su espíritu es constantemente sostenido en un estado tal que las personas que la han conocido anteriormente, la miran como estando en el mejor estado que ella ha estado jamás.

Esta opinión, emitida por personas que han visto a Madame Louise antes y después de su tratamiento, amerita ser notado. Se preguntará cómo puede hacerse que después de una enfermedad mental, el espíritu se encuentre reafirmado y mejor como no lo estaba en el estado de salud habitual; se admitirá pronto que lo contrario debió haber tenido lugar. Es necesario aquí hacer una distinción. Si había tenido delirio agudo, manía, furor, se sorprendería uno con razón que después del tratamiento casi exclusivamente físico empleado contra estas enfermedades, el espíritu hizo algunos progresos; pero, después de una enfermedad mental, puramente mental, y en la cual el tratamiento ha sido una suerte de educación, no puede, no debe ser así cuando la curación ha sido completa, y cuando, después la curación, la higiene ha sido buena y dirigida durante bastante tiempo. La educación, es el alimento del espíritu; buena, hace los espíritus sanos, negligente o mala, hace los espíritus enfermos. Bien entendido que la educación debe ser apropiada a la disposición natural, al carácter; sin ello no sería jamás buena y, si el carácter es débil, si las disposiciones naturales no son afortunadas, la educación dada durante los primeros años, no es suficiente, es necesario continuarla modificándola siguiendo la necesidad. Por otra parte, las excentricidades, las rarezas (bizarreries) van creciendo y se exageran hasta la locura. Uno concibe entonces cuál será el oficio del médico: rehacer la educación. Por este medio, el espíritu del enfermo se fortifica y se vuelve capaz de luchar con ventajas, contra las tendencias a las que anteriormente había sucumbido.

Numerosos alienados, durante su convalecencia, estaban sorprendidos al escucharme imputarles sus defectos que no les eran conocidos, y preguntaban cómo se hacía para que nadie hasta entonces se los hubiera señalado; entonces, reflexionando sobre eso, comprendían que nadie había tenido la misión de advertirlos sobre ello. Entonces se habrían cuidado; por otra parte hubiesen encontrado bastante mal que alguien los hubiese advertido y reconocían, no sin sorpresa, que su estado de enfermedad, dándoles sobre ellos - los enfermos - al médico los derechos de un tutor o de un padre, habrían procurado la doble ventaja de sanar y de haberse vuelto capaces de rechazar para un futuro, las posibilidades de una recaída. Conozco y veo en el mundo numerosas personas que, después de una educación semejante, son ahora superiores a lo que ellos eran antes de su enfermedad.

Un progreso en el estado mental habitual puede también producirse después del tratamiento físico, pero no como consecuencia directa de este tipo de tratamiento: vi un caso donde es necesario que diga aquí algunas palabras.

Un joven campesino cuya infancia había estado dedicada al cuidado de ovejas, vino a la ciudad para aprender un oficio. Era torpe y no alcanzaba sino difícilmente a hacer sino lo que alguien le decía. Alimentado más abundantemente que hasta lo que lo había sido hasta entonces, engordó y pareció entonces volverse más torpe aún. Fue obligado a volver a la casa de sus padres, porque no mostraba ninguna aptitud para aquel oficio que se le destinaba. Me ruegan que lo vea. Lo encontré teniendo la cara roja, los ojos inyectados y la piel estirada. Su estado mental no era de letargo, pero se le aproximaba, y el pobre muchacho no parecía ser capaz de conducir su rebaño. Lo sangré largamente. Esta depleción, junto con un régimen poco sustancial que había retomado, disipó todo síntoma enfermizo. Sanó. Pero bien pronto no solamente estuvo en condiciones de conducir su rebaño, sino que tomó fuerzas, de la vida, se muestra activo, inteligente, travieso, y más de una vez su padre y su madre descontentos por malos hábitos que había tenido con otros jóvenes de su pueblo, lo han amenazado seriamente con llevarlo donde mí, para quitarle todo el espíritu que yo le había dado.

¿Es necesario atribuirle a la sangría este feliz resultado? No. La sangría ha desatascado el cerebro, condujo al enfermo a su estado normal; pero como el estado normal de un muchacho es el de desenvolverse, hacer progresos, los progresos observados aquí son debidos únicamente a la naturaleza. La sangría los ha vuelto posibles, no los produjo.

La parte así hecha, en las observaciones precedentes, al tratamiento físico y al tratamiento moral, veremos un caso donde estos dos medios de curación han debido ser empleados para llegar a un mismo objetivo. Elegí este caso entre muchos otros porque, además la doble indicación terapéutica por la cual ofrece un ejemplo, muestra que el razonamiento, el cálculo, no son incompatibles con la manía furiosa.

3ª OBSERVACIÓN.- Temperamento nervioso, miseria, pesar; manía aguda con conservación de una gran lucidez de espíritu; tratamiento mixto; curación.

Hace algunos años, fui encargado por la autoridad administrativa, de librar un certificado constatando el estado mental de un joven hombre que había sido enviado a un establecimiento de alienados. Lo vi el mismo día, al día siguiente y en los días posteriores, no descontinué mis observaciones sobre él todo el tiempo que permaneció en el establecimiento en el que estaba retenido. Es un caso de manía lúcida, la más interesante que yo haya encontrado.

M. Nicolas (llamaré así al enfermo de quien se trata) es de un temperamento nervioso, de una constitución frágil; tiene espíritu, instrucción. Llegado a la edad de treinta años no se ha creado aún una posición; sin embargo tiene un gran valor intelectual: conocía numerosas lenguas, escribía con facilidad prosa y versos; pero siempre ha sido móvil, caprichoso, dominado por sus pasiones, muy gastador, y encontrando siempre alguna razón especial para echar a los otros la culpa de su imprevisión. Esta imprevisión lo ha dejado en un estado vecino a la miseria; ha hecho excesos alimenticios; ha usado del matrimonio cuando su empobrecimiento físico necesitaba una continencia absoluta.

Anteriormente se hizo el enfermo, decía él, en una casa de alienados de provincia, y allí permaneció dos años, primero como alienado, luego como subdirector. Allí él trataba a los alienados con una gran dulzura, no empleaba jamás la fuerza para mantenerlos, y lo hacía tan bien, decía, que al momento de mi visita no lo vería hacer a su alrededor. Venido a París, había tenido una misión de gobierno; había cumplido esta misión, pero no había sido lo suficientemente recompensado: se quedó sin empleo, se había endeudado cada día, y sus padres no querían más pagar los pagarés que daba a sus acreedores.

Su arresto tuvo lugar luego de su propia demanda. Había entrado en un cuerpo de guardia, y había dicho: "Deténganme, no tengo medios de existencia". Fue conducido a la Prefectura, y de allí a un establecimiento para alienados. No era lo que quería, era la prisión, porque él había tenido por meta humillar a sus padres, quienes lo habían dejado sin ayudas.

Me hice cargo, y le previne, para examinarlo para saber si era o no alienado; entonces lo interrogué. Me respondió voluntariamente, expresándose de una manera fácil y elegante, poniendo a veces gran vivacidad en la conversación; pero viéndose a sí mismo, atribuía esta vivacidad a la posición laboriosa en la que había perdido su falso paso cerca de un jefe de correos, y a la ignorancia de los médicos que lo habían examinado anteriormente.

Durante nuestra charla, su figura, antes muy móvil, había pasado muchas veces de la indignación a la risa casi sin transición, y yo había notado en sus ojos una suerte de desconcierto muy común en los maníacos.

Antes de dejarlo, agregó que le dijera si estaba o no alienado, y expresó su voluntad de ser llevado a prisión, con el fin de humillar el orgullo de sus padres. No le di ninguna respuesta positiva, y le prometí recibirlo muy próximamente. En mi certificado, después de haber desandado los principales hechos de la vida de M. Nicolás, concluí que él tenía la presunción de locura y que era necesario esperar.

Durante el resto del día, se vuelve colérico con ocasión de todo y contra todo el mundo; estaba me han dicho, en un verdadero acceso de manía furiosa; su discurso no tenía ninguna ilación, su figura era roja, inflamada; se da a la violencia lo que obligó a los supervisores a que lo amarraran.

Al día siguiente, me presenté a verlo. Estaba en una sala común con varios alienados maníacos, acostados y retenidos con camisa de fuerza, hablando acaloradamente y sosteniendo sus discursos tan notablemente, que me puse a escribir sobre mi portafolios. Ignoraba que estaba cerca de él; estaba así enteramente sobre el imperio de sus ideas. No diré que había escrito todo lo que había oído, mi pluma no podía seguirlo; pero no tenía nada agregado a lo que había oído. Sus imprecaciones, sus amenazas, sus razonamientos, son textuales, salvo sin embargo los nombres propios que yo no debo reproducir. Se expresaba a veces en italiano, más a menudo en francés, y las inflexiones de su voz estaban en armonía perfecta con el sentido de sus palabras.

En el momento en que entré, él hacía la historia de su vida, historia infeliz y triste: esperanzas equivocadas, porvenir perdido, abandono de sí, privaciones, miseria, detención injusta, brutalidades odiosas, y luego, podría tener una muerte oscura de la cual los autores quedarían impunes. Allí estaban los objetos de su delirio donde había algo de verdad, mucho de exagerado y de falso; sueño horrible que exaltaba su imaginación y lo arrojaba en una inexpresable angustia. Se lamentaba sobre todo de dos hombres bien incapaces de hacerle alguna violación; quería matarlos, decía:

"Che piacere! Vederi questi duo corpi e ballare! Io faro una vendetta terribile…terribile.

