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7ª OBSERVACIÓN.- Manía crónica; irascibilidad muy grande, vanidad estimulada, luego destruida; curación.
Un hombre de treinta y seis años fue enviado a Bicêtre el 28 de diciembre de 1835, a causa de manía crónica, y un poco más de dos años después fue colocado en la sección de los incurables. Ignoro cuál era entonces el estado de su razón; sé solamente que él había estado agitado, indisciplinado, y preso de numerosas alucinaciones. En 1840, época en la que me ocupé de él, no conversaba con nadie, comía solo, dormía en un alojamiento sobre colchones puestos en el piso, porque no le gustaban las camas de madera, tenía frecuentes querellas con los enfermos y también con los guardianes, y no obedecía ningún orden. De resto, su salud física era perfecta; reclamaba su salida del hospicio como un derecho, y no toleraba que alguien le pusiera alguna condición.
Estuve muy afligido para encontrar un medio físico capaz de modificar un estado parecido; la observación atenta del enfermo, me hizo descubrir en él una pasión: la vanidad, de la que me serví para lograr mis intenciones. Lo sorprendí un día esculpiendo unas flores sobre un trozo de yeso. Me extasié con la belleza de su trabajo: eso pareció darle placer. Me retiré. Al día siguiente, expuse algunos cumplidos que me valieron algunas respuestas corteses; al otro día, nuevos cumplidos; esta vez el enfermo manifiesta con complacencia sobre lo que hizo, y habla él mismo, de la belleza de sus obras a las cuales les coloca un muy alto precio. Lo encuentro modesto, demasiado modesto; me digo, es verdad, incompetente para esculpir, con todo lo ignorante que soy, no pude prohibirme de admirar sus obras que me parecían sin embargo, obras de arte; si falta algo, no es el talento del artista, sino la materia que él emplea; le propuse entonces el yeso fino y de una perfecta blancura, y útiles. Mi oferta es aceptada y el enfermo, lleno de reconocimiento, se pone a esculpir con verdadero ardor. Desde que me convertí en necesario, él tiene necesidad de mí para la satisfacción de su vanidad. Lo elogié en exceso. Las gentes vanidosas, alienadas o razonables, cuando uno los elogia, no dicen jamás: Es demasiado! Raramente encuentran ellos que eso sea suficiente. Por mis lisonjas, y sin que él dude de ellas, me volví su maestro (maître), lo hice hacer todo lo que yo quería. Acostarse en una cama, comer en el refectorio, hablar educadamente, no molestarse jamás, tener buenas relaciones con sus compañeros y con los empleados, eso fue largo de obtener, pero lo logré. Entonces, habiendo logrado todas esas otras relaciones, la razón había vuelto; lo que quedaba era la vanidad, que era llevada hasta la extravagancia. Era la influencia que me había ayudado a remover todo, a reparar todo, pero él mismo devenía un obstáculo para el libre ejercicio de su inteligencia: era necesario quitarlo como el arquitecto quita el andamiaje que le ha servido para construir el arco de un puente. Quitado el andamiaje, el puente será sólido? Lo fue.
Me hice acompañar en mi visita por otro escultor convaleciente de un acceso de manía, hombre de talento y buen hombre. Presenté para su admiración las flores esculpidas y le mostré al autor: da vuelta la cabeza; insistí para obtener su opinión: levanta los hombros; insistí aún, y cediendo en fin a mis vivas instancias, me dice: "Pero eso no me significa nada, no daría por eso dos centavos!" El autor quedó confundido; el día anterior había valuado cada una de sus flores en más de cincuenta francos. Yo, tenía todo mi rol trazado: incompetente para esculpir, debía rendirme a la opinión del maestro, y comprometer al pobre enfermo a rendirse a esa opinión también, y a elegir un trabajo que pudiera hacerle vivir después de su salida del hospicio. Con la ayuda de cuidados para no irritar una llaga viva, pero que debía cicatrizar, llegué a mi objetivo; y el trabajador que esperaba, raspando el yeso, ganar más de cincuenta francos por día, hecho nuevamente obrero, salía del hospicio el 30 de diciembre de 1840, después de haber permanecido allí cinco años. El tratamiento al que ha debido su curación, ha durado más de seis meses. Creo que su curación no es demencia, pues si recae enfermo, yo lo habría vuelto a ver otra vez en Bicêtre, dado que de todas partes de Francia, uno envía a este hospicio los individuos pertenecientes al departamento del Sena, desde que ellos se vuelven alienados fuera del lugar de su domicilio.
La vanidad puede entonces ser un remedio? Sí; pero es a menudo un mal, y un mal incurable, tanto que uno lo verá en un ejemplo en el caso que sigue.
8ª OBSERVACIÓN.- Carácter obstinado; esperanzas defraudadas; vanidad y obstinación indomable; insociabilidad enfermiza; tratamiento sin resultados.
Una mañana encontré, en la más pequeña sala destinada a los enfermos agitados del hospicio de Bicêtre, un hombre con la fuerza de la edad, de una figura inteligente, perfectamente calmo, y sin embargo retenido por la camisa de fuerza. Había sido detenido en la víspera, y un certificado expedido por los médicos de la oficina central, declaraban que este hombre estaba alienado.
- Su nombre? Su edad? Su país? (Respondió exactamente).
- Su profesión?
- Hermano de la orden de San Francisco.
- Por qué fue usted así retenido?
Iba a responder, pero el supervisor tomó la palabra y me contó que este hermano había llegado vestido con los hábitos de su orden, que estaban en ruinas; le dimos otros hábitos y los rasgó; esa mañana misma una nueva tentativa había sido hecha con el mismo resultado que el día anterior. Entonces, para que no vuelva a rasgarlas, le colocamos la camisa de fuerza. El enfermo, estando bien, de esta manera se le verá a toda hora, confirma la verdad del relato hecho por el supervisor, y agrega que rasgará todos los hábitos que le querramos dar, y que no llevará sino los suyos.
Traté de hacerle cambiar de resolución; y le describí que sobre ese punto el reglamento del hospicio no nos permitía condescender a sus deseos; que su hábito, extraño para nuestros enfermos, llamaría la atención de ellos, y pudiera ser que lo expusieran a las burlas, a los insultos; que la religión, en lugar de ganarlos, los haría sufrir; finalmente el estado de un hombre prudente de conformarse a la necesidad de obedecer a aquellos bajo cuya dependencia él se encontraba, y de no darles ningún motivo de creer que él había perdido la razón. Mis palabras fueron palabras perdidas. Entonces le pedí que me contara la causa de su enredo con la policía; me cuenta y me cuenta al mismo tiempo la historia de su vida. En su narración omite hablar de los hechos que podrían, demasiado evidentemente, serles imputados como daños, o recordar las cosas perjudiciales para su amor propio. Luego de que él hablara, era fácil presentir la naturaleza de sus reticencias, y más tarde supe, por los amigos del enfermo, lo que entonces yo no había hecho más que entrever.
