Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
La piel del recuerdo
Roberto Consolo

Trabajo presentado en las Jornadas de la Práctica Analítica
"Lo real de la transferencia", en la Escuela Freudiana
de Buenos Aires. Diciembre de 1998.

Era un hombre alto y macizo. Su rostro apagado y terroso empujaba una sonrisa amable, que a pesar del esfuerzo no terminaba de disimular una acostumbrada amargura. El vientre abultado y asimétrico lo incomodaba para sentarse en el sillón de mi consultorio.

La consulta se debía a un síntoma que lo aquejaba hasta el límite. Una picazón, un prurito generalizado que sufría con resignación desde hacía años, justificado por viejas dolencias orgánicas, se había exacerbado hasta convertirse en algo insoportable. Una tortura monstruosa y permanente. En poco tiempo se encontró privado de las escasas actividades que realizaba y casi no dormía. Esta extraña forma del dolor que sufría en la piel lo llevaba a rascarse con tal desesperación, que llegaba a hacerse lesiones sangrantes.

Hacía diez años que estaba en diálisis tres veces por semana por una grave enfermedad que lo había dejado sin riñones. En las largas horas de diálisis, no podía leer, ni hablar, ni pensar, ni mirar televisión. Solo sentir como su sangre viajaba por el maquinal proceso de depuración, mientras experimentaba una vigorosa idea de muerte, que a pesar de su larga lista de sufrimientos nunca había percibido con tanta claridad. En su vida nada de esto era así antes del accidente de su esposa.

Juan tenía 57 años y llevaba mas de 30 de matrimonio con una mujer hacendosa, solícita, jovial y algunos años mayor que él. Ella se había quebrado un hueso hacía unos meses y estaba impedida de brindarle toda una serie de minuciosos cuidados que le ofrecía con amorosa devoción: Los horarios, los remedios, la comida especial, la leche tibia, la ayuda en los cambios de ropa y al bañarse, peinarlo, mimarlo. Y ahora un pronóstico sombrío le anunciaba que su fractura la dejaría con grado de invalidez, seguramente definitivo.

Juan en el consultorio comienza a rascarse con nerviosismo. Se para y camina, dice que no puede más mientras rasca su espalda por dentro de la ropa. Se sienta. Desesperado resfriega su cara como queriendo cambiarse los ojos de lugar y llora entre las manos una congoja entrecortada. Dice que ya no le queda nada por hacer. Había recorrido una docena de especialistas y se había tomado y untado la farmacopea médica sin alivio. Su llegada a mi consultorio era por descarte y casi sin esperanzas.

Luego de un rato se calma y entonces le digo con delicadeza, que habla de su esposa como si se tratase de su madre. Con sorpresa y resignación asiente. Hacia varios años a causa de su enfermedad estaba completamente impotente; cosa que no solo no incomodaba a la pareja, sino que por el contrario profundizaba el curioso vinculo. Juan había encontrado en su matrimonio el amor que su madre jamás le había dado. Y su esposa, que llevó con decisión años de esterilidad, un hijo casi perpetuo. El dolor, la pregnancia del cuerpo, tantas enfermedades juntas en una sola humanidad, y esa repetida queja: "¡Ay mi madre! ¡Ay dios! Por qué se habrán ensañado tanto conmigo". Fin de la entrevista.

Pensé que a pesar de la ajenidad al discurso y de la presión de escuchar ese dolor exacerbado de un cuerpo que aparentemente no daba tregua, Juan era permeable a la palabra. Y por otro lado, en el mundo de la medicina, al que siempre se había entregado, ¿qué oportunidad tendría para interrogarse de otro modo sobre su vida y de esa incidiosa idea de morir? Después de todo, aunque por descarte fuere, igual se había animado a consultar a un psicoanalista. Lo más importante no es a qué o cómo viene un paciente -como imagina con malicia Bunge- sino con que se encuentra. Así es como decido seguir escuchándolo.

En las entrevistas que siguen el dueño de la escena, como era de esperar, fué su cuerpo. Un sinfín de dolores y enfermedades eran presentados como una carga de sufrimientos a veces extremos. Aunque por momentos parecían insignias, medallas prendidas en el pecho que le daban a la existencia un singular matiz. Había padecido una septicemia de la que lograron salvarlo milagrosamente. También en las montañas de Europa enfermó de una inubicua malaria, y ahora, tenía los riñones inútiles. Pero este escozor, este maldito escozor no lo dejaba seguir. Estaba solo y aislado. En el dolor, el tiempo se concentra en un presente inmóvil que se instala en lo real de la existencia. Así, la superficie erótica de su aniñada piel, estancaba una sobrecarga constante y dolorosa.

En la lenta cocción de la transferencia, donde recibo este viejo dolor, llegó el momento donde pude decir: bien, acepto todas sus quejas y sufrimientos corporales, pero no es sólo el cuerpo, ¿dónde es que está Ud.? ¿dónde está Ud.? Lo que eran hilachas, comenzaron a formar una pequeña trama. Avanza por su historia en forma regrediente (como se avanza en un análisis) y relata entre recuerdos, que hasta su jubilación por incapacidad había sido un buen empleado público. Oficinista. Que recibió una buena educación y que en el colegio se había destacado. Mientras su discurso se alejaba dificultosamente de la órbita del cuerpo, era captado como por un imán por sus orígenes.