"Tráigame un vaso con agua".

"Io faro una vendetta terribile…terribili.

"¡Muerte al supervisor! ¡Muerte al médico, infeliz! ¿Saldré de aquí vivo o muerto? No sé nada.

"Io faro, etc. (repetido varias veces, y siempre con una voz amenazante y sombría).

"¡Vieni liberar mi da tutti miei mali, altramente saro assasino! ¡O morte! ¡Vienni! Se non posso morir in questa maledetta notte…in questa notte passero coi dannati. Sciagura, ¡sciagura al medico! Ascolta mi. Io faro una vendetta trribile…corsica.

"¡Que su sangre retumbe sobre ti! Pero serán matados; pero estos miserables, infelices ellos, ¡infelices yo mismo! Cuando hubiera matado a estos miserables diré: estoy loco, mátenme. Y de dos cosas, una: si se me considera loco, me amarrarán; si se me considera criminal, llevaré mi cabeza a la guillotina.

"¡Che piacere! Vederi questi duo corpi morti e ballare, y enviar su alma de perro al infierno. Serás muerto por mi mano; te tomaré a traición, por detrás. Los encontraré siempre, pero los quiero matar aquí, porque aquí yo soy loco. Los sentí los más fuertes, y han abusado de vuestra fuerza…No lamenten nada…

"¡Par Dio santo, io faro una vendetta terribile!

"Si, en nombre de Dios, si hay uno, yo me vengaré. Es la idea fija, continua…Tienes una presa que tú quieres devorar, eres un león, un tigre…Haré una terrible venganza…¡Oh! ¡Ustedes creen que se juega con organizaciones terribles como la mía! Si ustedes no hubiesen sido dos, no me hubieran agarrado. Una pierna tan nerviosa como la mía, conducida por una inteligencia tan fuerte…¡Creen que es fácil agarrar a un hombre como yo! Sé hacer todo, no tengo miedo de nada. Hay una sola cosa que no he sabido: vengarme. He sido demasiado bueno, demasiado generoso, demasiado magnánimo, ¡trueno de Dios! Serás un cobarde, un infame, todo el mundo tendrá el derecho de escupirte la cara, si no les asesinas.

"Io faro, etc.

"Che piacere, etc. (Entonces silba el aire de Marlborough y recomienza)

"Io faro, etc. (Y silba el aire: Mi rivedrai, ti rivedro.)

"Por este Dios terrible que nos dice: Asesíneles, no es más necesaria la religión de Cristo, pero sí la religión de los Hebreos, que ordena la venganza, el pillaje, la masacre. ¡Par Dio santo, questi maledetti! Ellos me matarán o yo los mataré: Mi niño, es así. Se trata de no hacer el loco. Es la acción de un hombre razonable. Asesino o asesinado. Ahora calma, poeta: Gilbert está muerto en el Hotel-Dios (Hôtel-Dieu), y los médicos de la época, cuando Gilbert gritó: ¡La llave! ¡La llave! Decían: Vean, el delirio.

"¡No, ilustre colega, tú, mi maestro (maitre), sublime J.-J. Rousseau, yo, tu hijo Émile, que no se intimida, estaré en el infortunio! Tú sabes si tengo un alma grande, si he sufrido los hielos del norte, el sol de Asia. ¡Eh bien! ¡Por tus influencias sagradas, mi padre Jean- Jacques! Lo juro por ti, por tu Émile, la más grande obra que haya salido de la mano del hombre, juro por tu estatua que las cobardías Genovesas elevan en su ciudad, porque saben, ávidas de dinero, que los extranjeros vendrán a verle. Te han perseguido durante tu vida, te explotarán después de tu muerte.

"Es el aire de la locura, todo está allí. Fontenelle tenía razón, hombre egoísta que era; conociendo la muerte de sus amigos, dice: "Catherine, tú harás todos los espárragos en aceite."

"Pero yo me pierdo. O tú, mi maestro Jean-Jacques, no fui hecho para vivir en este mundo, es necesario ser vil, y yo soy noble…Es mi alma que habla, la materia está muda. ¡Eh bien! Esta alma que habla…¿a qué región celeste soy transportado? No, estos restos mortales que tienen amarrados no son míos…Mi Dios, te veré, mi Dios, te escucho…en otra vida…Muerto está Louis-Philippe y ¡viva la república!

"¿Señor André, Señor André, quiere usted darme agua sin derramarla sobre mí? (Bebe ávidamente y dice): Me vengaré…tan cierto como que usted no es un informante, asesinaré a la doméstica y al médico…Usted me trata como usted no trata a un alienado…La sociedad civilizada mata un hombre; ¡la bella venganza! Ella nada sabe hacer. Es necesario verlos bien, cocinarlos, meterles aceite sobre el cuerpo…Infelices alienados, duerman, no quiero perturbar vuestro sueño. (Pide agua, bebe ávidamente, y silba el aire: Dormez donc, mes chères amours.)

"Tendremos una guillotina a vapor. Marat era un espíritu tímido. Nosotros tenemos Lyon, la calle Transnonain, Barbès, que están en las galerías; tenemos Alibaud, Meunier…

"Io faro, etc.

"Veo la consecuencia de esta acción, la razono bien. Usted dirá: Aquí hay un alienado que ha matado un guardián, que ha matado un médico; cuando me interroguen, diré: Ese hombre me ha torturado.- ¿Y en cuánto al médico? El juez de instrucción dirá: El médico es un hombre justo; no ha dado la orden de golpearlo.- Pero el médico es un hombre de policía y un ignorante; la evidencia que él ha asesinado…Después de este interrogatorio, soy declarado alienado. Sea, denme una ducha. ¿Qué es una ducha para un hombre que ha asesinado a dos?…¡Que los he asesinado con felicidad! ¡Beberé su sangre con deleite! ¡La venganza, un trozo de rey!"

Haría un volumen si quisiera reproducir todo este monólogo, podría decir este drama. ¡Cuántos sufrimientos exhala! Este pobre enfermo, enfermado en medio de gente que no conoce, amarrado por ellos en su cama por un motivo harto legítimo, pero al cual no se rinde, atormentado por las ideas de muerte, de asesinato, se cree llegado a la hora suprema, y esta noche podría estar con los ¡malditos! Entonces esta necesidad corrosiva de una atroz venganza, este coro del infierno que vuelve siempre, esta sed de sangre en comparación con aquella de Marat parece un hombre tímido, esta evocación de criminales, todo esto con una apariencia de lógica, con un frío cálculo, con los cantos unas veces suaves, otras grotescos; es una mezcla atroz, inimaginable, imposible y sin embargo real.

El acceso dura hasta el fin de la noche. Durante el día el enfermo está metido en el baño; se calma un poco; promete estar tranquilo si no se lo vuelve a amarrar, y sostiene su palabra; aún está verborrágico, estremecido, delirante, pero no agitado. Pasa la noche bien y, al día siguiente la razón es casi completa. Durante aún un mes, M. Nicolas conserva una gran disposición a agitarse; él es inversamente al resto del mundo, de una exigencia extrema; amenaza, y si se lo contraría, se vuelve furioso; asegura que cuando él quiera parecerá loco como durante la noche o gritará; protesta a la vez contra toda imputación de locura, y como ha leído mucho, se basa en la opinión de ciertos autores modernos que, oyéndolos, habrían estado suficientemente avergonzados de responderle. "Según M. M. tales y cuales, decía él, para ser loco es necesario hablar o actuar sin saber lo que se hace o lo que se dice; o, como yo digo siempre a uno y a otro, resulta que yo no estoy loco."

El lector querrá creer que yo no pongo estas palabras en la boca de M. Nicolas para tener la ocasión de criticar las opiniones que no son las mías. Narro lo que oí, nada más. Pero la lección es buena y no debe ser perdida. M. Nicolas agrega aún: "Usted debe soportar todo lo que proviene de un alienado; un alienado lo mataría porque usted no tendría el derecho de darle un golpecito." Y como se ve enfermo bajo la imputación de locura, en sus malos momentos, él habrá ciertamente matado a su médico o a uno de sus guardianes, al que quisiera, seguro de que la ley lo excusará. Es sin embargo un hombre fuertemente gentil, de un carácter hirviente, pero sin ninguna maldad. Su exaltación, su cólera, sus pensamientos homicidas eran únicamente efecto de su enfermedad.

Lo que hicimos para el tratamiento de M. Nicolas, está aquí. Le dimos baños prolongados y le enfriamos la cabeza durante el baño; lo alimentamos con vegetales y lácteos; lo aislamos de su familia y del mundo; estuvimos comprensivos y firmes con él y, por muy buenas razones, buscamos enderezar su juicio. Que todas estas cosas hayan estado bien hechas, y que, bien hechas, ellas hayan completado todas las indicaciones, no lo creo. Los guardianes no tuvieron la paciencia que era tan recomendable; se irritaban muy a menudo por las injurias que le proferían los enfermos, y a veces respondían los golpes con golpes. No encontramos más en ellos el cumplimiento del precepto dado por M. Nicolas, de dejarse morir y de tampoco devolver golpes. En este punto, sin soñar una perfección imposible de obtener, ¡cuántos cambios a desear!