Nacido de padres ricos, M. Jacques estaba destinado desde su más tierna infancia al estado eclesiástico; hizo sus estudios en el seminario y, como estaba dotado de una gran inteligencia, se encontraba preparado antes de la edad fijada para la ordenación como sacerdote. Se lo juzgó adecuado para la enseñanza, y quedó como profesor. La edad para el sacerdocio llegó, y la diócesis estaba completa de sacerdotes, por lo que el obispo no juzgó conveniente creer en el nuevo. Fue necesario por consiguiente esperar; pero mientras él esperaba, un infortunio llega a su familia que lo alejan para siempre de las funciones sacerdotales: su madre se suicida. Ignora, o parece ignorar la consecuencia de este infortunio, y cuando ve hacer las ordenaciones a aquellos a quienes no había enseñado, tiene a la vez dolor e infelicidad. Amo (maître) de su fortuna, se había dejado estafar dieciocho mil francos, y había donado el resto de su fortuna para prepararse a cumplir con el voto de pobreza que se creía aún llamado a hacer un día. Quedó pobre, esperando vanamente el sacerdocio, cansado de las funciones ingratas del profesorado, y su carácter naturalmente entero y obstinado se agria y lo lleva a rebelarse contra su obispo. Sabiendo que no tenía que esperar más su objetivo de pleitear a emprender ni de la violencia a ejercer, toma una decisión que sostenía a la vez la humillación y el escándalo.
Se fue a ubicar en los alrededores de las catedral a la hora en que sabía que el obispo debía volver, y viéndolo venir, se acuesta atravesado en la puerta, no con la intención de bloquear el pasaje, pero sí con el fin de ser pisado bajo los pies del obispo. Con ocasión de esta primera escena, fue detenido; pero como un hecho de esta naturaleza no está previsto por el Código, M. Jacques quedó libre y recomienza. Recomienza dieciocho o veinte veces; cada vez fue arrestado y dejado libre.
No obteniendo nada de su obispo, hizo el viaje a Roma y quiso presentar al santo Padre sus reclamaciones y sus agravios. En la corte de Roma, se le dieron buenas razones, y se le hizo comprender que, por graves razones de disciplina, de religión, de política, lo que mejor debería hacer, era volver a su obispo. Obedeció. Hizo a su obispo nuevas reclamaciones, nuevas instancias, nuevas escenas, y más él hacía, más hacía su ordenación imposible.
Desairado pero no cansado, vuelve a Roma. No sé cuán imperfectamente es que suceden las cosas durante el segundo viaje; sólo supe que él había sido admitido en un convento de la orden de San Francisco, que había estado en guerra con el superior, el procurador, el prior, en fin, con todos los jefes de la orden; durante una procesión, la policía lo había sacado, conducido sobre un bote que debía viajar por toda Francia; que allí, despojado de sus hábitos monásticos por orden del embajador francés, quedó en camisa durante la travesía, rehusando obstinadamente de tomar los hábitos burgueses; llegó a Marsella, rápidamente se había vestido de monje y se había dirigido a París, con la intención de quejarse al ministro de los asuntos en el extranjero y de nuestro embajador en Roma y del gobierno romano.
En una carta que me ha escrito y de la cual hablaré en un momento, resume así los malos tratos que ha sufrido: "Estos malos tratos son, dice: 1º, dieciocho mil francos robados (volés); 2º, diecinueve detenciones arbitrarias; 3º, una detención arbitraria en los presidios; 4º, un exilio; 5º, tres exportaciones (exportations) arbitrarias; 6º, cuatro conducidas por los gendarmes; 7º, el suplicio de la cuestión en los Estados romanos; 8º, los golpes planos de sable y los nervios de la carne; 9º muchas lesiones; 10º, diversos robos de papeles, vestidos y efectos; 11º, un juicio sin causa, como los tribunales lo han querido; 12º, en fin, dos detenciones en las casas de alienados cuando lo demandaba la razón de la autoridad con tanta iniquidad".
El viaje de M. Jacques a París tenía como objetivo obtener la corrección de todos sus agravios, e inmediatamente después de su llegada, se presentó en el ministerio de asuntos extranjeros, para hablar con M. Guizot.
El administrador le pidió su carta de audiencia; respondió que no la tenía. El administrador le pidió que la escribiera; no lo quiso; le dijo que se vaya, no lo quiso. Lo dejó sentado en una de las banquetas de la antecámara. La hora de cierre de las oficinas había llegado, y M. Jacques se rehusaba a irse; quería dormir allí o ver al ministro; vino el comisario de policía, lo detuvo, lo envió al prefecto quien, bajo el parecer de los médicos, lo hizo conducir a Bicêtre.
Qué partido toma uno con respecto a un hombre que tiene los mismos antecedentes? Lo devuelve? Él no disfrutará de su libertad; el mismo día se lo detendrá. Se lo mantendrá? Qué hacer? Volverá a sus hábitos? Pero, sin considerar que él solo, e independientemente del efecto problemático que habría podido producir en el espíritu de los otros enfermos, es ejecutar su voluntad, es obedecerle, es, no diría contra toda razón, pero sí contra todo pretexto plausible, de dejarse dirigir por él.
Esperaba que la presencia de un sacerdote le sería útil. Hice llamar al capellán de Bicêtre, hombre devoto, afectuoso, compenetrado con sus deberes, que hizo todos los esfuerzos para tener éxito, pero nada obtuvo. Había, en el alma de M. Jacques más odio aún contra los sacerdotes que contra los laicos.
El deseo de asistir a las ceremonias de la iglesia, el respeto humano, que eran fuertes en los empleados, no me serían de alguna ayuda? Le decía al enfermo que no podía ni quería hacerle dejar sus hábitos religiosos, y que tampoco pretendía privarlo de ir a misa ni a las vísperas, que él podía ir, pero vestido como laico; se rehusa. Ensayé con la ironía, con los reproches. Él, monje, prefería la satisfacción de su obstinación al cumplimento de sus deberes más santos; podía ser monje, pero no era religioso, y devenía para los otros, una ocasión de escándalo, y, por su persistencia en una voluntad imposible de satisfacer, cerraba sobre sí las puertas del hospicio. Eso no le resultó. Estaba herido por mis reproches; me tenía odio por eso, y no se mejoraba. No podía sin embargo dejarle continuamente en su cama, porque ese estado lo privaba de todo ejercicio y alimento, en consecuencia a su salud física. Lo visten, y para que se quede vestido, se le coloca la camisa de fuerza, entonces se lo quiere hacer caminar, imposible. Abrir hacia él otras severidades, someterlo a privaciones, me parecen peligrosas. Con un carácter obstinado como el suyo, pudo, con la intención de ponerme bravo, llevar estas privaciones hasta los extremos límites, y rechazar absolutamente alimentarse!
Viendo que todos nuestros esfuerzos no tenían éxito, razonamientos, ruegos, ironías, reproches, pasaban sobre el espíritu de M. Jacques sin producirle nada, y a menudo tenía un aire de no oírme y se negaba a responderme, tomé mi partido: pasé cerca de su cama sin decirle nada. Durante los primeros días, pareciendo muy enojado, sin duda porque él me miraba como vencido; enseguida parecía, en los discursos que él sostenía en los intervalos de mis visitas, que a él le faltaba algo: le faltaba el placer de contradecir a alguien. Después, como mi silencio continuaba siempre, reflexionó que eso podía durar aún mucho tiempo y que, en definitiva, era él quien sufría de mi silencio, pues como su salida era por entonces indefinidamente pospuesta. Entonces, me hizo entender que consentiría en hablarme. No comprendí. Habla más claramente. Aún no comprendo. En fin, él me dirige la palabra educadamente, convenientemente; me pide consejo y protección. Tuve cuidado, en mi respuesta, que no viera ningún resentimiento al igual que ningún recuerdo de nuestras querellas pasadas; lo comprometí a conformarse a la voluntad de su obispo, renunciando para siempre al sacerdocio; y no presentarse más en un ministerio sin una carta de audiencia; en fin, a suprimir su hábito de monje, que le suscitaría nuevos enredos, y a buscar por él mismo y por sus amigos, de procurarse un empleo conveniente a su posición y a sus talentos. Me da las gracias por mis consejos y me promete reflexionar sobre ellos. Los días siguientes, se muestra dulce y cortés y me retiene cada vez cerca de su cama para hablarme de su porvenir. Me quedaba gustoso, todas las veces con la precaución de no aproximarme demasiado porque, anteriormente, en su cólera, M. Jacques había dejado entender que él alentaba contra mí, ideas de muerte. Había tomado una precaución la que sin duda me salvaguardaba. Es corto de vista, no ve sin sus anteojos más que los objetos colocados muy cerca de él, y estaba seguro que, si me tenía a una distancia fiable, estaría al abrigo de los golpes que él habría querido darme. A menudo, y sin que parezca y sin darle importancia, él pedía sus anteojos; no se le negaban nunca, pero le prometíamos buscarlos, y cuando los habíamos buscado inútilmente, le prometíamos buscarlos mejor.
