Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura

El inmortal
Mariela López Ayala

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“Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración,
aunque en el centro de un desierto secreto,
contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros.
Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz.” (1)    

La memoria,  esa a la cual Freud se refiere en términos de inscripciones, de marcas  que se superponen y reorganizan con cada nueva nota de la pizarra mágica, esa memoria ancestral sabemos opera con palabras.  Palabras de Otro. 
Borges también lo sabía. Y nos  ofrece una  hermosa lección al respecto en el cuento El Inmortal, en el cual leemos acerca de los efectos mortíferos del signo en el hombre. En el mismo teje con maestría la trama que entrelaza los hilos de lo simbólico con la introducción del corte y la finitud. No es la primera ni la última vez que Borges va a referirse a la memoria, vuelve a ella sin cansarse, iluminándola cada vez con una nueva y brillante luz.
Es sobre la dominancia de la dimensión simbólica en el hombre, de la tiranía de la memoria, que el psicoanálisis justifica el nacimiento del sujeto. Surgimiento que, de no introducirse esta falla en lo real, nada justificaría. Este sujeto viene a situarse en el lugar del centro vacío de aquella memorización primera que se desarrolla en nosotros sin que lo sepamos y que es el discurso inconsciente. El signo de este olvido u omisión primera se puede encontrar en el “él no lo sabía” (2).

I

El relato que se nos presenta en El Inmortal  proviene de un manuscrito hallado en uno de los seis volúmenes de la Ilíada que el anticuario Joseph Cartaphilus le entregara a la princesa de Lucinge en el año 1929.  Cartaphilus es descrito como un hombre consumido,  de ojos grises  y barba gris,  que se maneja  fluidamente pero con cierta ignorancia en diversas lenguas,  saltando de una a otra en medio de una conversación. Se nos dice también que se supo de su muerte aquel mismo año, unos meses después del encuentro con la princesa.

Como dijimos, en el sexto volumen de los seis libros  de la Ilíada se encuentra el manuscrito que se nos transcribe. En él Marco Flaminio Rufo, oficial de una legión romana, cuenta en primera persona sus trabajos en la búsqueda de la Ciudad de los Inmortales. A juzgar por los hechos históricos mencionados, el personaje emprende la búsqueda en el siglo III después de cristo. El relato parte de allí.

Encontrándose nuestro personaje en Tebas, un viajero le revela antes de morir la existencia de un río cuyas aguas otorgan la inmortalidad al hombre y en cuya margen se encuentra la Ciudad de los Inmortales. Sintiéndose decepcionado por los resultados de su participación en la guerra, se determina a encontrar ambos, río y ciudad.

Luego de perder en el camino a todos los hombres que le acompañaron en la empresa, el protagonista llega sólo y desahuciado a los pies de la ciudad buscada. Ha vagado perdido y herido por una flecha en el desierto, librado al andar azaroso de su caballo.  Despierta de una pesadilla en una montaña en la cual habita la “estirpe bestial” de los trogloditas. Se encuentra en un nicho de piedra, que Borges emparenta a una sepultura. Abrasado por la sed luego de errar por el desierto, no duda en arrojarse de la montaña para beber de un arroyo que hay debajo. Enfrente divisa la famosa ciudad.

Queda retenido un tiempo en la aldea con los trogloditas. Estos son unos hombres grisáceos, que devoran serpientes y no hablan. No duermen. A su cuerpo sólo le basta con unas pocas horas de sueño, algo de agua y comida al mes.
Al cabo de un tiempo se decide a partir hacia la Ciudad. Algunos trogloditas lo siguen durante un tramo del camino,  hasta quedar en compañía de uno solo de ellos. Juntos llegan a las puertas de la Ciudad de Los Inmortales.
Entra solo. La Ciudad oculta es un perfecto caos, no alberga el más mínimo orden: escaleras, puertas, calabozos, pasadizos, balaustradas, columnas,  frontones de distintos estilos se superponen y conviven sin encarnar ningún fin ni utilidad. Mescolanza caótica en la cual es imposible hallar la más mínima razón, el más mínimo rastro de regularidad o constancia. Nada lleva hacia ninguna parte simplemente porque no se encuentra ningún fin.  Sólo unos dioses locos podrían haber ideado tal imposible ciudad. Sus sótanos laberínticos, en una espantosa circularidad vuelven a quien los recorre siempre al mismo lugar. Pero incluso un laberinto tiene algún propósito dice Borges: engañar al hombre; esta ciudad en cambio y su horrorosa insensatez carecen de cualquier fin.