Habría sido necesario para M. Nicolas, durante su gran agitación, una temperatura fría, oscuridad, un silencio profundo a su alrededor, y, durante su convalecencia, ningún contacto con los alienados. Cuando en su delirio él formulaba sus sentimientos suaves y tiernos y parecía piadoso con sus compañeros de infortunio, los sonidos de una música apropiados a esos sentimientos, hubieran podido operar de una manera beneficiosa. He tenido a mi cuidado a una dama que, presa de ideas tristes, no quería dejar su cama por miedo de estar distraída. Hice tocar música en un cuarto vecino al de ella; ella ha estado inicialmente un poco contrariada, luego emocionada, luego satisfecha y, beneficiándome de un momento en el que no se creía observada, se levantó para ir al piano. Su salud comenzó a partir de ese momento. Un hombre, antes del número de aquellos que se llamaban vividores (viveurs), rehusaba comer desde hacía largo tiempo, y no teníamos más ayuda que la sonda. A su alrededor todo era muy triste, y nuestras palabras, que eran principalmente con el objetivo de exhortarlo a que se alimentara, no había quien pudiera recrearlo. Hice venir un ayudante; escuchó aires de vals, y comió.

A decir verdad, M. Nicolas no escuchó la música, y sin embargo se curó.¿ Pero quién podía prever, durante su exaltación, si era o no el principio de un largo acceso de manía? ¿Antes que las sensaciones no fuesen pervertidas, antes que una incoherencia más grande en las ideas, no le importaba que se le trate por todos los medios eficaces reconocidos? En caso parecido, si pudiera emplear la música, la emplearía. Si pudiera, dije, pues se trata de pobres, lo que la ciencia indica, lo haría si pudiera. Los pobres tienen este triste privilegio: están más seguido enfermos, que los ricos, y muchos de los remedios que los curarían, ¡no son para ellos!

Busquemos en los nuevos hechos las indicaciones nuevas.

4ª OBSERVACIÓN.- Consentimientos (gâteries) durante la infancia continúan hasta la edad adulta; vida ociosa; vanidad exagerada; preocupaciones; errores de sentido; preparativos de homicidio; tratamiento moral; resultado incompleto.

M. Jean es un hombre grande, seco, de una fisonomía bastante inteligente, pero donde los ojos están perdidos; sus cabellos encanecidos; tiene cuarenta y dos años y se dice un hombre de letras. La policía lo arrestó cuando buscaba introducirse a la fuerza en el departamento de una actriz de quien él se pretendía amado. Munido de dos pequeñas pistolas, para en caso de necesidad, desembarazarse de los rivales que quisieran impedirle la entrada. Lo condujeron a Bicêtre en enero de 1843, al día siguiente de su arresto.

Nacido de padres muy ricos y ligados por la amistad con numerosos miembros de la familia imperial, su porvenir se presentaba bajo los más brillantes auspicios y no tenía, en el imperio, una dignidad tan elevada como no podía esperar ni pretender. Es ubicado desde sus jóvenes años en la idea de tener una gran fortuna y de tener una alta posición. Es hoy y desde hace mucho tiempo, uno de los hombres más pobres y desafortunados que hubiera conocido. No tiene ni dinero, ni capacidad para realizar un trabajo útil, ni voluntad para buscar un empleo con el que conseguir su sustento, y de su primera vida, no ha conservado sino dos cosas, dos defectos: la pereza y la vanidad.

Su madre lo ha amado tan tierna y ciegamente, que no le ha dejado una libertad completa. Siendo niño, cuando golpeaba a su niñera ésta debía dejarse golpear, sino era despedida de su empleo. Criado bajo un preceptor, tenía el derecho de hacer lo que quisiera, o hacer nada y el preceptor debía aplaudirlo. Por todo esto, uno no debería sorprenderse que no se haya convertido en el peor de los hombres. Los desastres de 1815 han acabado con la fuente de la fortuna de sus padres, y su padre, conservando los lujos y el confort, ha dilapidado todo. Su madre se ha consagrado; les ha sostenido y alimentado a uno y a otro; pero ella continuó teniendo para con su hijo, una ternura como siempre ridícula y desde ahora culpable. Lo que ella ha podido evitarle de privaciones, sufrimientos, trabajo, ella lo ha evitado; lo que ella le ha podido continuar de caprichos, ella se lo ha seguido dando. Y él, permaneció niño teniendo necesidad de los caprichos de su madre, e incapaz de una ocupación obligada. Muchas veces viejos amigos le han ofrecido empleos lucrativos; habiéndolos rechazado: eso hubiera desordenado sus costumbres. O sus costumbres, eran de encontrar un punto establecido y preparado por su madre justo donde él tenía necesidad; ese punto era pasearse, soñar, frecuentar la Biblioteca real y escribir. Compuso tres volúmenes que publicó a costa de sus amigos, y entonces, a pesar de algunos anuncios pomposos insertados en numerosos periódicos, no ha vendido sino tres ejemplares.

Hasta ahí no está enfermo; él deviene enfermo; es él mismo quien habla. Transcribo el relato que me ha comentado de los hechos que han precedido y motivado su arresto.

"Encontré, dice, hace alrededor de diez años, en los Campos Eliseos, una joven persona que pareció haberme mirado de una manera muy amable. Fui así vivamente impresionado por su belleza, pero sobre todo por una cosa de misterio y extraordinaria que creí observar en ella. Fui tentado de seguirla, y no osé hacerlo, no habiendo jamás seguido a una mujer. Pensé que el tiempo y el estudio borrarían, como otras veces, esta primera impresión.

"Seis semanas después, escuché hablar del debut de una joven cantante italiana a quien consideraban como una persona notable (remarquable), extraordinaria. Estas expresiones, conforme a mis primeras impresiones que subsistían todavía, me dieron la idea de que esta italiana podría bien ser la joven persona que había encontrado en los Campos Eliseos. Me propuse verificarlo; pero remito a otro tiempo la verificación de mis conjeturas. Fui finalmente a los Italiens para la representación a su beneficio. Ella canta un aria de bravura; tenía en la mano una corona de flores que ella parecía estrujar, y, por signos con su cabeza, me daba a entender que no estaba contenta con ella misma; ella sabía que la voz no le alcanzaría. Me parece aún que ella me había distinguido favorablemente. Sin presentarme en su camerino, busqué verla fuera. Se alojaba casi enfrente de la Biblioteca real, donde iba todos los días, y nos encontrábamos algunas veces. La veía en su ventana, y de su ventana ella percibía el interior de la gran escalera de la Biblioteca, y allá, sobre todo, donde nosotros pudimos vernos sin ser vistos de afuera, o desde el interior de su apartamento que su tío compartía con ella, ella me testimoniaba los sentimientos más afectuosos, los más apasionados. Ella sabía las horas en que yo llegaba y sobre todo la hora en que yo salía, que era la hora de cierre de la Biblioteca, ella esperaba mi llegada, pero principalmente mi salida, saliendo al mismo tiempo que yo. Un día, un coche la esperaba en la puerta de su hotel; desde que ella me vio bajar, ella bajó también, y caminando a dos pasos de distancia, ella me testimoniaba siempre la misma ternura de sentimiento, pero como ella no estaba jamás sola, y casi siempre en coche, yo no osé jamás acosarla, ya que colocaba el coche a mi paso al salir de su casa. Una vez, pocos días antes del cierre de las sesiones teatrales, la vi en su ventana pálida, deshecha, desolada, los ojos encendidos, perdidos…Al día siguiente, sin mirar, los ojos apagados, el rostro hinchado, pálido, verdoso…Al día subsiguiente su apartamento estaba desierto…Ella había ido a pasar la bella estación en Mantes. Le escribí al campo, de la misma manera en que le había escrito antes de su partida pero ella no contestó jamás. Le rogué que me reenviara las cartas si ellas no le complacían; no las reenvía, de donde concluí que no estaba ofendida…A su regreso del campo, creí deber prevenirla que yo estaba sin fortuna. Recuerda aún, le escribía, a ese pobre joven hombre que usted ha herido tan profundamente? Oh! Dime esta noche si usted me ama siempre o si es necesario morir! La fortuna…ho la fara! Me respondió ella la misma noche sobre la escena volviéndose hacia mí…Me presenté numerosas veces en su casa inútilmente. En fin. Un día, entre las nueve y las diez de la mañana, se me dijo que la Señorita iba a venir al salón, y se me hizo entrar. En su lugar vi aparecer un joven hombre que se pretendía autorizado a responder por ella, como ella misma. Me dijo lo que le convino; pero sin esperar este encuentro, creí que esta mujer se burlaba de mí. Resolví no verla más; pero, habiendo de antemano comprado un lugar para el espectáculo de esa misma noche, que era Romeo y Julieta y otra pieza, llegando al fin de la primera, donde ella cantaba sola, y en la cual encuentra todavía el medio de dirigirme estas palabras: Fuyons! Andiamo!…Me informé en el mundo acerca de las personas de su país que me parecieron las más recomendables, y los mejor informados, personas que no han podido ni querido engañar; ellos me aseguraron, rogándome no nombrarlos, que ella no estaba libre! Y mi experiencia de diez años no parecía sino confirmar demasiado la verdad de esta aserción…Llevé la queja al procurador del rey: - Eh! Yo lo sé, me respondió; estas gentes no son justiciables sino por la opinión y son punidas por el espíritu público. - Pero, Señor, si estas gentes según yo están más allá del desacato y se creen por encima de eso, no son entonces justiciables por nada?…Apelaré a la indignación pública…

- Usted sufrirá las consecuencias!…

"En cuanto a la causa de mi arresto, convengo que me dejé llevar en un primer momento por la cólera y los celos; había visto o creí ver entrar un banquero muy conocido a la casa de Madame X. donde el doméstico de este banquero tenía un aire de provocarme. Corrí al apartamento de Madame X. e hice un ruido infernal, un alboroto horrible para llamar la atención del banquero. Entonces, el conserje y el propietario de la casa, donde hice el alboroto, me hicieron detener. Eran los derechos de uno y los deberes del otro…

"Le cuesta siempre al amor propio reconocer que uno se equivocó; pero creo que es más excusable errar que perseverar en un error reconocido. No he tenido nunca más que intenciones rectas, honestas. Estaba incierto, yo mismo he combatido esta inclinación a ultranza desde el principio; pero desde que creí estar asegurado de la posición excepcional de Madame X., no dudé más.