Luego que, por nuestras artimañas de todos los días, él se aseguró de mi buena voluntad a su consideración, se arriesga a hablarme de su salida, y me testimonia al mismo tiempo, el deseo de entrar en un convento de su orden, no en Italia, pero sí en Francia, y, en el caso en que él entrara, de volver a tomar los hábitos. No tenía nada que objetar por este proyecto, y yo veía asimismo una gran ventaja para M. Jacques, que, retirado del mundo, sería, puede ser, menos desdichado que lo que lo había sido hasta ese momento. Tomé su palabra y comprometí la mía. Pero hice aún una reserva, y es que no saldría como curado, porque la palabra curado significaría que él había tenido enfermedad, alienación, lo que lo excluiría por siempre de todas las órdenes religiosas, a lo que agregaba que él no podía ser curado, puesto que no había estado jamás enfermo. Respondí que él no estaba curado, que estaba aún enfermo; que yo no cesaría de mirarlo como tal, pero que, sin hablar de curación ni de enfermedad, yo podía, si él persistía en sus promesas, decir que estaba calmo, inofensivo, y en estado de disfrutar de su libertad. Él acepta.
Yo lo veía tan descontento de su cautiverio, que contando, no sobre su razón, pero sí sobre su reserva, consentí en darle su salida, después de haberle recomendado un excelente colega, M. Casaubon, su compatriota, quien no lo apresuraría a enviarlo de regreso a su país. Quedó en el hospital desde el 18 de diciembre de 1841 hasta el 14 de marzo de 1842, es decir alrededor de tres meses.
Para dar una idea de la manera en que él razonaba durante su estadía en el hospicio, transcribo la siguiente carta, que me dirigió desde que nuestras relaciones comenzaron a restablecerse. Más de un hombre sensato no escribiría tan hábilmente.
"Señor doctor,
"Unas cosas desfavorables circulan acerca de mí. Falsos juicios se establecen y se acreditan muy fácilmente, que no he dejado de hacerles caso. Una vez que el reproche publica en voz alta, aquello que uno no menciona jamás sino en voz baja, mi inocencia se place en callarse, y la virtud no debe quejarse más. Yo no tengo que responder sino a otras acusaciones fundadas por error, alimentadas por los prejuicios, y por lo tanto, desprovistas de justicia y de verdad.
"Se dice que M. el abad, no quiere responder al médico. - M. Jacques está silencioso, sin duda; pero M. el abad está lleno de deferencia por el médico. Él no ha dejado jamás de querer responderle, y de no tener otro deseo que el de serle agradable.
"Se acusa a M. el abad de rencor, después que uno le ha testimoniado los mismos sentimientos. M. el abad, por el contrario, acepta todo testimonio parecido desde que las palabras son acompañadas y garantizadas por acciones tanto más manifiestas cuanto más grave haya sido la injuria. Estas acciones, la restitución de sus hábitos religiosos, deberían preceder a todas las palabras.
"Se me declara obstinado. - Hay obstinados en el bien. Por lo tanto la obstinación no es siempre un vicio, ya que ella puede ser también una virtud. Esto es tan cierto, que uno la designa bajo diversas denominaciones, según como uno quiera pintarla bajo colores favorables o bajo colores desfavorables. En el primer caso, por ejemplo, uno dirá que el hombre obstinado tiene constancia, perseverancia, carácter; y en el segundo caso, lo contrario, lo llamará caprichoso, testarudo, voluntario. No tiene por qué un obstinado ser loco, la obstinación es justa y razonable todas las veces que ella está en oposición con un acto injusto e irrazonable. El acto que se ha exigido de mí, no sería justo y razonable tanto como el que tendría por único objetivo, el de someterme a una regla común; pero esto se vuelve injusto e irrazonable ya que constituye un atentado preparatorio de los delitos posteriores que son reservados a la malicia contra mi libertad religiosa. En fin, la creencia en estos delitos ulteriores no puede ser considerada como el error de una vana imaginación, y es que esta creencia está fundada sobre los delitos anteriores.
"Se llama a mi obstinación locura, es que ella es desobediente: - doble error que confunde la locura, no solamente con la obstinación, sino aún con la desobediencia. El loco dice sí y no, el obstinado dice sí o no, el desobediente dice si al no y no al sí. El primero es inconstante, el segundo resuelto, el tercero es revoltoso; el primero es para rechazar, el segundo para considerar y el tercero es para sosegarlo. Y desde cuándo sosegamos acumulando cadenas sobre cadenas, rechazos sobre rechazos, vejaciones sobre vejaciones?
"A menudo digo, Señor, que no solamente mi entrada a Bicètre es una injusticia, sino que ella fue aún más fraudulenta que injusta. En efecto, habiendo venido a París con el único objetivo de defender mi libertad religiosa comprometida, debí convenientemente atender el examen de mis facultades mentales en un lugar donde esta libertad religiosa quedara bajo salvaguarda, al mismo tiempo que mi razón hubiera estado alterada. Yo debía, dije, tener mi libertad religiosa bajo salvaguarda al menos hasta un examen razonable, y este lugar no es una casa donde los reglamentos me quitaran mi hábito desde el primer momento. Avenirme a las reglas de esta casa para exigir una obediencia inexigible, era un refinamiento de artimaña al que yo debía resistir, al que yo resistí. Ejercer crueldades contra mi justa resistencia fue una tiranía tanto más irrazonable que inútil. Pero, acusar de locura las violencias que han sucedido a estas crueldades, y sobre todo retenerme en Bicêtre por estas pretendidas locuras, sería verdaderamente el colmo de la iniquidad.
"Es necesario entonces salir de Bicêtre. - Para quién Bicêtre? Para los locos. - Y hay locura? No. - Entonces es necesario salir de Bicêtre.
"Es necesario salir de Bicêtre, necesario salir igualmente obstinado. - Para quién Bicêtre? Para los locos o para los obstinados? - Para los locos. - Por lo tanto es necesario salir de Bicêtre.
"Pero que haré después de salir de Bicêtre? Comprendo que mi caso necesita modificaciones de conducta saliendo de esta casa. Adoptaré en efecto modificaciones que haré conocer más tarde; pero antes que todo es necesario salir de Bicêtre, es necesario salir libre de Bicètre.
"Después de estas consideraciones le ruego, Señor doctor, créame
"Vuestro muy humilde y muy respetuoso servidor, siempre sumiso desde que sus atribuciones y mis deberes religiosos me permiten serlo.
"JACQUES,
"de la tercera orden de San Francisco."
"Bicêtre, 15 de febrero de 1842.