Había nacido en Italia años antes de la segunda guerra. Su infancia estuvo signada por el imparable terror de esa brutal bestialidad. La oscura reclusión, abrazados en los sótanos durante los bombardeos, los familiares muertos frente a sus ojos de niño, la cotidiana y constante inseguridad.

Su padre, que había marchado al frente de batalla, tardo cinco inzondables años de incertidumbre en regresar. Mientras tanto su madre, trastornada por el desastre, la soledad y el hambre, volcaba todas sus atenciones a su hijo menor. Juan, aunque casi tan pequeño como este hermanito, había quedado al cuidado aleatorio y confuso de algunos parientes que vivían en la misma casa. En sucesivas y trágicas historias de su infancia iba ampliando la inconfesable realidad de este profundo desamor. El abandono, el rencor persistente y nítido en el tiempo que sentía por su madre, era sólo mitigado por los cuidados y caricias de su esposa. Ahora impedida, lo dejaba en la intemperie de la pura existencia reducida a sí misma. En una indefinida y hueca sucesión de hechos, que en el exceso de sufrimiento franqueaba el deseo mismo de vivir. Pero por fortuna, un síntoma, algo de la vida siempre muestra.

Ocioso es que insista sobre el papel erógeno de la función materna. ¿Pero qué lugar lleva la piel si no es en lo real, el principio mismo del encuentro con el Otro primordial? Por lo que forma a la mirada y por lo que da al contacto. Lugar en que el Otro real hace sus primeras marcas. Esta superficie es condición de toda pulsión, ya que es donde la discontinuidad del corte ocurre y donde el borde manifiesta su propiedad. Recíprocamente se dan a la existencia agujero y superficie.

La madre empieza por ser madre de la piel. Tan claro es que aquí lo real del Otro impacta, que para referimos a lo inexplicable de la atracción o del repudio que el otro nos provoca, decimos simplemente: "es una cuestión de piel". Para Juan, en el tiempo instituyente donde debía ser una superficie erotizada y cotizado fálicamente, se encontró en el medio de una guerra con el vacío de no ser. Reducido para su madre a una pura existencia, ya que este deseo del Otro primordial se hallaba desviado hacia un hermano. Juan no fué psicótico, hubo tías, tal vez una en especial, un gran abuelo, una trama familiar. Pero el agujero en la red que la madre deja como principio regulador de toda relación lividinal, está aquí como lo real de la guerra, mudo en el cuerpo.

Con la abundancia de recuerdos, en el medio del horror, empezó a haber lugar también para los colores de otra infancia. En una transferencia amable, su discurso iba encontrando un lugar del que tal vez jamás había dispuesto. Entonces en sus relatos escucho y rescato, varias veces, un trazo de singular talento. Un buen día, cuando el síntoma ya había empezado a calmar su fuerza intimidatoria, como una intervención para ver si dejaba de rascarse un poquito, le sugiero, sin hacer alarde de una gran imaginación, que estos relatos los podría escribir. Y como siempre, si nadie sabe donde van a parar las palabras, y mucho menos un psicoanalista, fué que resultaron iniciar toda una revelación.

A partir de aquí, con los destiempos lógicos de una actividad desconocida, en poco tiempo comenzó a escribir febrilmente un conjunto de recuerdos. Sesión tras sesión empezaron a aparecer escritos, papeles y mas papeles. Algunos decidí aceptárselos, otros él los leía en sesión, o los comentaba, o simplemente iban y venían. En lo real de la escena transferencial comenzó a extenderse una nueva superficie.

El dolor sobre el dolor, lo traumático mordiendo el cuerpo, fué recorrido y circunscripto, en esa producción simbólica que requirió varias vueltas en su elaboración. Una nueva operación se inauguró en el acto de producir un nuevo objeto: el escrito, que en su hechura, interrogó los significados de su vida. Su abolida genitalidad y el mortificante y tanático exceso pulsional, hallaron un nuevo fin en el proceso de escritura de neto corte autobiográfico. La sublimación estaba en marcha. Una nueva superficie erótica se extendió con vastedad y recibió sus marcas, Juan se estaba haciendo de una nueva piel, pero esta vez de papel. Y así fué como cambió su papel, el que jugaba con respecto a los otros.

El proceso narrativo duró un largo tiempo hasta que comenté: "esto ya casi es un libro", y Juan llegó en sus conclusiones que existía un tiempo para concluir. Efectivamente, sin comentarlo ya lo había pensado varias veces y así lo hizo. Con el cobro de un dinero inesperado decidió costear la edición. Hizo el libro, y en su lengua materna lo llamó como uno de sus recuerdos.

Como el libro contaba la historia de su familia, las costumbres y tradiciones del pueblo, la inmigración, pensó que encontraría lectores en las tantas sociedades italianas locales. En las fiestas y reuniones de la colectividad se animó a hablar por primera vez en público. Hizo varias presentaciones, y armó stands donde vendió casi toda de la edición.