De cómo se salió de allí, no mucho se recuerda, aconteció un olvido insuperable. Afuera lo espera el mismo troglodita que lo dejó a la entrada de la Ciudad. Este le recuerda al perro moribundo de la Odisea y lo nombra Argos en su honor. Se convertirán en compañeros. Lo ve escribir signos en la arena, los corrige y los borra ofuscado.  Es imposible que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura, piensa.  Concibe esa noche la idea de enseñarle a reconocer y repetir algunas palabras y lo intenta en vano. Vuelven juntos a la aldea bárbara y allí se suceden los años. Hasta que un día sucede algo “parecido a la felicidad”.

Podemos llamarlo un despertar. Una intensa lluvia saca a Flaminio Rufo de un sueño en el cual un río venía a rescatarlo. Los trogloditas están inusitadamente agitados, reciben en éxtasis al agua. En el rostro de Argos la lluvia se confunde con el llanto. Flaminio lo llama gritándole por su nombre y este responde “Argos, perro de Ulises”. Le pregunta entonces qué conoce de la Odisea. No mucho, ya hace más de mil cien años que la escribió, responde.
Así, Argos termina revelando ser un ya pretérito y olvidado -por sí mismo- Homero inmortal. Y en ese instante Marco Flaminio Rufo comprende lo que no sabía: los trogloditas eran los inmortales. Y él se había convertido en uno de ellos,  ya que sin advertirlo había bebido del río que da la vida eterna.

II

La inmortalidad es asociada en el cuento al borramiento, a la inoperancia,  del mundo simbólico. O mejor dicho, el Inmortal se encuentra en una cierta posición particular respecto de aquel mundo. Son hombres que no hablan, carecen, dice, del “comercio de la palabra”. Después de revelarse como Inmortal, tras aquella lluvia que llega para arrancarlo del silencio y la quietud propia de los Inmortales, Argos relata cómo La Ciudad había sido erigida antaño por ellos mismos. Habiendo sido su fundación “el último símbolo al que condescendieron los Inmortales” antes de retirarse a vivir en las cuevas y dejar toda empresa por vana. Abandonando el mundo físico en una especie de repliegue absoluto, habitan en la mera especulación. En ellos reina la indiferencia y el desdén. En lo interminable de lo que no encuentra ningún fin, lo uno y lo otro terminan por no distinguirse ya, dejan de hacerse contrapunto. Los opuestos se anulan y pierden toda diferencia borrándose. Los inmortales, en ausencia de una palabra que se ha extinguido, se encuentran en una especie de estado zombi en el cual ya no existe ni el bien ni el mal, atributos morales que sólo podemos encontrar en el mundo humano de la representación. Especie de autómatas, han perdido toda dirección, toda voluntad. Ya no quieren nada. Viven en un mundo sin diferencias, mundo de indefinición que no puede dejar de evocarnos el color particularmente gris de su piel. Color característico de los trogloditas que, como fundición de la polaridad blanco-negro (y todas las resonancias que la contraposición de estos dos colores pueden evocar), resulta una poderosa imagen de la fusión de ambos.

En la Ciudad de Los Inmortales todo parece ordenarse como si no hubiera ningún orden, ninguna regularidad. Como si el símbolo no la hubiese tocado. Es lo insensato. Un caos. Un imposible de pensar, algo abominable.  Y en el mundo de los inmortales todo pasa sin dejar marca, sin hacer diferencia: los años se suceden en un único y homogéneo continúo. Un tiempo sin antes, ahora o después.
Hasta que algo distinto ocurre. El instante de comprender, lo que Borges llama “algo parecido a la felicidad” llega precedido por un sueño y es figurado como una reconexión con el mundo. La brisa de la lluvia le llega como una bocanada de aire fresco que los despierta. El sueño anticipa el otro río -el de la mortalidad- que lo vendrá a rescatar de esa tierra de nadie. Lo diferente llega junto con la repentina reconexión de los inmortales con la palabra, con la memoria, abandonada y olvidada mucho tiempo atrás. Y todo se sucede retroactivamente.