"P.S. Espero, Señor doctor, que se dignará a darme una respuesta en la primera visita, teniendo cuidado que mis hábitos religiosos estén presentes, como así el peluquero para renovar mi tonsura, previendo entre otras cosas, los medios de un transporte inmediato a París, ya que no conviene de ninguna manera hacerlo volver sobre el carro de los locos a aquel que le ha probado por testimonio, no haber salido loco. Espero que el Señor doctor no se dejará sorprender por la novedad de los complementos que podría proponerle, aún menos que se guardará de no tomar a mal las demandas que no habrán sido justas y reflexivas."
Qué puede uno objetar a esta carta? Bajo la relación de la lógica, nada: el razonamiento es justo; solamente, parte de un principio erróneo. Es como en los espíritus falsos que, inagotables razonadores, no están jamás de acuerdo con los hombres dirigidos por el simple buen sentido. Abandonado a esta libertad que él desearía tan ardientemente, qué devendrá M. Jacques? Recordará sus promesas? Cómo las sostendrá? Mientras él estaba en Bicêtre, yo a veces me reprochaba de tenerlo ahí; después de su salida, me arrepentí de no haberlo dejado en Bicètre.
El mismo día de su salida me escribió una carta en la que me daba, bajo el nombre de nueva adhesión a las convenciones hechas entre nosotros, una explicación que cambiaba completamente el espíritu; y algunos días más tarde me escribió una segunda más explícita aún, y de un jesuitismo (jesuitisme) demasiado curioso para que no la transcriba aquí.
"Señor doctor,
"Conformar sus acciones a la necesidad de las circunstancias, es un punto donde debe apuntar todo hombre prudente; esto es lo que yo he hecho durante toda la vida; es lo que yo hago aún en las promesas auténticas que usted tiene entre sus manos: las ejecutaré de todo corazón. He comprendido al fin, y usted ha comprendido conmigo que mi posición, saliendo de Bicêtre, no podría ser de ningún modo la misma que la de antes de haber entrado; yo no debo más correr a la aventura; que mi edad de treinta y cinco años demanda, en fin, una determinación fija, y que yo debo aportar a esta determinación todas las modificaciones que mis malos momentos y mi detención son susceptibles de exigir; de tal suerte que una más grande rehabilitación fuera justa y natural después de un gran delito; yo no debo más atenerme a las mezquinas demandas que había hecho al principio, pero sustituyéndolas por otras que sean una verdadera reparación a una estafa de tres meses y a una nueva injusticia del poder, que ha puesto de tal suerte el sello a sus primeros esfuerzos. He aquí el texto de mis promesas:
"1º Condescender a las voluntades de mi obispo;
"2º Desistir de mi primer demanda acerca del ministerio;.
"3º Retirarme libremente en un convento francés de mi elección;
"4º Retractarme de todo si alguien traba mi objetivo;
"5º No buscar ni ocupar ningún empleo en París, con mi hábito religioso;
"6º Salir de Bicètre bajo el hábito, lo que placerá a M. Leuret;
"7º Consentir a todo lo que he prometido hasta este día a M. Leuret.
"Esto es verdad:
"1º Que debo quedarme en la orden de San Francisco, donde me ha querido mi obispo;
"2º Que, para llegar a este objetivo, debo preguntar al ministerio que me ha dado los medios en Francia. Estos medios son: la aprobación de mi orden en Francia, la donación de una casa para fundarla, los fondos necesarios para el mantenimiento de una comunidad (aquí se encuentra la exposición de sus agravios, exposición que hemos leído anteriormente);
"3º Que debo elegir como convento francés la casa que me dará el ministerio para fundar mi orden;
"4º Que debo demandar otra vez volver a Italia, si no se me da esta casa, si de otra manera se me traba mi objetivo;
"5º Que debo llevar el hábito de la orden en la cual persevero, y no buscar en efecto ni ocupar en París ningún empleo que pueda hacérmelo perder;
"6º Que no debo volver a ponerme estos hábitos religiosos sino inmediatamente después de haber salido de Bicêtre, si M. Leuret me hace salir con otro hábito;
"7º Que debo ser estable y muy fiel a todas las otras promesas que le he podido hacer a M. Leuret.
"Sin embargo estas promesas son, entre otras: 1º reconocer sin cesar, en mi entrada y en mi estadía en Bicêtre, un fraude, una injusticia, una perfidia, una violación, un acto consumado de arbitrariedad, de hipocresía, y de perversidad; 2º reconocer en mi despojo un verdadero robo; 3º considerar todas las violencias, las burlas de las cuales he sido objeto, como un verdadero delito.
"firmado el abad J
"P.S. No es verdad que si yo no hubiera usado de medios ilusorios (moyens illusoires) con usted, o bien yo habría definitivamente perdido mi hábito, o bien no hubiera salido jamás de Bicêtre? Quiero que usted conozca cual era el plan que yo había detenido, el golpe tremendo que entrañaba una muy larga estadía en Bicêtre. Eh bien! Sépalo: no esperaba sino haber pasado las pascuas. Quiero decir que el lunes de Pascua era el día determinado en el que usted debería dejar de vivir. Yo había preparado todo e imaginado todo para darle muerte, y estos medios estaban tan bien tomados, que la muerte hubiera sido infalible".
Qué de falacias, de duplicidad en esta carta! Es este un hombre devoto de la vida religiosa? Es solamente un hombre? Sí, es un hombre, pero un hombre enfermo. El estudio de los alienados entre las enseñanzas que nos brinda, aprendemos a ver con ojo indulgente las faltas en las que uno puede caer a nuestra consideración. Y esta indulgencia no es sino justicia, pues en los enfermos, hay un arrepentimiento tan rápido que parece un destello de razón. Este destello apareció, en el espíritu de M. Jacques e ilumina una escena más triste aún que todo lo que había precedido. Se juzgará por esta tercera carta que me escribió el enfermo.
"París, 25 de marzo de 1842.
"Señor Leuret,
"Le envío en este sobre todo lo que la cólera y el rencor me hacen escribir contra usted, inmediatamente antes de haber salido de Bicêtre. En Bicêtre, señor, yo debía escribir como en Bicêtre, pero en París escribiré como en París, es decir que reconozco mi falta, y no sabría deplorar demasiado los comportamientos en los que me había arrojado la pasión. Confieso que se me ha hecho daño, pero confieso también que usted en eso era ajeno, ya que usted no pudo hacer otra cosa que lo que había prescrito. No sé tampoco por qué le envío esta primer carta; pero soy de una naturaleza tal que, pidiéndole mis disculpas, no puedo dejarle ignorar ni la más pequeña parte de mis daños.
"Parecería, que después de esta primera carta, debería haber vuelto donde el ministro para mi nueva demanda; pero es bien otra cosa, y mi sola conducta le testimoniará mejor que lo que le pueda decir del vivo deseo que me anima de no producirle a usted esta pena. Es verdad que conservo mi hábito religioso, y con él la perseverancia en mi orden, aquella a la que no he querido jamás renunciar, pero, aparte de esto, estoy en perfecto reposo. El día después de mi salida, fui a cenar a la casa del buen M. Casaubon, y desde esta cena no salí de mi habitación, donde viví confinado en un retiro profundo, casi incógnito, sin recibir a nadie, y sin saber deplorar bastante delante de Dios, las faltas enormes de cólera y de irreligión que cometí en Bicêtre.
"Sin embargo, mi estado temporal es horroroso. En un primer golpe de generosidad, yo gasté una gran parte del dinero que me quedaba para hacer regalos a mis amigos, y no creo aún haber satisfecho a la mitad de todos aquellos que hicieron algo para mi retiro del hospicio. Todo el resto de mi dinero, sin excepción, lo he empleado totalmente para pagar el adelanto de un mes de renta en el hotel donde yo permanezco; de tal suerte que no tengo dos dineros para comer. Juzgue, Señor, cuál debe ser el estado de un joven hombre que, desde hace ocho horas, no ha comido ni bebido, más que lo que uno llama una migaja de pan o una gota de agua. Hace falta verdaderamente ver un tal prodigio para creerlo. Y le declaro que, no pudiendo cambiar de resolución, pereceré de hambre en mi habitación, si la Providencia no viene de alguna manera en mi ayuda.