"Decía a mi parte adversa, cuando creía tener una: No es ni a usted ni a mí, partes interesadas y que nos acusan mutuamente de locura, decidir la cuestión; es a la misma Madame X.; hágala explicarse sobre la salvaguardia de la publicidad, y me vuelvo gustosamente voluntario a ella. Esta satisfacción, que me fue evitada por equivocación, no me ha sido acordada jamás, por la razón sin duda que ella era irrazonable, imposible; pero siento que puedo, que debo disculparlo.

"De resto, acordaré fácilmente que todo eso no ha sido sino una larga seguidilla de ilusiones; sin embargo, no encontrándome en el punto de juzgarme competente en mi propia causa, me remito a usted, Señor doctor, a vuestro juicio, más seguro y más desinteresado que el mío."

Esta narración, aunque larga, no es completa; el enfermo omite hablar de dos pistolas que llevaba consigo, con las cuales había amenazado usar contra la actriz con las cuales pretendía punir los pretendidos engaños, y contra las personas que se oponían a su entrada.

Uno le creerá sin pena, me ha sido necesario largo tiempo para curar a este enfermo: más de seis meses han sido empleados para desengañarlo, más de otros seis meses han sido necesarios para sacarlo de su pereza. Yo he querido, y esa era, yo creo, la principal indicación a seguir, quise confesarle que él estaba equivocado, que él, ya viejo para una joven y brillante persona, con mala figura, los cabellos encanecidos y raros, pobre, tímido y hablando con obstáculos, no hubiera podido sino llevarla hacia hombres jóvenes, brillantes y ricos; que su preocupación sólo había producido estas ilusiones, las que habían golpeado fuertemente su espíritu; que su larga ociosidad lo había llevado a un ensueño dañino para su razón; en fin, que la autoridad no había hecho sino su deber enviándolo a Bicêtre. Para llegar allí fueron necesarias observaciones, quejas, reproches, sarcasmos. Desde el principio, nada de lo que se le imputaba al enfermo era verdad; sino que era en parte verdad, pero exagerada; pues suponiendo que eso fuera verdad, lo único reprensible era el ataque con las pistolas, y era un caso para la Corte, y no de tratamiento médico. El amor propio del enfermo venía siempre a atravesarlo, y era con esta pasión que él necesitaba contarlo; la pereza no venía sino después. Raramente con la ayuda de solo palabras, obtenía algo; era necesario, en otras, la acción del tiempo. Cualquier tono que yo empleara, afectuoso o severo, lo lastimaba seguro, porque yo decía la verdad; pero esa herida se cerraba y la idea no se olvidaba; me di cuenta, al cabo de un cierto tiempo, que ella había fructificado. Después de una conversación en la cual yo había fallado, sometí al enfermo a la desconsideración y al abandono. Al principio se acomodó a ello, porque estaba librado de mis obsesiones; pero, vuelta la tranquilidad, él encontraba el tiempo prolongado, se aburría, y con la esperanza de librarse del aburrimiento, me hacía las concesiones que le había demandado. Cuando se demoraba en venir hacia mí, cuando parecía resignarse demasiado a esa posición, uno de mis alumnos, afectuoso y con gran celo por nuestros enfermos, M. Marcel, fue a darle unos consejos, y le enseño cómo era necesario hacer para conciliarse con mi benevolencia.

Un móvil que había creído deber ser muy poderoso sobre el enfermo, es el deseo de abrazar a su madre. En su soledad, lejos de toda voz amiga, uno pensaría que él tenía necesidad de estar con aquella que lo había cubierto siempre de caricias: no, pensaba poco, y cuando escribía, lo hacía con sequedad, y no hacía ningún sacrificio por ameritar verla. Estaba deteriorado hasta el corazón.

A fin de secundar mis esfuerzos para desengañarlo, yo habría querido hacer llegar a su cabeza ideas nuevas, por ocupaciones variadas, por obligaciones a cumplir, en fin, por una vida activa. Es un medio indirecto, pero un medio poderoso, de destruir las falsas ideas, y de ocuparse de ideas verdaderas, estas últimas no tienen ninguna relación con las otras. Durante este tiempo, el espíritu se reposa, y, reposado tiende a volver a su vía. Las costumbres perezosas del enfermo eran un obstáculo velozmente salvable por este medio, pero ellas han cedido a fuerza de largo tiempo y han hecho lugar a hábitos contrarios.

Hemos puesto muchas de esas ideas antes de llegar allí; y entonces no solamente las palabras de M. Jean eran las de un hombre sensato, pero la expresión de su fisonomía, la calma y la franqueza de su mirada, cosa que los alienados no saben fingir, pero toda su conducta, me daban la certeza que su pasión delirante había dejado de existir. Él ameritaba, y por lo tanto ha obtenido su salida.

Conté este caso en nombre de las curaciones debidas al tratamiento moral? La enfermedad había dejado de existir, es verdad; pero es suficiente? Un niño tiene una úlcera escrofulosa: uno cicatriza la úlcera, pero la escrófula por ello ha desaparecido? Un hombre padece un cáncer: uno saca el tumor, pero la diátesis ha cesado? O M. Jean y con él muchos otros, no tienen, si me es permitido decirlo, una diátesis del espíritu, que a la menor provocación se manifiesta por el regreso de los desórdenes intelectuales? Seguramente esto es así y, es por esto que en ellos que han estado alienados de tantas numerosas recaídas. Qué es lo que, durante cuarenta y dos años, ha presidido las acciones de M. Jean? La vanidad y la pereza. Estas dos pasiones lo han conducido a la locura y, la locura destruye, las pasiones dominantes comprimidas por una dirección sostenida, y la razón triunfa. Pero una razón también nueva tiene necesidad de sostén, las pasiones dominantes no son totalmente reprimidas ya que la diátesis subsiste aún, y no espera sino la ocasión para producir nuevos síntomas. Después de esto, en el lenguaje ordinario lo que llamamos una curación, es necesario entonces en casos similares a los que acabo de citar, un buen régimen moral, una tutela esclarecida y firme, en una palabra, una verdadera educación.

Una de las causas que han demorado mucho la curación de M. Jean, es la pobreza de su corazón; pues no amaba realmente a su madre y en su pasión por una gran actriz, tenía más vanidad que amor. El amor, un amor legítimo, ha ejercido una influencia saludable en el tratamiento del enfermo lo que va a ser cuestionado.

5ª OBSERVACIÓN.- Vida laboriosa, pero demasiado solitaria; preocupación por las minucias, escrúpulos; miedo de envenenar a otros; alucinaciones; tratamiento moral, curación.

M. Denis, jurisconsulto, de cuarenta y cinco años, habitante de la provincia y muy asiduo a los trabajos de su profesión, rico, casado con una mujer joven, bella, virtuosa y de un carácter extremadamente dulce, padre de un niño que había deseado ardorosamente, gozando de una consideración hereditaria en su familia, y pareciendo reunir en todas las cosas las chances posibles de bienestar, cae en una extraña y rara ilusión: le parecía que él era un foco pestilente, y que envenenaba por su contacto, por su aliento, por sus deyecciones, todo lo que se encontraba a su alrededor. Como era extremadamente bueno, y prefería el bienestar de los otros al suyo, se había reducido, por un encadenamiento de ideas fáciles a seguir, a pasar sus días en las privaciones, en la soledad, la inmovilidad y el silencio. Hablando, habría, por su aliento, envenenado a su interlocutor; actuando, habría tocado los objetos que otro habría tocado después de él, comiendo habría tomado con los dedos un plato, una cuchara, etc., y eso sería peligroso para los otros. Bebiendo, comiendo, se preparaba por lo demás a renunciar a sus orines, a ir al guardarropa, porque podría tener consecuencias funestas.

Antes que su enfermedad hubiese llegado a este extremo período, M. Denis se ocultaba delante de los extraños, por el miedo al ridículo. Así él hablaba, pero volviéndose de lado y haciendo que miraba un objeto cualquiera colocado al alcance de su vista; ponía o retiraba un asiento, pero con la pierna y no con la mano desnuda. Atravesaba una puerta pero solamente cuando alguien pasaba antes que él y la abría: en esta relación era de una cortesía avergonzante para sus inferiores y para las personas superiores en edad.

No hay necesidad de decir que no abrazaba ni a su niño ni a su mujer ni a sus mejores amigos, y estaba con ellos o muy frío o, lo que es equivalente, muy ceremonioso, de tal manera que uno no osaba asimismo darle la mano. Jamás él tocaba una botella o una garrafa para servirse bebidas; se contenía; en la mesa rechazaba que se le sirviese algo sobre su plato, pero cuando alguien insistía demasiado, comía todo, exactamente todo lo que le hubieran servido. No sé si, en este período de su enfermedad, llegó a ver un hueso junto a la carne que le ofrecieran; en este caso, él no habría tocado nada y habría ocultado el hueso para triturarlo y tragarlo. Lo han visto, comiendo los postres, tragar la cáscara, las semillas y el tronquito. Asimismo lo han visto tragar las hojas y lo que uno llama el fondo de un alcaucil. Entonces, no se conocía hasta donde llegaba la exageración de su delirio, y no podía por consiguiente, prevenir las consecuencias.