Pero lo inmortal, que situamos como “fuera” de lo simbólico, tiene la particularidad de ser un exterior que sólo puede pensarse y efectuarse desde “dentro” de ese mismo campo. Es por esta particularidad propia del mundo humano sujeto al lenguaje que aquella secreta y recóndita Ciudad Inmortal puede ser sólo sospechada, imaginada y buscada, por el hombre en cierto camino. Se trata de una lógica que Borges capta y transmite bellamente, dice: “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal.” (3)

Es por esta misma razón, creo, que  tanto la entrada como la salida (y no solo la salida) de la inmortalidad son signadas en el relato con la aparición de una herida. Antes de beber -sin saberlo- de las aguas que le dan la inmortalidad, el personaje es herido con una flecha, y sueña con un laberinto que tiene por centro a un cántaro que sabe no podrá alcanzar. Lo simbólico está allí, desconocido,  precediéndolo, instaurando la spaltung que le es inmanente. El significante considera al sujeto muerto de antemano, “lo inmortaliza por esencia” (4).

El camino de búsqueda del personaje bien puede semejarse al que emprende un analizante. La aparición de las formaciones del inconsciente y su interpretación irrumpen interrogando  quién habla, patentizando la dimensión de determinación de las marcas inconscientes de la memoria a las cuales se está sujeto. Rastros que guían por los caminos del signo, indicando el rumbo que lleva hasta la Ciudad oculta de los Inmortales, ciudad donde se tejen los lazos que “vuelven a llevar siempre al hombre, girando en redondo, hacia el camino trillado de una satisfacción corta y estancada” (5).

Pero dicho campo opaco e inaccesible, sólo podrá aparecer retroactivamente, volviéndose visible al mismo tiempo que se haya iniciado el camino que llevará inexorablemente hacia su localización. 
La puesta a punto de lo simbólico, la producción y operatividad del corte es lo que despierta al paciente de (o a la)  inmortalidad que lo habita y lo lleva en las vías de poder penetrar en aquella ciudad horrorosa.  Aquella sobre cuya salida ha caído un olvido “insuperable”.

Cuando el narrador imagina el mundo impensable de un ser sin lenguaje dice “Pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo;” (6). Es un mundo sin sujeto. El imposible reino del incesto en tanto su interdicción es la condición para que la palabra subsista. Encuentro imposible con La Cosa, que el hombre no puede sino imaginar.

III

La dimensión de la falta es necesariamente reubicada, reinstalada, en un análisis. La aparición del inconsciente localiza al sujeto en su relación más fundamental con el significante, en tanto sujeto de la enunciación, siendo él soporte y no agente de su discurso. La imagen del yo, que persevera en mostrarse idéntico a sí mismo, se ve fisurada y el sujeto se plantea como enigma al reconocerse en lo desconocido: él no lo sabía.
Es la finitud y la mortalidad como la encarnación de un límite, la que vuelve la vida valiosa en tanto irrecuperable, lo que hace que un segundo, un minuto o un año de aquella pueda saberse perdido, otorgándole a esta elbrillo de la falta y volviendo al acto precioso y no desdeñable. Los inmortales habían abandonado toda empresa por vana, vivían en un mundo ilimitado, sin fin, donde ya nada encontraba ningún sentido. En la infinitud del tiempo todo misterio termina eventualmente revelándose, ningún propósito resta que mueva a ninguna búsqueda. La vida inmortal se vuelve opaca, grisácea. Y un ser humano bien puede vivir como si fuera inmortal, no pasando por lo terrible de saberse tal. Bien se puede morir de la primera muerte, habiendo evitado toparse cara a cara con la segunda.