"Señor Leuret, le diré una verdad: si no he amado Bicêtre, es verdad sin embargo que reconozco alguna cosa amable en usted; y si yo he sabido poner toda consideración personal aparte, lo habría hecho, me parece, en todo caso de su persona, y pudieron vuestros consejos haberme sido más provechosos. Pero lo que es disentido no es perdido. Quiero ir a verlo. Me será difícil dejarme arrastrar, en tanto soy débil. Sin embargo lo intentaré, y sé que es usted bastante bueno como para ayudarme con aquellos consejos provechosos en esta última situación extrema. Haré lo que usted me diga. Pero le ruego urgentemente de admitir una sola excepción: es que usted no me hable de abandonar el estado religioso.
"Esperando este dulce y agradable placer de verlo, le ruego que me crea para siempre,
"Señor Leuret,
"Su muy humilde y muy obediente servidor,
JACQUES,
de la tercera orden de San Francisco .
"No tengo ni la fuerza ni el coraje de releer mi carta. Le ruego sea indulgente por las incorrecciones".
Corrí a la casa del enfermo con el doctor Casaubon. Estaba demacrado, pálido, los ojos sombríos; no nos reconoció en un primer momento; la debilidad de su visión no le permitía distinguirnos. Mi voz le causa un momento de sorpresa y de placer; la de Casaubon le hizo bien. Nosotros le testimoniamos, uno y otro, el más vivo interés, y le ofrecimos ayuda. No la quiso; estaba decidido a morir.
- Pero la religión le prohibe dejarse morir.
Siguió sordo.
- Pero aún la cercanía conocida en el estado en que está usted, hará que la policía tome conocimiento, y vendrá a buscarlo para llevarlo al hospital.
- Si la policía viene, me arrojaré por la ventana.
- Pero es un suicidio, es un crimen.
- El hospital es, para mi familia y para mí el deshonor; no iré al hospital.
- Sin duda, no vaya al hospital, y consienta en tomar los alimentos.
Éramos dos; una ayuda dada por nosotros devenía limosna; dada por uno solo, era un préstamo hecho a un amigo. Me retiré. M. Casaubon llegó a hacerle aceptar al enfermo lo que le era necesario. Lo ayuda a tomar fuerza y lo decide a hacerlo volver a su país. Desde ese momento, pasan luego cuatro años, M. Jacques está siempre enfermo y siempre infeliz, tanto en libertad como en el hospicio, y llevando consigo sin cesar, el peso de sus inquietudes, de sus exigencias, de sus recriminaciones y de sus cóleras.
Lo hecho por M. Jacques me dejó, y me deja aún, en un gran compromiso. M. Jacques no me ha dejado tomarlo por ningún lado. Adular sus deseos, y condescender, era imposible; fingir aprobarlos, hubiera sido de una gran imprudencia, porque sería rápidamente apercibido de que lo engañaríamos, y su resentimiento no habría sido más que vivo; se le habla con franqueza, lo he hecho, pero sin ningún éxito genuino. Los buenos procederes, los consejos dados por un sacerdote no tuvieron más resultado que la contrariedad y el aislamiento. Llegado al momento en el que creía tocar la muerte, las dos pasiones por las que, ellas solas, ha vivido desde que está enfermo, la obstinación y la vanidad, están aún allí, vivaces, dominantes, y le dictan la resolución de arrojarse a la encrucijada, más que de dejarse conducir al hospital.
De lo que he dicho, no concluiré sin embargo que en casos similares el arte sea impotente. Cuando queda aún en el hombre tanto y tantas bellas facultades que se conservan en M. Jacques, no nos podemos resignar a mirarlo como siempre perdido; pero debo decirlo, no encontré contra su enfermedad ningún remedio, ni una sola verdadera indicación a cumplir.
Estuve muy alegre en el caso que voy a relatar, y que finalizará esta Memoria.
9º OBSERVACIÓN.- Pesar; abuso de los espirituosos (spiritueux); alucinaciones; tentativas de homicidio; profunda tristeza; diversión moral, trabajo; curación.
M. Julien tiene treinta y siete años; es soltero, de humor fácil, gusta de su arte y viviendo, como su madre, del producto que realiza. Naturalmente tímido y no teniendo sino pocas relaciones, permaneció algún tiempo sin tener nada que hacer. La economía de la casa estaba resentida. Era necesario imponerse privaciones. Con la intención de aturdirse en su posición, M. Julien se puso a beber, y como era pobre, en lugar de vino bebía aguardiente. Se procura por ese medio, por algunos instantes, el olvido de sus males; pero cae en una gran postración; deviene sombrío, taciturno y alucinado. Durante el día, sobre todo en la noche, escuchaba voces que lo insultaban y provocaban. Estas voces, de dónde provenían? Del vecindario? No duda, y no teniendo la bastante lucidez para ir, se queja del comisario de policía, y busca vengarse. Un día, toma un cuchillo, y, furioso, va a arrojarse sobre uno de sus vecinos, cuando lo llegan a prender y a arrestarlo para conducirlo a Bicètre. Su entrada al hospicio tuvo lugar el 28 de abril último.
Entonces, enflaquecido, abatido en sus rasgos, pero, aparte de eso, buena salud física. Digestión, respiración, circulación en estado normal. Pereza extrema y para todo. Se levanta, se viste, camina, habla, todo eso no se hace jamás sino lentamente y a fuerza de solicitaciones. Permanece acurrucado en una esquina, llora, y a menudo, en mi visita, no pide nada, ni siquiera su salida.
Los buenos consejos no le habían faltado por parte de su madre; no le habían faltado por parte de nosotros. Así que distracción, trabajo, lectura, canto, estaba animado por todo eso, pero no se decidía a nada. En un caso similar, se recomienda insistir, y si no hay éxito, insistir aún. Durante este tiempo, los meses pasaban y, después de meses, de años, y después de los años, la incurabilidad, entonces la muerte. Es triste, pero uno quedó lleno de condescendencia y de dulzura, uno ha hecho sus visitas sin emoción y la sonrisa en los labios; hemos encontrado la ocasión de dirigir a los enfermos de estos discursos resbaladizos que ellos mismos no escuchaban, pero con los cuales los asistentes eran fuertemente tocados. Un método parecido pudo tener su buen lado; no era de mi uso. Delante de un enfermo, no pienso en los asistentes; no pienso en mí; pienso en él.
Pero la reputación del médico puede sufrir! Que sufra. Hay alguna cosa sobre la reputación, es el deber. Y entonces todo no es dolor en el cumplimiento de este deber; la conciencia está satisfecha, y los corazones vienen a ti diciéndote: Coraje! Coraje entonces, y prosigamos.
- Usted no quiere trabajar, señor Julien; sin embargo su madre es un estorbo; ella no puede pagar más su alojamiento; ella puso los efectos en la casa de empeño (Mont-de-Piété).
- Yo no puedo entonces trabajar; aún más, yo no tengo trabajo aquí.
- Trabaje la tierra, el ejercicio al aire libre le hará bien, recobrará la salud, y usted irá entonces a definir su vida.
- No puedo.
- Usted irá, yo así lo deseo.
Se le conduce al campo; intenta evadirse y no trabaja. Al día siguiente ordeno una ducha.