Al pensamiento de que sus emanaciones eran funestas, vino más tarde a sumarse una idea totalmente opuesta y no menos singular; él tenía excepciones: su suegra y su mujer, por ejemplo, lejos de incomodarlas, deberían sentir una influencia más favorable. Entonces, él, que toda la vida había sido reservado y modesto, le propone a estas dos damas, y con viva insistencia, meterse juntas en la misma cama que él.. Los médicos disfrutaban de una cierta inmunidad, y no vacilaba sino raramente en darles la mano o a dejarse tomar el pulso.

No tenía sino una sola idea fija y unas consecuencias lógicas se derivaban de esta idea; tenía, como lo vimos, desatino, defecto de cohesión, demencia en la monomanía.

El delirio de M. Denis dependía de una sensación o de una idea? De una idea. Él había creído nada más, y aquí la ocasión. Tuvo, el año anterior, un catarro bronquial muy tenaz y complicado con esputos con sangre, había tenido para él y un poco también para los otros, la presunción de tisis pulmonar. Sin embargo creía que el aire que salía del pecho de un tísico no es siempre impunemente respirado por una persona sana y lamentaba exponer la salud de aquellos que se le hubiesen acercado. La infección de todo su cuerpo era la consecuencia del aire envenenado que tenía sin cesar en el pecho, y esta infección que llevaba consigo, tenía un pavor extremo de comunicársela a los demás.

En este estado, él se creía enfermo; consentía en dejarse tratar pero por una enfermedad física, y se procuraba a sí mismo los antisépticos, cloruros, de los que se encontraba una buena cantidad en su mesa de noche.

Había allí una enfermedad mental, puramente mental; busquemos cómo una opinión médica, aquella que decía que el aire aspirado por un tísico es peligroso, puede haber conducido a los resultados similares a los que se desarrollan en M. Denis.

M. Denis no tiene otros alienados en su familia; solamente uno de sus ascendientes ha sido algo extraño de carácter; su juventud la pasó en calma, no se consagró a ningún exceso, ha vivido retirado, estudioso, sin otra ambición que llegar a cumplir dignamente los deberes de su cargo, y ha llegado; no ha cometido pérdidas de dinero, no tiene ninguna verdadera aflicción familiar; su amor propio, antes muy moderado, no ha recibido jamás injurias; en fin M. Denis permaneció reposado sobre todo, tenía una posición envidiable por muchos, y de ella parecía depender la felicidad. Una sola cosa lo ocupaba seriamente, y a menudo le preocupaba: se hizo el examen de los asuntos sobre los cuales él había sido llamado a pronunciarse. Veía todo, leía todo, pesaba todo, y no se atrevía a decidir. Su juicio sin embargo estaba claro, sus decisiones eran encontradas justas; tenía autoridad entre sus colegas; su opinión, una vez conocida, le demostraba por mil motivos, que tenía razón; sólo él dudaba, y se prometía, en el futuro, examinarla mejor. Al andar de esta manera, se cae en las minucias; él está caído, fatigado, él está molesto. Entonces se vuelve torpe, sombrío, déspota con su mujer; el catarro del que hablé había vuelto, le han producido ideas de muerte que un viaje hecho al sur no las habían disipado completamente, a pesar de una mejoría muy notable en su salud física. Se fue triste, y volvió nuevamente triste; pasó el invierno cerca del fuego, solo, opuesto a su mujer a quien encontró horrible, presumida, mal ubicada, y de la que aún se mostraba celoso.

En octubre de 1843, al regreso de un viaje que hizo con su familia, M. Denis creyó notar que, en varios puntos de la ruta, era objeto de una atención desagradable. Piensa que podría ser el efecto de una enemistad que sería atraída por algunas palabras indiscretas que hubiera dicho anteriormente. De regreso a su casa, confía su pena a algunos amigos que no llegan a desengañarlo por completo; entonces mantiene la idea que tenía de sus enemigos, y para entrar en estado de poder defenderse contra ellos, y con la necesidad de desafiarlos a duelo, toma lecciones de tiro de pistola. Estando en el campo, le parece que en el albergue en el que estaba alojado alguien ponía en sus alimentos sustancias con mal gusto, y que se había colocado entre las sábanas costras quitadas de una herida. Oyó a transeúntes hablar entre ellos, y comprendió que hablaban de él y de un duelo que tendría lugar en esa ocasión. Todo esto lo exasperaba fuertemente, y es con gran pena que sus amigos le impidieran hacer un estallido. Vuelto nuevamente a su casa, tuvo el pensamiento de que unas emanaciones provenientes de su cuerpo, envenenaban todo, y es allí que comienza la serie de síntomas de los que hablé anteriormente, síntomas que devienen dominantes, y hacen, al fin, desaparecer a todos los otros.

El delirio se agravó al punto de comprometer la vida del enfermo, M. Chomel fue consultado, y decide que no había otro recurso más que el aislamiento. Este honorable profesor tuvo a bien hacerme llamar; vimos juntos a M. Denis y convinimos las bases del tratamiento al que debería ser sometido inmediatamente, y que lo habría separado de su familia. M. Denis fue en consecuencia colocado en una casa de salud, y, con la asistencia de mis colegas, los Señores doctores Perrot y Lisle, le brindé mis cuidados.

La separación fue laboriosa lo que da a M. Denis nuevas ideas tristes. Sus emanaciones dañinas podrían envenenar a las personas de la casa; sus emanaciones beneficiosas no serían ya aprovechadas por su mujer y su suegra. Ese era el lado malo del aislamiento. El lado bueno fue que admitió desde el primer día la mesa común con los médicos y la directora de la casa, y a riesgo de parecer demasiado ridículo, o de ser reprendido si no comía, come todo de una manera como no lo hacía desde hace mucho tiempo. Mantenido por una cierta reserva que las personas bien educadas y de una naturaleza tímida conservan más largo tiempo que otras, aún cuando ellas hayan perdido la razón, M. Denis no hablaba de su enfermedad sino a mis colegas y a mí; le estaba prohibido hablar a otros de su enfermedad y se conformaba lo suficiente. Sus ideas le obsesionaban pero no sin interrupción; pero había unido al deseo de volver a ver a su familia y sobre todo a su mujer, a quien amaba apasionadamente, el deseo de recobrar su libertad, de no estar rodeado de extraños que tenían la misión de dirigirlo, de velar sus acciones y controlarlas. Le es duro encontrarse aislado de esa manera y, para salir de un estado parecido, por más que uno conserve una cierta lucidez, hace bastantes concesiones. M. Denis se muestra dispuesto a hacerlas y nos ruega permitirle ordenar a él mismo, el empleo de su tiempo. La ordenanza no era difícil de realizar: se trataba simplemente para M. Denis de hacer lo que hacemos todos, eso que él había hecho durante toda su vida. Obedecía materialmente con bastante exactitud, mentalmente tan bien como él podía. Teníamos cuidado de no ser la causa, a menudo y durante largo tiempo, de su enfermedad, para darle los anuncios tendientes a desengañarlo, pero de preferencia sobre alguna materia de naturaleza tal que le fuera interesante.

Contentos por su docilidad, nos felicitamos, y sin embargo él nos asombraba; más tarde devino tan completa, que el enfermo nos preguntaba escrupulosamente nuestro parecer sobre sus acciones, y que nos lamentamos al verle caer en la demencia. Hubiésemos preferido más energía y más resistencia, si no siempre, al menos alguna vez. Cuando toda la voluntad cede, la inteligencia está muy cerca de perderse.

No tardamos en estar seguros sobre este punto; el enfermo cedía, pero nos confundía cediendo. Como no hacía sino la voluntad de los otros, no podía hacer mal; toda la responsabilidad de sus acciones recaía sobre nosotros, y cuando con una suerte de deferencia nos preguntaba si debía abrir una puerta, cambiar de ropa, dar a algún pobre su viejo sombrero, nos achacaba el peligro que había en todo eso; era, para servirme de una expresión bien conocida, el bastón en la mano de un viajero. A pesar de que nos hubiera engañado, iba mejor. Desde el principio, su higiene era buena y había tomado costumbres razonables. Al verlo y al escucharlo uno no hubiera dicho que estaba enfermo. Había permitido algunas visitas de parientes y de amigos del enfermo, sin que fuese inconveniente. El deseo de volver a su vida ordinaria, y la contrariedad por estar todavía retenido, iban en aumento. Tenía un progreso real en la salud pues cuando los instintos o las pasiones se desenvolvían legítimamente bajo la influencia de causas normales, estas eran una verdadera mejoría. Aquí la mejoría no seguía una línea recta, marchaba en zigzag pero iba hacia el objetivo.