Advertido por la idea de que si hay un río de la inmortalidad debe haber otro “cuyas aguas lo borren”, ya que uno y otro son cara y cruz de la misma moneda (la moneda de la palabra, con la cual los inmortales “no comercian”) Marco Flaminio Rufo emprende la búsqueda para reencontrarse con su mortalidad. El tiempo del inmortal es infinito pero la cantidad de ríos en el mundo es limitada. Si prueba de cada uno de ellos, algún día terminará topándose con él. Siendo ya el año 1921, baja de una embarcación en algún puerto de la costa eritrea. Ve un caudal de aguas claras y se acerca a probarlo como era su costumbre. Descubre que la mortalidad le es devuelta luego de producirse una laceración en el cuerpo con una espina. Herida que localiza imaginariamente y representa la falta que le es restituida.

Ahora puede morir, puede  dejar de ser  para finalmente ser alguien. En términos Lacanianos: puede morir de la segunda muerte, aquella que ya lo había tocado en su entrada a la inmortalidad, cuando luego de ser herido despierta inmóvil en una tumba (estaba muerto sin saberlo), pero de la cual nada sabía antes de haber recorrido un cierto camino. Sólo luego de esta segunda vuelta es que puede producirse este punto de torsión respecto de su posición en lo simbólico y  encontrarse así el héroe con su mortalidad. Sólo habiendo franqueado cierto límite podrá éste ir al encuentro de su deseo. En términos Borgeanos: un hombre inmortal es todos los hombres, lo cual equivale a no ser nadie. La posibilidad de ser se funda en su falta misma.

IV

Al cabo de un año, escribe el narrador, revisó el manuscrito sobre su vida y los trabajos en la búsqueda de La Ciudad de los Inmortales, reconociendo en algunas partes del mismo algo “falso”2.  Sin embargo, comenta, el relato es del todo cierto.  Las incongruencias y lo irreal que la historia puede resultar no se debe a falta de veracidad, sino a al nuevo hallazgo realizado: en la misma “se mezclan los sucesos de dos hombres distintos”. Las palabras proferidas incomprensiblemente -en un primer momento- por Flamino Rufo por acá y allá en el relato -frases en griego, el uso de ciertas palabras específicas-, hallan su lógica y razón après coup cuando el que habla cae en la cuenta de que son palabras que corresponden a alguien más: a Homero en este caso.  No es ilógico dice, que después de tanto tiempo compartido con su compañero Argos, las palabras de este se confundieran con las de él y se hicieran propias. Es leyendo lo escrito que se percata de aquellas “anomalías” en el texto que, si bien  lo inquietan,  le permiten a su vez descubrir la verdad. Comprende, postreramente, que su memoria estaba marcada por las palabras de otro.
Al final del cuento se nos brinda todavía una postdata del año 1950, destacando uno de los tantos comentarios que la publicación del manuscrito hallado en el sexto volumen de la Odisea, edición que Joseph Cartaphilus le diera a la princesa de Lucigne, había suscitado. El narrador nos dice que bajo la pluma de un tal Nahum Cordovero, en 1948, se aludió a “la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus” denunciando en la misma interpolaciones en los distintos capítulos, de Plinio, Thomas de Quincey, Descartes y Bernard Shaw. Cordovero infiere de este hecho lo apócrifo del texto en cuestión.

A mi entender, la conclusión es inadmisible. “Cuando se acerca el fin”, escribió Cartaphilus, “ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras”. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos7.

Mariela López Ayala, 2015

Notas

(1) Borges, J.L.: El Inmortal, El Aleph, p. 21. EMECÉ
(2) Lacan, L: sesión 18.5.1960, seminario 7: La Ética del psicoanálisis, p. 293. Editorial Paidós.
(3) Borges, J.L.: El Inmortal, El Aleph, p. 27. EMECÉ
(4) Lacan, L: sesión 21.3.1956, seminario 3: Las Psicosis, p. 257. Editorial Paidós.
(5) Lacan, L: sesión 16.3.1960, seminario 7: La Ética del psicoanálisis, p. 220. Editorial Paidós.
(6) Borges, J.L.: El Inmortal, El Aleph, p. 24. EMECÉ
(7) Idem. p. 36

 

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Número 29 - Febrero 2016
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