Quién no conoce la ducha? Todas las personas que frecuentan los baños de mar y lo han recibido en la cabeza. Es sorprendente, es dificultoso de soportar; pero si no se le tiene miedo a tomarla en el mar, dónde se va a encontrar la curación de una enfermedad a menudo grave, por qué no recibirla cuando se trata de recobrar la salud? La ducha era una pena dolorosa antes que cuestión de tratamiento moral; ella no devino un suplicio, una barbarie sino recientemente y en los escritos publicados contra mí. Pinel, Esquirol, para no hablar de los muertos, lo han utilizado con éxito; uno la encuentra en todos los establecimientos públicos de alienados o en institutos particulares, luego de las ideas de esos dos científicos psiquiatras, y de los cuales me he servido habiendo servido a mis predecesores. No lo inventé ni lo perfeccioné, me restringí a la aplicación, desde que no lo aconsejo casi nunca en los casos de manía aguda, enfermedad contra la cual ella era habitualmente administrada, y que yo reservo especialmente a ciertos monomaníacos en los cuales se trata tan seguramente de la misma manera como lo hace el sangrado para la neumonía.
Sé bien que esta declaración no cambiará nada en los discursos de aquellos que me atribuyen lo que ellos llaman un sistema de intimidación; tampoco es para ellos que escribo, y sus imputaciones no me tocan en lo que ellos pueden poner en mi cuenta, de los hombres leales y sinceros quienes, en esto como en todo, tienen necesidad de conocer la verdad.
Volvamos a M. Julien. Después de haber recibido la ducha, consintió, no trabajar la tierra, pero sí dibujar. Se le procuran los medios. Lo hace lentamente, a pesar de él, y solamente para ceder a las instancias del supervisor. Cuando me limito a los consejos, cuando le retrato la miseria a la que su pobre madre estaba reducida, él se vuelve tierno, protesta llorando de su amor por ella; pero no hace nada. Me fue necesario volver muchas veces a la ducha, y lo hice volver hasta que él hubiera vuelto a los hábitos de trabajo. Se puede dibujar, pero dibujar mal; es lo que hizo desde el comienzo. Para alentarlo, compré sus dibujos; los alumnos del servicio, MM. Lamarre, Boutellier, y otros, le compraron también; él recogió así una pequeña suma que da a su madre. Era una alegría para él, pero una alegría aún tibia. Para animarlo, le hice trabajar más y ganar más dinero; cuando fuera rico, como él era muy poco atento y muy dormido, le hice robar (voler). Yo quería que él estuviese atormentado, inquieto; había tenido un pesar y, para consolarlo, le hice devolver el dinero. De esta manera, él pudo sentir dos sentimientos legítimos; él no siente nada, ni se lamenta de la sustracción que le había hecho hacer; y apenas había pensado en eso. Le hice ganar unas nuevas sumas por la venta de sus dibujos, y para obligarlo a hablar, a volverse atento, había recurrido a todas las artimañas que podía imaginar. Él había puesto un dibujo en subasta, cada uno de nosotros subíamos el precio; entonces, si nosotros veíamos distraído a M. Julien, sin ocuparse de nosotros, nosotros nos detendríamos, y el dibujo era adjudicado; pero a quién? M. Julien lo ignoraba y volvía a recomenzar. Entonces nosotros ofrecíamos tan poca cosa que el dibujo no estaba vendido, en tanto que la apuesta era floja. Las sumas que él creía casi tener habían así escapado, abría finalmente los ojos; tenía cuidado al mirar a los compradores, y muchas veces, cuando nosotros creíamos haberlo hecho caer en una trampa, nos probaba que él había reconocido muy bien al último de los apostadores, que se encontraba así deudor de una suma bastante fuerte. Eso era para todos nosotros un verdadero asunto de alegría, y el dinero, salvo un poco retenido para los dulces, era remitido por M. Julien a su madre.
Un poco de atención había así vuelto, pero solamente por la venta y no aún por el trabajo. Por ejemplo, cuando diseñaba un retrato, M. Julien miraba con pena a su modelo, y no lo hacía parecido. Un vesicatorio, una poción, eficaces en casos similares, al decir de ciertas personas, no me parecieron necesarios; no empleé otro poder más que el de mis palabras. Le recomendé a M. Julien traer, para el momento de la venta, las personas que él había querido representar; y cuando estas personas no podían venir, él debía hacérnosla conocer, narrándola, su historia. Allí por consiguiente, estaba obligado a mirar a sus modelos, interrogarlos, retener lo que ellos le decían y de rendirnos cuenta. Desde el principio nos dijo el nombre a lo sumo, y acusaba a su memoria de no poder suministrarnos otra cosa; vendía sus retratos por algunas monedas. Entonces decía más, luego decía mucho, y terminaba por decir tanto que fallaba, y de vez en vez el precio de sus retratos iba en aumento. Para aguijonearlo, a menudo he llamado para la venta, a un otro enfermo igualmente diseñador, que lo hacía bastante bien, y entonces comprábamos los dibujos a un precio elevado, envidiable, y esta artimaña era para M. Julien un poderoso aguijón.
Desde que él trabajaba y se mostraba en estado de ganar bastante para atender a sus necesidades y a las de su madre, M. Julien concluyó que debía partir del hospicio. No tenía en esto toda la razón, puesto que si trabajaba, era gracias a nuestros esfuerzos, y si él vendía sus retratos, era que nosotros allí pusimos buena voluntad. No comprendió esto y terminó por decirnos, no sé si en efecto él lo pensaba, que nosotros lo reteníamos con el único fin de hacerlo trabajar para nosotros. Su reclamo era la expresión de un poco de ignorancia y de un poco de ingratitud; ella me indicaba una modificación a aportar en el tratamiento.
- Usted cree poder ganar vuestra vida; yo no pienso como usted; los dibujos que le compramos, usted no los vendería en la ciudad; los retratos, usted no los hará, pues uno no será capaz de dirigirse a usted mismo. El aire dormido que usted tiene siempre, el silencio que usted guarda, serán un obstáculo a todo éxito. Pero, ya que usted cree ser parte del asunto de una especulación, cesaremos de comprarle nada; usted trabajará y usted guardará sus obras; usted las venderá luego de su partida. Debo prevenirle también que M. el supervisor, no lo atormentará más para hacerlo trabajar. En la ciudad, él no estará con usted, usted deberá dibujar sin que una persona esté presente y usted estará obligado; haga aquí como hará en la ciudad; proporcione sus pruebas, y no le pido más. - En el mismo tiempo le di el permiso de buscar sus modelos en todo el hospicio.
Sin parecer intervenir en nada de sus asuntos, M. Gallet, supervisor, y M. Deleporte, maestro, los dos llenos de solicitudes por los enfermos, y particularmente afectuosos con M. Julien, se ocuparán de conseguirle trabajo, y dejándole sin embargo la apariencia de la iniciativa. Ellos lo hicieron de tal modo que el enfermo se reanimó, tomando parte de la vida social, ocupa su tiempo de una manera útil a su salud y a sus intereses, y volvió al estado de ejercer su profesión. El 17 de septiembre último, salió del hospicio. La duración de su tratamiento ha sido de cuatro meses y medio.
Desde que estuvo con nosotros, lo he vuelto a ver muchas veces, y recibí de él confesiones fuertemente interesantes bajo el punto de vista psíquico. Su enfermedad databa de hace mucho tiempo y no había lugar para creerle. Alrededor de seis meses pasaron antes que descubriéramos en él algún síntoma de locura, se había vuelto una compañía alegre en la mesa, y un poco bebido, había sentido o creído sentir que le presionábamos la rodilla; su imaginación excitada, y el vino ayudaba, tuvo en esta ocasión las ideas más sucias, y estas ideas lo llevaron a suposiciones injuriosas que no pudo, a pesar de vivos combates interiores, sostener mucho tiempo escondidos. Hizo una explosión que, en realidad, era ya un síntoma de alienación, pero que entonces fue visto como un escándalo y una calumnia. Con las ideas sucias habían surgido las primeras alucinaciones.