Desde que reconocí la trampa en la que yo había caído, admiré tácitamente la artimaña de mi adversario, mi resolución fue detenida; yo comprendía que M. Denis no tenía necesidad sino del resultado; él había llegado al punto de poder, por sus esfuerzos, vencer a su enfermedad. A mi visita, encontré a M. Denis, lo saludé afectuosamente, y seguí; mis colegas hicieron otro tanto, fue convenido entre nosotros que si M. Denis nos pedía consejos, nosotros lo derivaríamos a que se preguntase a sí mismo y a decidirse sobre todo sin nuestra participación. Al día siguiente, quiere verme, lo saludo y me voy. Muchos días pasan así. Él era como un pobre ciego que hasta ese momento era conducido por la mano, uno lo abandonaba repentinamente a sí mismo, y buscaba un apoyo que no encontraba en ninguna parte. No osaba dar marcha atrás. Las buenas costumbres se mantenían y le era menos difícil perseverar que volver a comenzar; y, como la esperanza de salir rápido, de estar libre, de no tener que contar más con lo que él podía llamar los caprichos de los médicos, lo sostenía en su perseverancia. Esperaba o bien que desistiera de mi nuevo plan de conducta o bien que él me hiciera desistir. Como yo continuaba, él se molesta y un día en el que me preparaba a dejarlo después de haberlo saludado como de costumbre, me reprocha duramente mi conducta hacia él, me recuerda mis deberes, me dice que tenía derecho a mis consejos y que yo debía dárselos. Le respondí tranquila, pero fríamente: "No tengo nada que agregar a los consejos que le he dado mil veces; usted los conoce. Sígalos si es capaz; sino resígnese a quedarse. Usted pretende estar en condiciones de salir, y una vez afuera vuelve usted para las cosas de la vida a preguntarle a un médico? Usted no tendrá el poder de hacer nada con usted mismo, por consiguiente estará bajo tutela y así será tanto tiempo como dure su incapacidad. Adiós señor." Se avergonzó de su despropósito. Al día siguiente vino a mí, me tendió la mano y me pidió hacer las paces. Había tomado la iniciativa sobre numerosas cosas y la tomaba doblemente puesto que me testimoniaba el deseo de hacer un paseo fuera de la casa. Consentí de buen grado y se aprovecha de eso.

Al mismo tiempo en que me esforzaba por oponer un dique al desbordamiento de sus ideas delirantes, ponía todos mis cuidados en ocupar su espíritu. Hacía lecturas, aprendía de corazón (par coeur), estudiaba libros de ciencia, y me daba de viva voz o por escrito el análisis de lo que había estudiado. Un joven muchacho, a menudo poco cauteloso, estaba en la misma casa que él; M. Denis le hacía repeticiones que encontraba fervorosas y pacientes. Era como una iniciación a la vida de padre de familia, y M. Denis tenía un corazón con el que me demostraría que, volviendo a su casa, estaría en mejor estado de cumplir con sus deberes, como jamás lo había estado. Se mostraba siempre celoso de su mujer pero con una cierta mesura. Anteriormente esta pasión devenía injuriosa para quien era su objeto; ella era muy suave, conservaba las formas de un amor aún exigente, pero que no se separaba demasiado de una respetuosa adoración.

Los primeros síntomas de locura han estallado en M. Denis durante el mes de octubre de 1843; fueron de mayor intensidad en julio de 1844, época en la cual el tratamiento había comenzado; y habían desaparecido en abril de 1845. Hoy M. Denis está bien; es dable pensar que su curación será durable, si él tiene la sabiduría de no retomar sus viejas costumbres: de una vida solitaria y aburridamente ocupada. Para curarlo, no empleé un solo remedio físico, nada indicaba la necesidad de ningún medio de ese género. Sólo se aplicó el tratamiento moral. Ahora, si hubiera recaída, sería la falta de este tratamiento?. Un hombre curado por la quinina de una fiebre intermitente, y que se expone a los efluvios cenagosos puede, si recae, acusar a la quinina?. En uno como en otro caso, alejen la causa de la enfermedad para que la curación sea durable; es lo que hice en el caso siguiente, donde una recaída que era fuertemente penosa no tuvo lugar gracias a la vigilancia que pude continuar sobre el individuo mucho tiempo después de su salida del hospicio.

6ª OBSERVACIÓN.- Repetición de palabras; ideas que invadían súbitamente el espíritu que desaparecían para dar paso a otras ideas que presentan la misma fijeza. Durante algunos días observación simple del enfermo; agravamiento de los síntomas; luego tratamiento moral y curación.

La observación que se va a leer ha sido recogida bajo mis ojos y redirigida por M. Marcel, entonces alumno interno en mi servicio del hospicio de Bicêtre; ofrece una exposición tan fiel de lo que hemos visto y hecho en esta circunstancia, que la transcribo sin cambiar nada.

"Thierry, de treinta años, comerciante en vinos, ingresó a Bicêtre el 10 de enero de 1843. Tenía por vecino, diez o doce años antes, un hombre que tenía, decía, la cabeza desordenada; esto lo golpeó y, desde ese momento comienza a tener lo que él llama sus ideas. Poco pronunciadas en el primer tiempo, fueron en aumento y así es como rinde cuentas de este fenómeno:

"Estas ideas son de todo tipo; cuando tengo una, la conservo largo tiempo, diez minutos, un cuarto de hora, una media hora. Después ellas desaparecen para dar lugar a otras que conserva más o menos largo tiempo. Cuando mastica largamente una idea, le hace daño; se trata de un obstáculo de la respiración.

"Estas ideas o repeticiones de ideas tuvieron lugar a pesar de él; tenía consciencia de su existencia tanto como de su impotencia casi absoluta para atraparlas en su espíritu; repetía necesariamente. Estas repeticiones no tenían nada de especial; giraban sobre sus propias ideas así como sobre aquellas que le venían de otras ideas. Algunas veces repetía todo con voz fuerte, durante la noche como durante el día, tan pronto bien, tan pronto mal. A veces sus ideas tienen por objeto sus repeticiones: piensa que está obligado a repetir lo que dice para hacerse entender, y deja de repetir cuando cree que alguien lo ha comprendido. En el momento en que es absorbido por sus ideas, si uno le va a hablar, le es imposible responder, ya sea que no escucha, o ya sea que no lo pueda: su voluntad no era el sostén de la repetición de las mismas ideas.

"Cuando Thierry era comerciante de vinos por su cuenta, jamás tuvo que hacer repetir los pedidos (canons) que servía, de tal suerte que no se equivocaba en este respecto; pero a menudo le atraía mirar fijamente cualquier cosa de las vestimentas o de la figura de los bebedores, los botones de un vestido, por ejemplo; fijaba la mirada y quedaba en la contemplación de ese objeto al punto de olvidar su servicio. Estaba tan absorbido que uno debía recordarle que no había sido servido; entonces hacía lo que le solicitaban, luego volvía a su primera contemplación.

"Dándome estas informaciones, tuvo que repetir a cada instante la misma frase y varias veces seguidas; entonces, después de haber repetido me dice: "Tenga, vea, Señor, repito, y es más fuerte que yo, no puedo impedirlo."

"Desde hace dos meses, este estado ha empeorado mucho, no tiene poder alguno para detener sus ideas. Desde que está aquí, ha querido combinar dos movimientos de cabeza, y nunca pudo lograrlo: es una repetición en los movimientos parecida a aquella que tiene lugar para sus ideas.

"Cefalalgia desde hace un año. No debida a la bebida, él no bebía. Carácter suave; actividad. En la visita, está hundido en sus mantas, tenía un aire tonto y avergonzado. Su escupidera es reemplazada a la mitad de sus escupidas espumosas, blanquecinas; cuando se mira, dice que el interior de su pecho está enfermo y que es necesario cuidarlo. Pulso, 62. M. Leuret queriendo tomar tiempo para observar al enfermo, no hace provisoriamente ninguna prescripción.

"13 de enero. Le ocurre a veces a Thierry de tener que repetir ciertos movimientos; los repite y un instante después se sorprende a sí mismo repitiéndolos irresistiblemente, ya que la serie de ideas que lo conducen son descargadas. Estos movimientos serían inconvenientes o dañinos, y habría mucho dolor al deshacerse física y moralmente.

"No toma más que dos porciones de alimentos; la negativa que se le hace a darle más, lo contraría vivamente; llora.

"14 de enero. A veces es absorbido por sus ideas al punto de olvidar ir al guardarropa: eso depende, dice, del calentamiento de la sangre. Se aparta al pasar M. Leuret cerca de su cama sin parecer ocuparse de él; si no se le trata más, dice, no será curado.

"16 de enero. Ayer le dije que M. Leuret lo creía perezoso, porque en la mañana, en su visita, lo vio siempre en la cama. Le aconsejé estar parado en ese instante y de preguntar por el trabajo si quisiera que se ocuparan de él.

"En la mañana, Thierry estaba parado, y fue él quien hizo la cama. A pesar de este progreso, M. Leuret apareció delante de él sin tenerlo en cuenta y lo miró como perezoso; se negó por ello a aumentar sus alimentos. Se aleja, entonces me hace cargo del paso siguiente. Me hago cerca de Thierry y le aconsejo de ocuparse durante el día, de aprender una canción para recitarla la mañana siguiente a M. Leuret. "Como recompensa, le dije, tomo sobre mí la responsabilidad de duplicar vuestras porciones sin hablar con M. Leuret". Él me imita con movimientos de impaciencia que le son imposibles de aplicar a sí mismo; sus ojos leyendo, no tardan en ver confusamente los caracteres sin poder distinguirlos. Entonces sus ideas vuelven; él repite, entonces que está absorbido a combatirlas y no puede ya continuar con la lectura. Lo indigna que uno le crea perezoso y que no haga nada por curarlo.

"Siguiendo el deseo de M. Leuret, dupliqué la porción de alimento de Thierry, y le dejé ver que actuaba sobre él.

