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Lo que se conoce por ahí como España es una historia de exilios, aunque algunos lo suavizan llamándoles movimientos migratorios. No voy a banalizar la cosa hablándoles de gallegos. Si uno busca en Internet, encontrará varios sitios latinoamericanos que, por ejemplo, recopilan "chistes de gallegos". La catarsis que supone "chistear" lo que inquieta es muy antigua, normalmente poco graciosa, y con una carga de tópicos que suele invalidar el humor. Sí, parece que muchos gallegos pululan por el mundo. Yo los encontré en Grecia, hace pocos años. ¿Dónde? Donde también saben: navegando en los barcos, imprescindibles para recorrer un país mayoritariamente formado por islas. No hay que ir a América para encontrar gallegos. Pero esa misma Galicia es la de la Santa Compaña, la de la carne a la brasa (¿les suena?), la de Rosalía de Castro, etc.
La llamada España ha dado exilios con un goteo desesperante. Empecé hablando de los gallegos, de acuerdo. Diré algo precipitado: si uno tiene en casa al enemigo, enfrente al mar y a la espalda el desprecio de Castilla, ¿qué opción sino lanzarse al Atlántico? Eso, en cuanto a los gallegos. Pero hay dos exilios lacerantes en el S. XX español: la derrota de la República ante los militares, la Iglesia y el Capital que produjo el vacío casi completo de toda forma de pensamiento. Otro fue durante el llamado "milagro español" (ironías de los calificativos), años 60, venta del país al capital extranjero, e inicio de dos devastaciones: la turística y la inmobiliaria. Cuando mejor circulaban las divisas, producto de todo eso, millones de españoles salían en condiciones poco humanas y eran recibidos en peores hacia la llamada Europa: Francia, Alemania, etc. De esa vivencia no hubo, parece ser, otro aprendizaje que no fuera el del esclavo agradecido o, si quieren suavizarlo, el del síndrome de Estocolmo. Así que, conseguido un Citroën o un Renault, volvían a la llamada España para ostentar tan flaco logro y someterse de nuevo, normalmente ejerciendo la hostelería, a los turistas para los que trabajaron con la mejor de las sonrisas y de la indignidad. ¡Qué diferente del griego que volvió de las mismas fábricas, de los mismos lugares! No olvidó ese tiempo de la explotación.
Esos "nuevos señores" del Citroën y del Renault aún tuvieron el gozo aumentado cuando, hace pocos años, vieron su espejo en la "inmigración" hacia sus casas. Por fin tenían, aparte de amos, esclavos con los que cebarse: el moro, el sudaca, el rumano, y un largo etcétera. Poco importaba (y a qué fijarse en esas cosas) si el moro respetaba sus creencias e historia con mayor fe que ellos; si el sudaca mostraba raíces culturales e inquietudes y ganas de saber que ellos siempre enarbolaron como estandarte de ese "abajo la inteligencia, viva la muerte"; si todos los llegados de los llamados países del este les superaban con creces en títulos universitarios o preparación artística que jamás podrán soñar. El caso es que venían en busca de trabajo. Por fin alguien a quien ordenar la limpieza de la casa.
En esos sangrantes ir y venir de los pueblos no todo es eso, afortunadamente. Y todos tenemos ejemplos de cómo podemos sentirnos en casa con gente original de países lejanísimos.
Pero el miedo al otro hace mella y en eso estamos.
Así pues, ¿qué exilios tocaron a las puertas de sus países? También podríamos centrarlos en dos: el político (dictaduras avaladas por el gringo) y el económico (corralitos y otros menesteres del mismo estilo). ¿Dónde estamos ahora? Quizá donde siempre: sufriendo todos lo de siempre, pagando en las propias carnes el ajuste cíclico del capital que, ahora, llaman crisis global, como si no fuera algo familiar y conocido.