El trabajo no volvió inmediatamente a la salida de M. Julien del hospicio como le habría sido necesario. Fastidiado, se entristece, y en su espíritu se sucede un fenómeno singular, que expone de la manera siguiente en una carta escrita por él a uno de sus amigos:
"Lo que me asombra, dice, es que yo no siento ningún dolor físico, que todo es moral. Hay en mí un individuo que busca apoderarse de mi razón, y otro individuo que soy yo que busca conservarla. El caso no es risible, agrega M. Julien, pero parecen dos perros que se disputaran un hueso".
No obstante este síntoma, que era aún un resto de locura, la convalecencia se corroboraba todos los días, desde que M. Julien, demasiado olvidado de la infelicidad de la que venía de escapar, ha tomado la costumbre ostensible de beber vino puro, y, escondido, aguardiente. Los efectos de este funesto hábito se hicieron sentir: M. Julien ya no está delirante, pero tiene momentos de furor, presagios casi ciertos de una recaída. La ayuda de la medicina lo había hecho entrar en estado de disfrutar de su libertad; no ha sabido ser dueño de sí mismo, padece el dolor de su falta.
Ahora una observación.
10º OBSERVACIÓN.- Miseria; pesar; inclinación al suicidio; amor propio adulado, trabajo: curación.
Un pintor de veintiocho años entró a Bicêtre el 1 de octubre de 1841, aquejado de una profunda melancolía con inclinación al suicidio. El pesar por no poder hacer el honor a sus asuntos eran, sino la causa única, al menos la causa principal de esta enfermedad. Físicamente, parecía bien, pero su abatimiento, su desespero, eran extremos; los consejos más sensatos no pesaban sobre él, y la disposición de su espíritu tan triste que recibía como burlas e insultos los que le eran ofrecidos por sus amigos y por nosotros. Había querido matarse, y fue después de una tentativa hecha con el objetivo de que la policía lo prendiera y a la que nosotros lo habíamos enviado.
En medio de sus preocupaciones, infelizmente fundadas desde su principio, un sentimiento normal había surgido, en él, en ocasión de su entrada a Bicêtre: era su deseo de salir. Este deseo, en un comienzo indefinido, había tomado fuerza, y sólo él había sido una tregua al delirio. Largo tiempo había ensayado tranquilizar a este enfermo; de hacerle renunciar a sus ideas de suicidio, de obtener de él cualquier trabajo corporal; no tuve éxito: pretendía siempre llevarse bien, no tener más necesidad de ayuda por parte de la medicina; y un trabajo corporal era demasiado extraño a sus costumbres para que consintiera someterse.. También había puesto a su disposición lo que le era necesario para dibujar, para pintar, y había rechazado todo. Pintaría, me decía, cuando estuviera libre, pero uno no tenía el derecho de exigirle que pintara cuadros en Bicêtre. Sin tener razón, dado que el trabajo hubiera contribuido a devolverle la salud, él no tenía completamente ningún daño, y eso me llevó a una gran turbación. Una naturaleza delicada y tan irritable como la suya, exigía por otra parte grandes cuidados; con él, la fuerza hubiera sido peligrosa; él se habría roto antes que torcerse. Se necesitaba entonces recurrir a artimañas: esta es la que empleé.
Reuní cinco enfermos, el pintor era uno de ellos, bien entendido, todos querían salir del hospicio; les anuncié que acordaría la suerte de aquel entre ellos que hiciera, sobre un gran lienzo, un paisaje destinado a la puesta en escena de nuestras representaciones teatrales, y que, si ellos quisieran concurrir, debían hacer su proyecto del cuadro. Todos aceptaron: les di cuatro horas para trabajar.
Bastante estimulados más que supervisados por mi amigo el doctor Millet, entonces alumno en mi servicio, y por el maestro, M. Deleporte, los cinco candidatos se pusieron a la obra; y al día siguiente, después de mi visita, los croquis me fueron presentados. Decidí, siendo profano, el mérito de alguno de ellos. Juzgando como médico más que como artista, le di la preferencia al pintor que esperaba curar. Él que, favorecido con mi aprobación, se puso a la obra; lo hizo con buena voluntad, con una actividad admirables. Una vez el pincel en la mano, ya no era un enfermo, era un pintor en su atelier. Así, cómo lo aplaudí! Cómo su bosque era felizmente diseñado! Cómo el aire circulaba libremente entre los árboles! Cómo lo más alejado ofrecía una risueña perspectiva! Era que su trabajo estaba bien, y podía ser así porque no lo veía con los ojos de padre. A medida que él trabajaba y que recibía no solamente mis elogios, sino aún los de nuestros alumnos, la vida de la inteligencia se reanimaba en él; había cada día, podría decir cada hora, un verdadero progreso; también la curación fue veloz: al cabo de una semana el cuadro estaba terminado, y el pintor salió del hospicio.
Desde el 1 de octubre de 1841, día de su ingreso, hasta el 1 de enero siguiente, es decir durante tres meses, el aislamiento, los consejos afectuosos, algunos baños, no habían producido sino fastidio y un vivo deseo de libertad; una artimaña de un momento ha cambiado con mucho de alegría las disposiciones del enfermo, que ocho horas después no le quedaba ningún rasgo de enfermedad.
Termino aquí la serie de mis observaciones; agrego además, sería hacer un volumen y fatigaría al lector. Conté largamente, pero simplemente, lo que vi, lo que hice. Tuve, como objeto principal establecer bien que, en ciertos casos de alienación mental, es necesario un tratamiento físico, y que en otros casos es necesario un tratamiento moral; y me he entendido particularmente con el último, porque es allí donde se aprecia demasiado poco la importancia, y donde la aplicación no se hace lo bastante frecuentemente. Desde hace algunos años, es verdad, en teoría como en la práctica, se ha modificado mucho, se ha devenido menos afirmativo sobre la causa material de la locura; no se cree más generalmente que el pensamiento sea secretado por el cerebro como la bilis es secretada por el hígado; la localización de las facultades del entendimiento en un punto determinado del encéfalo es bien antigua y parece extraña, para no decir más; las palabras psicología, psiquismo, se encuentran en las bocas que durante largo tiempo no hablaban escasamente sino de alteración, de irritación, de inflamación; las escuelas en las que se cultiva el espíritu de los alienados en el tratamiento por la lectura, la escritura, el ejercicio de la memoria, la música, el canto, se multiplican, y cada médico que las ha establecido aplauden los resultados ventajosos que esas escuelas les procuran; no se dice más crudamente, como se decía no demasiado tiempo atrás, que "las evacuaciones sanguíneas, los exutorios, los purgativos, el sulfato de quinina, hicieron sentir a la melancolía toda la absurdidad de sus ideas fijas, que le daban tranquilidad y disipaban sus temores quiméricos"; se admite que hay "emociones vivas e impresiones capaces de cambiar, por una violenta sacudida, en el curso de las ideas, y de tener sobre los alienados una influencia un poco más indiscutible". Les llega bien aún a algunos, cuando no encuentran las alteraciones apreciables de los sentidos en el cerebro de los alienados, de admitir que escapan y "que escapan siempre a las indagaciones de los investigadores". Menciono igualmente a uno de entre ellos quien, "para aclararse y ver por sí mismo el interesante espectáculo que puede presentar la disolución más o menos rápida de su ser pensante, ha utilizado una cierta droga india, y ha sentido sus ideas, toda su actividad intelectual llevada por el mismo remolino que agita las moléculas cerebrales sumisas a la acción tóxica del hachish". Este remolino simultáneo de las ideas y de las moléculas cerebrales puede ser en efecto un fenómeno interesante para estudiar, pero solamente como síntoma de alcoholismo, como idea delirante; porque intentar introducir en el dominio de las cosas reales, quererlas transportar en la anatomía patológica, sería comprometerse bastante (à peu près) a mostrar, en los individuos que habrían sucumbido después de un torbellino de esta naturaleza, el cerebro todo sembrado de ideas y de moléculas cerebrales, cosas que probablemente escaparán aún por mucho tiempo de las búsquedas de los investigadores.