"17 de enero. Está de pie y se aproxima a M. Leuret. Se acerca a él con una suerte de confianza y lo saluda. Él se apresura a decir que ayer fue a la escuela y que ha hecho tres páginas escritas. (Las va a buscar a su clase y las trae rápidamente a M. Leuret) Ellas testimonian de su trabajo, pero M. Leuret le hizo observar con tono severo, que es poco para un hombre escribir sólo tres páginas en un día. Thierry agrega que ha leído pero que le es imposible recordar el objeto de su lectura. M. Leuret continúa mirándolo como un perezoso y le hace comprender que es necesario que trabaje mucho más para que M. Leuret esté contento con él.

"Sobre la invitación de M. Leuret, llevo a Thierry aparte, y le digo que M. Leuret no se había dado cuenta que yo había duplicado sus alimentos, sin que nos hubiesen reprochado a los dos; lo intimo a ocuparse mucho en el día, porque si mañana M. Leuret se da cuenta de lo que hice y de que él no ha trabajado, seremos fuertemente regañados. A todas estas representaciones responde siempre con las dificultades que experimenta al tener que ocuparse.

18 de enero. Dice sentirse mejor; sin embargo experimenta siempre mucho dolor a vencer sus ideas cuando ellas lo dominan; se encuentra perdido al no poder sobrepasarlas, aunque dirige todos sus esfuerzos hacia ese objetivo.

"Ha leído y no pudo retener nada. M. Leuret lo acusa de pereza y se asombra que yo haya aumentado sus alimentos: "Los alimentos no le convienen; le hacen llevar la sangre al cerebro y le nutren sus ideas. Disminuiré las porciones a la mitad!"

"16 de enero. Ayer escribió alrededor de tres páginas; y buscó aprender de corazón lo que había escrito, pero no puede en la mañana recitarnos sino algunas líneas. M. Leuret le testimonia más o menos la satisfacción, y le acuerda cinco porciones. Thierry está contento; acepta la invitación de M. Leuret de cantarnos mañana una canción de Béranger. Haciendo su recital, le sucede repetir dos o tres veces la misma frase, pero M. Leuret lo insta a continuar, lo que hace inmediatamente.

20 de enero. En la mañana, canta cuatro versos de una canción. M. Leuret parece contento, pero pregunta por nuevos esfuerzos. Antes de la visita, Thierry está ocupado en la sala. Me dice que la aplicación le produjo dolor de cabeza; cantando no se detuvo sino una vez, falta de memoria; parece embarazado y parpadea.

"21 de enero. Trata de cantar un verso y se detiene al segundo verso sin poder ir más lejos. M. Leuret no espera más y se aleja diciendo: "Sabía que los alimentos le hacen subir la sangre a la cabeza, los reduciremos a dos porciones!"

"23 de enero. Se apresta a cantar los últimos versos de su canción: "Cómo, se queja M. Leuret, siempre la misma canción! - Sí, señor - Usted no sabe ninguna otra cosa? - No, señor." M. Leuret se va estupefacto y descontento.

"Lo comprometo a Thierry de saber alguna otra cosa para mañana.

"24 de enero. Recita una pequeña anécdota bastante mal; se está obligado a ayudarlo numerosas veces. Recitando, repite numerosas frases con las que queda como petrificado. M. Leuret se muestra muy poco satisfecho, y le hace observar que repite como en los primeros días, y no le acuerda sino dos porciones.

"Thierry deplora su fracaso, y está asombrado; desespera por hacerlo mejor.

"25 de enero. En la mañana, está en la sala de baile y baila con placer y se disculpa por no ser más hábil, ya que hacía ocho años que no lo hacía. "Vamos, Thierry, está bastante bien, pero usted tiene todavía muchos progresos para hacer, le dice M. Leuret. - No es la danza ni la lectura, repite él, que me curaron; es el cuerpo, en mí, que está enfermo."

"26 de enero. Hace ejercicios gimnásticos. M. Leuret le testimonia su descontento por no haber aprendido nada para recitarnos. Thierry pone mucha acción en el ejercicio que está haciendo; se disculpa de la gran dificultad que comprueba para explicarse, y atestigua de su buena voluntad y de sus esfuerzos. "Vea, mi muchacho, una agudeza quitaría de su cabeza este mal humor que lo domina; eso le daría, estoy seguro, la facultad de retener verdaderamente (par coeur). Es un medio bien eficaz, que ha tenido éxito en sus camaradas: quiere ensayarlo? (Thierry queda sin respuesta y anonadado). Eh bien! hasta mañana; veremos si usted tiene necesidad de ello."

"27 de enero. Recita una canción, pero no sabe el tono. Repite una o dos veces, y sin detenerse durante mucho tiempo. M. Leuret le testimonia su satisfacción; y le dice a Thierry que es necesario que haga más esfuerzos; que lo creerá siempre perezoso, hasta que no llegue a un mejor resultado; lo anima y se retira. Thierry protesta siempre de su celo y del obstáculo que le es necesario vencer para aprender. (Cinco porciones).

"28 de enero. Además de un verso estropeado, canta una canción sin repetir y sin equivocarse: ella es conocida y dice ahora: "Es que yo he puesto todos mis cuidados, dice él. - Eh bien!, usted mañana nos dirá otra."

"30 de enero. Canción nueva: es muy bien conocida, pero el tono es falso en ciertos lugares. Incentivos por parte de M. Leuret, quien no cesa de hacerle observar que espera mucho más de él, que lo que está dando en este momento. Es necesario también que amerite las cinco porciones que uno le ha dado. Thierry está alegre. Recibe, como al comienzo, y sin inmutarse, las observaciones que se le dirigen.

"31 de enero. Una anécdota bien recitada: sin decirla textualmente, se da bien cuenta de ello. Incentivos.

"Del 1º al 7 de febrero. Todas las mañanas recita, sea una anécdota o una canción y además deja la clase una parte del día, que él emplea para escribir. Está activo. Hay progresos; no puede aún retener convenientemente el tono de las canciones.

"9 de febrero. Siempre el mismo celo, pero éxitos mediocres; los tonos son mal retenidos. "Es necesario aún retirarle dos porciones, pues decididamente los alimentos le llevan la sangre al cerebro y le impiden tener memoria". Thierry deplora su fracaso; acepta con resignación una privación que le parece justa, aunque no merecida.

"10 de febrero. Comienza una canción; lo detenemos en el vigésimo segundo verso, porque el tono no es el correcto. "Vayamos enseguida a otra canción; usted no sabe ésta". Trata de cantar otra: igual resultado. "Vea cómo usted hace pocos esfuerzos; usted lo hizo ahora peor que nunca". M. Leuret se aleja impacientado y descontento. Thierry se desconsuela y llora.

"13 de febrero. Canta la canción: Vivan los miserables! (Vivent les gueux!). Al tercer verso la memoria parece faltarle; repite tres veces el primer verso. M. Leuret, impacientado, le da la espalda. Thierry está desolado; clama que no son sus ideas las que han venido a impedirle cantar, sino que es la memoria la que le ha fallado. Durante todo el día de ayer, Thierry ha dado muchas pruebas de buena voluntad para aprender.

"14 de febrero. Canta entera la misma canción: el tono es conocido. Se apresta a relatar una anécdota y comenzando, repite dos o tres veces, la primera palabra. Igual resultado que ayer.

"Desde hace siete u ocho días, aparece M. Leuret en la sala, Thierry corrió hacia él deseándole buen día y ofreciéndole recitar su canción. Se refiere siempre a su buena voluntad y se entristece al menor signo de descontento por parte de M. Leuret; está lleno de deferencia por su parecer.

"15 de febrero. Canción nueva bastante conocida, anécdota en que repite las primeras palabras. Igual resultado que ayer. Thierry se impacienta por la falta de éxito.

"20 de febrero. Canta el Mercader de imágenes (le Marchand d'images), llevada al teatro, y hace la explicación de las figuras. Cuando siente que va a repetir, que es un defecto de memoria o repetición, se detiene, y pone todos sus cuidados para no repetir la palabra que viene de pronunciar, tratando de corregir la que busca y que viene inmediatamente después. Por este medio, él no repitió, pero se detiene dos o tres veces.

"24 de febrero. Desde hace muchos días, le confiamos algunos enfermos para que aprendieran las canciones. Thierry ha puesto una gran paciencia y mucho de celo. De tiempo en tiempo, M. Leuret le dice: "Oh! yo apuesto a que usted repite aún; usted repetirá siempre. - No, señor, no repetiré más. Quisiera más matarme que repetir". En efecto, cuando recita una anécdota, una canción, prefiere no continuar, si es detenido por la falta de memoria, a repetir la última palabra, y ayudarse con la repetición de esta palabra, para continuar el discurso.

" - Usted no repite más ahora. Estoy seguro que usted repite aún por dentro. - No, señor, no adentro. - Y desde cuándo? - Cinco o seis días solamente. En el presente, me encuentro mejor y estoy completamente liberado".

"Cuando Thierry habla, ya no hay casi parpadeo de los ojos, y la cara ansiosa que tenía recitando o cantando, mostraba alguna dificultad; sus rasgos están muy próximos a los naturales. Tiene en su voz algo de particular, eleva el tono, como para indicar que hizo esfuerzos para lograrlo. Desde que canta ha hecho notables progresos en música. Él, que tenía mal oído, llega ahora a cantar la mayor parte de las canciones; por otra parte a cada verso mal dicho, lo reprendían inmediatamente.