Los lectores -amigos, paisanos, coterráneos o desconocidos- lo llamaban a su casa, lo paraban en la calle, lo felicitaban, le agradecían. El escrito tocaba una cuerda íntima y sensible que propiciaba la identificación. Lo invitaron de una FM a hablar de su libro y terminó teniendo una columna semanal en el programa. Empezó a escribir un segundo libro sobre la vida de su padre. Juan vivía un renacimiento. Con su esposa, el vínculo se había reconfigurado en los estándares mas o menos conocidos, pero un sentimiento de independencia le permitía tomar la suficiente distancia como para emprender el viaje de su vida. A pesar de la diálisis, consigue a través del consulado de Italia una clínica que lo acepta como paciente, y solo, vuelve por primera vez a su pueblo natal.

A su regreso, en varias sesiones me cuenta la conmovedora experiencia, me agradece, y retornando a sus asuntos, que ya eran más de los que aquí relato, decide concluir su tratamiento. ¿Descorchamos Champán?

A pesar de compartir la alegría de que Juan haya podido lograr reubicarse de otro modo en la existencia, y cambiar el goce mórbido por otra economía libidinal, varias fueron mis reflexiones sobre la interrupción, ya que no creía que el tratamiento estuviera terminado a pesar de las profundas transformaciones.

Un perfil fantasmático persistía intacto respecto de su cuerpo. Lo escuchaba cuando esporádicamente se lamentaba de los dolores que todavía lo aquejaban y que por supuesto lo seguirían aquejando . ¡Ay dios! ¡Ay mi madre! ¿Por qué a mi esto?. Su cuerpo y sus dolores seguían en el Otro, como designio y propiedad.

Años mas tarde, recibo nuevamente su consulta en la siguiente circunstancia: Una nueva y grave enfermedad lo obligaba a una decisión que sin saber por qué, no podía tomar. Los médicos y su familia le insistían que empiece un tratamiento novedoso y específico, y él entre evasivas se negaba confusamente.

La enfermedad, por su revés, era constatada sin sufrimiento, sólo en datos de laboratorio. Los argumentos de Juan eran: que los valores de los análisis no indicaban alto riesgo, que nadie le aseguraba que ese tratamiento era el correcto, porque a pesar de todo aún estaba en fase experimental, que se sentía bien, y que todos los compañeros de diálisis que empezaban el novedoso tratamiento desmejoraban notablemente su estado general. Pero aún así no podía estar seguro cuando le pedían que firme los formularios, donde debía tomar en nombre propio, todos los riesgos de no aceptar el tratamiento. Su pregunta era ¿qué hago? Sé lo que quiero y no me puedo decidir. Antes de interrogar su pregunta, le digo que quisiera hablar con sus médicos, cosa que acepta. No era posible que me apresure a la neutralidad, por el sencillo riesgo de quedar implicado en una romántica posición sobre el deseo, ingenua o irresponsable. Debía reconocer mi ignorancia y cerciorarme en la cura que dirigía, sobre qué circunstancias se estaba decidiendo. Hablé con sus médicos y con especialistas amigos míos, y cuando la pregunta los sacaba del protocolo estándar de tratamiento y los interrogaba a ellos, todos aceptaban que en esas circunstancias nadie sabía nada sobre cuál era la decisión correcta. Todas eran pruebas. Entonces sí, quedó confrontado, en el ámbito del análisis, con la pregunta que anteriormente no se había podido formular, ¿qué poder le concedía al Otro con respecto a su sufrimiento y sus deseos? ¿en qué trampa del cuerpo se entregaba al Otro para sostenerlo?. En las siguientes sesiones tiene un sueño, del que extrae el argumento de un cuento que se apresura a escribir y sobre el que define su nueva posición. Ahora para terminar, muy brevemente se los relato: Un hombre enfermo, harto de sus terribles sufrimientos, entre sueños recibe la visita de un ángel. Este le dice que en virtud de toda su tolerancia y resignación, dios, con su saber infinito, le concede la posibilidad de vivir sin dolores, con la única condición de que su cuerpo sea etéreo, visible y audible, pero sin poder tocar ni tomar objeto alguno. Tiene tres días de gracia para elegir, tras los cuales el ángel volverá en busca de su decisión. En esos días se resuelven un conjunto de peripecias. Disfruta como nunca de esa desconocida ausencia de dolor físico, hasta una circunstancia única. La mañana del último día, recibe la visita de su amado nieto, que ya empezaba a hablar y a nombrarlo abuelo. No pudo abrazarlo, ni acariciarlo, ni recibir sus besos. Tan grande fue su tristeza que supo que de ese modo la vida no tenía sentido alguno. Y cuando el ángel regresó esa noche le dió su respuesta. Dijo que elegía aceptar su cuerpo como estaba a pesar de los dolores. Esa era su desición. Porque lo que perdería, hasta ese momento jamás había reparado, que era lo mas valioso. Nada mas.

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 9 - Julio 1999
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