Aparte de estas excentricidades, a las que no se le dieron más importancia que las que tenían, el tratamiento moral está por consiguiente generalizado; las repugnancias que provoca desde el comienzo cada día irán disminuyendo; pero no es bastante, hay que hacerlas caminar aún, y de caminar de común acuerdo con el fin de alcanzar el objetivo.
Para avanzar seguramente en la vía que indico, qué guías hay que seguir? De qué preceptos debemos ser penetrados? Cómo la experiencia adquirida podrá ella beneficiar a quienes vendrán después de nosotros?
Los preceptos, las guías, si existen para ustedes, están en ustedes, no las busquen en otra parte. El tratamiento moral no es una ciencia, es un arte como la elocuencia, la pintura, la música, la poesía. Cualquier gran maestro que ustedes sean, den las reglas; está allí sola y se someterá quien sea incapaz de hacerlo tan bien como ustedes. En las cosas físicas, las reglas precisas; en las cosas matemáticas, los cálculos rigurosos; en las cosas morales, la inspiración.
No pidan a aquel que hace la medicina mental otra cosa que lo que les puede dar. Quieren ustedes que él prescriba a sus enfermos la alegría, el amor, el miedo, la esperanza, como prescribe un baño, un sangrado, una dosis de ruibarbo? No hay precepto, no puede haberlo; hay solamente indicaciones, y estas indicaciones varían al infinito, porque ellas dependen de la naturaleza del espíritu del enfermo de su carácter, de la educación que ha recibido, de su edad, de su sexo, de las formas, las causas y la duración de su delirio, de su posición social; dependen aún de sus relaciones habituales, de lo que ha hecho, de lo que vio, de lo que escuchó alguna vez, ayer, en el momento; todas las cosas innumerables y cuyas combinaciones varían al infinito; dependen también, y mucho, del médico, de su carácter, de su actividad, de sus recursos, en fin de lo que, en el espíritu de un hombre, puede actuar sobre el espíritu de otro hombre. Para combatir una misma enfermedad, dos médicos tomarán cada uno, un partido diferente, y para cada uno de ellos este partido podrá ser el mejor, porque, encontrando en ellos las facultades, las aptitudes que no son las mismas, ellos habrán elegido el medio del que sabrán hacer el mejor uso. La farmacia moral del médico, perdóneseme esta expresión, está en su cabeza y en su corazón; toma de sí mismo lo que dará a su enfermo. Ingenioso, dará mucho; torpe casi científico, no hará nada de bueno.
Quisiera que se me permita citar aún un hecho, para mostrar cuán imposible es imponer al médico de alienados las reglas trazadas de antemano. Un hombre de veintisiete años, bien estructurado aunque muy flaco, enfermó desde hace muchos años, y su enfermedad tenía como carácter principal una completa inacción; comía, bebía, se vestía, caminaba, se mantenía limpio pero no trabajaba sino raramente y decía apenas algunas palabras, siempre las mismas. Era fácil de ver que comprendía todo lo que escuchaba; pero quedaba obstinado en una especie de silencioso resentimiento. Le di bellos vestidos y dulces; se alivia y habla un poco, pero no sobre las cosas esenciales que yo quería saber de él. Lo vestí suciamente, se volvió todo avergonzado y llora. Le devolví sus bellos vestidos y lo animé por medio de buenas palabras; revivió aún más completamente que la primera vez y fuimos amigos. Entonces les contaré cómo un día me hube encontrado en un gran enredo del que no supe desembarazarme. Alguno me había preguntado si era verdad que lo había puesto a fundir cobre. No lo sabía más que él, y habíamos ensayado de fundir en nuestro hogar, sin allí haber tenido éxito. Interrogué a mi joven hombre para que me diera su pareces. Me respondió que lo podría fundir, pero que el fuego ordinario no era suficiente, y que era necesario servirse de un horno a reverbero y de un crisol. Comprendí. Pero entonces, le dije, con este cobre así fundido se debe poder hacer todo lo que uno quiera, tubos de microscopio, por ejemplo. Seguramente, me dijo, y yo hice tanto que me cuenta cómo se hacían los tubos de microscopio. Encantado de lo que él me enseñaba sobre cosas así curiosas, y de lo cual no dudaba, le interrogué sobre la confección de lentillas. Esta vez, le dije, usted no pretenderá hacerlas por fundición; porque si acercamos al fuego un trozo de vidrio, si solamente colocamos agua caliente en una botella, todo se rompe. Mi enfermo sonrió y me dijo que el vidrio también se fundía, y me explica, con vivacidad, con animación, cómo se hacen las lentillas para los microscopios.
- Usted es bien hábil; usted debió haber pasado mucho tiempo para aprender todo esto! ¿Cuál ha sido su maestro?
- Un tal.
- Después de vuestro aprendizaje, ¿cuánto ha ganado?
- Tanto.
- Pero usted jamás me había dicho que era óptico, ¿por qué eso?
- Porque yo no quería trabajar.
Así su silencio habitual, que había durado durante muchos años, no había tenido otra causa más que una estúpida obstinación para quedarse en la inacción! Pero estimulado por mis preguntas y comprometido por sus confesiones, el enfermo, se volvió trabajador, consintió en trabajar, y se ha puesto a hacerlo con tanto ardor que, en los primeros días, olvidaba a veces la hora de tomar su comida.
Al establecimiento de qué precepto un hecho parecido podría servirme? Diré que cuando la cuestión consiste en tratar a un óptico perezoso hasta la locura, podrá parecer ignorante de las cosas conocidas por el vulgo, para tener la ocasión de hacerlo hablar? Pero lo que estaba aquí como asunto podría en otra parte no ser más que grotesco, y el médico, para estar más bajo, corría el riesgo de no subir. El ejemplo tan afortunado del pintor, me autorizará a decir que él hizo provocar un concurso para curar a los pintores melancólicos? Es el caso del litógrafo, quien hizo vender sus dibujos en las subastas? Es el caso del limpiador de yeso, quien hizo adular inmoderadamente la vanidad? Habría entonces tantos preceptos como enfermos; y como cada médico posee una aptitud diferente para las diferentes indicaciones a cumplir, él seguirá los preceptos debiendo variar también de acuerdo con esta aptitud. Entonces, nada de preceptos.
Si es así, por qué escribir sobre el tratamiento moral de la locura? Para probar que, en ciertos casos en los que el tratamiento físico no puede nada, el tratamiento moral puede mucho; para hacer comprender cuál variedad conviene colocar en la elección de los medios morales cuando hay una verdadera indicación para el empleo de estos medios.
Como objetivo único de esta Memoria, diré para finalizar a aquellos que quieren entrar en la carrera: Vengan, vean y hagan lo mejor.
Traducción: Graciela Mónica Comesaña, Diego Luis Cordón