"1º de marzo. Desde hace algún tiempo se ocupa con una actividad y una buena voluntad dignas de elogio; pone a leer y a escribir a los enfermos que le han confiado. Sabe apreciar bien su estado actual, se da cuenta que ya no repite, recuerda perfectamente los esfuerzos que ha estado obligado a hacer para no repetir. Cuando habla, su fisonomía es calmada; se distingue apenas aún, un ligero parpadeo de los ojos y una contracción de los rasgos.

"10 de marzo. Mejoría bien sostenida. Me dice que ya no repite más; pero a veces llega, en la conversación ordinaria, a repetir una palabra, pero eso le sucede a todo el mundo: él lo percibe inmediatamente, y se dice: "Si M. Leuret me escucha, creerá sin embargo que repito!" Él desea partir, pero vuelve para ello a la opinión de M. Leuret.

"12 de marzo. Salida.

Curado, pero sin trabajo, Thierry está muy avergonzado: lo ubiqué en la ciudad cerca de uno de mis enfermos; me había sido tan útil en Bicêtre, había comprendido muy bien cómo se involucraba con los alienados, que creí hacer con ello una muy buena elección. Durante más de un año lo empleé así; se mostraba inteligente, consagrado, me ha sido muy útil; y las personas con las cuales él estaba cotidianamente no podían suponer que había estado próximo a la alienación mental.

A menudo escuché decir a mi maestro, el respetable Esquirol, que cerca de un alienado necesitaba a menudo dos médicos que se entendiesen bien para tratar en el mismo sentido, pero por medios diferentes: el uno tomando el rol de consolador, de amigo oficioso, y no teniendo sino una autoridad restringida, sometiéndose él mismo, o pareciendo someterse, a una autoridad superior, y el otro, ejerciendo el poder supremo, sabiendo todo, juzgando todo, y de ser necesario gruñirle hasta a sus colegas. Encontré este amigo oficioso de los alienados en M. Marcel, y uno ve con cuanto tacto se apodera de la confianza de Thierry. Mi severidad hacía necesaria para Thierry, de la intervención de un protector; sin embargo este protector, a cambio del apoyo que le daba al enfermo, adquiría los derechos de su reconocimiento. Acordando unos favores, contrarios a mis órdenes, se exponía a reproches; y Thierry, querría, por su propia falta, exponer quién lo obliga? Un mal corazón no habría mirado tan cerca; pero Thierry tiene un buen corazón, y es por ello que la habría tomado para sí: me ha dado muchas veces la prueba, y notablemente en la circunstancia que voy a comentar. Tenía bajo mi dirección, en Bicêtre, a un hombre capaz, pero perezoso y borracho: le encargué a Thierry que le enseñara unos versos; pone en ello buena voluntad, pero entonces Thierry estaba aún demasiado enfermo para hacerlo bien, y, a pesar de sus promesas, no puede decirme nada de memoria. Fingí volverme repetitivo, y le gruñí ásperamente. Thierry se afligió hasta lo máximo, y se atribuía toda la falta, y como no tenía sino suspendida la punición, el hace, durante el día, los esfuerzos extraordinarios de atención y de memoria, esfuerzos que fueron un pleno éxito. Si hubiera sido para sí mismo, no hubiera tenido ciertamente el mismo celo y el mismo éxito, pero su honor estaba de alguna forma comprometido, su corazón estaba comprometido, y por nada del mundo hubiera querido que otro sufriera una falta que le era propia.

Claro está que nadie habría sufrido, y que yo había encontrado un pretexto para disculpar, yo digo esto para que los hombres de ideas viejas (tradicionales, mohosas) no compartan el temor del enfermo.

He podido juzgar, después de una respuesta de Thierry, que durante su enfermedad él no estaba de acuerdo para nada con el tratamiento moral. "No son ni la lectura ni la danza los que me curaron, decía; es el cuerpo, dentro mío que está enfermo". También hubiera preferido cien veces las pociones y los vesicatorios a todos los ejercicios que le exigía. Él mismo, hubiera consentido en labrar la tierra; pero de qué utilidad podía serle este tipo de trabajo? Labrando, él habría repetido sus ideas y sus palabras casi tan libremente como quedándose en la cama; era entonces el espíritu y no los brazos que le importaba ocupar; era una diversión moral que sólo podía tener un saludable efecto.

Antes que entrara a Bicètre, y los primeros días siguientes a su admisión, repetía mentalmente una palabra, y para deshacerse de la fatiga que eso le provocaba, él se decía: "Vamos, voy a decirlo veinte veces, y después de esto, se acabó". Volvía a decirlo; pero entonces una nueva inquietud: había podido decirlo menos de veinte veces. Recomenzaba aún mal, pues iba por cuarenta veces, por cien veces, hasta que una nueva palabra venía a apoderarse de él.

Conocí un campesino de los alrededores de Estrasburgo que ofrecía un fenómeno que era análogo con las repeticiones en parte mecánicas, de Thierry; pero en ese paisano, las cosas no quedaban en silencio, eso cantaba (ça chantait). Esto le sucedió cuando todos los compañeros dormían a su alrededor: se puso a cantar a grito pelado; y cuando alguien venía a imponerle silencio, continuaba sin hacer caso de los reproches que le dirigían. Después, cuando había terminado, convenía que sus labios, su lengua, su boca, su garganta, habían cambiado de lugar, pero él no tenía nada que ver en ello: eso había cantado (ça avait chanté), es todo. De resto, estaba calmo, laborioso, y no hacía ni decía otra rareza.

Las palabras se repetían en Thierry al principio involuntariamente; después, como para apaciguar la necesidad de repetición, Thierry se resignaba a repetir aún un cierto número de veces. El canto se producía en el paisano de los alrededores de Estrasburgo, independientemente de su voluntad, y su expresión rara, eso canta, es demasiado característico para no ser verdad.

Un antiguo alumno de Esquirol, M. Desmaisons, médico de Burdeos, y yo, habíamos conocido un abogado muy distinguido que, fatigado por un trabajo excesivo y no habiendo sabido retirarse de sus asuntos cuando aún estaba a tiempo, había caído en una melancolía profunda, motivada, según lo que él decía, por el debilitamiento de su espíritu. No brillaba, en efecto, y como antes, en las discusiones del foro, pero lo que le quedaba de inteligencia lo colocaba aún, por encima del común de los hombres. Parecido al millonario que se encuentra reducido a veinte mil libras de renta, este abogado se ve como arruinado, y fue continuamente atormentado por el pesar de sus pérdidas. Para distraerse, ensaya, no de ir por el mundo, de viajar, lo que le hubiera hecho probablemente muy bien, sino de hacer cálculos. Una vez, no habiendo sino poco y mediocremente calculado; este trabajo debía, según él, tener la ventaja de sacarlo de sus preocupaciones. Algún tiempo se encuentra bien haciendo eso, pero los cálculos terminaron por hacerse ellos mismos, sin la intervención de la voluntad, contrariamente a la voluntad. El enfermo buscaba asirse a sus cálculos, pero no lo lograba. Con la ayuda de una charla, de una emoción, obtenía un poco de tregua; pero la charla terminaba, la emoción pasaba, el cálculo comenzado se continuaba, y el espíritu del enfermo, arrastrado después de esta operación, quedaba más bien como testigo que como actor.

Estos hechos son curiosos. Podría contar aún de otros casos del mismo tipo, pero no es este el lugar; hablaré en otro lugar, y vuelvo a las indicaciones que se presentan en el tratamiento moral de la locura.

Entre las enfermedades mentales y las enfermedades físicas, uno observa una tendencia fuertemente diferente de las facultades instintivas. En las enfermedades físicas, el instinto lleva frecuentemente a buscar lo que es útil; en las enfermedades mentales, lleva por el contrario, a buscar lo que es dañino. El reumático tiene necesidad de reposo; el pleurético, de silencio; el oftálmico, de oscuridad, y cada uno de ellos quiere satisfacer su necesidad; el melancólico, por el contrario, se sumerge en la soledad, el maníaco provoca querellas y ruido, el alucinado se aísla de todo para estar enteramente con sus pensamientos interiores. Todo lo que les es dañino, lo hacen; y lo que podría serles bueno, ellos lo rechazan. La indicación, en la mayor parte de los casos, con los alienados, es por lo tanto hacerles hacer a estos enfermos, lo contrario de lo que les place. Pero si la contrariedad les exaspera? Cuando la exasperación puede serles útil, como en el caso de M. Denis, empléenla; cuando tiene lugar el miedo de que sea inútil, y una fuerte razón de si puede ser dañina, busquen otros medios, anden con rodeos, usen artimañas. Como mucho las artimañas son condenables en la vida ordinaria, como mucho son dignas de ser aprobadas cuando tienen como objetivo, la corrección de la razón. Los trabajos corporales, la gimnasia, la puesta en ejercicio de las facultades del espíritu, todo es entonces una gran ayuda. Le quedan al enfermo cualidades del corazón, sáquenle partido; si no tienen más que defectos, de malas pasiones, que estas pasiones, y que estos defectos les sirvan como palanca; si está reducido a la vida orgánica, no sienten más que hambre, el hambre puede aún serles un gran recurso. He contado la historia de un M. Dupré (ver el Tratamiento moral de la Locura; París, 1840) que no vivía más de la vida exterior sino por las necesidades de su estómago: lo tomé por allí, y, de tanto en tanto, le he recordado la vida ordinaria.

Sigue en la 2° parte ---->

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 9 - Julio 1999
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