Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
El deseo... aún
Esteban Espejo

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Lakantianos: Desearás

            Hay un problema dentro del psicoanálisis que es el saber teórico. Los analistas producimos saberes conceptuales e investigaciones que tienen efectos en la clínica, porque según cómo escuchemos a un paciente haremos una intervención u otra y se producirá un sujeto u otro. Es un problema porque a veces olvidamos que la teoría no se subordina a ninguna verdad científica y universalizable, y sobre todo, porque la teoría a veces empantana –por lo menos en mi experiencia de analista en formación– la carencia en ser que debemos asumir como semblante.

El amo antiguo, nos muestra Aristóteles, debía saber para fundar las reglas de la polis y organizar la tierra y mandar al esclavo. El amo moderno, nos muestra Hegel, extrae el saber del esclavo para que “la cosa marche”. El amo contemporáneo, nos muestra nuestra experiencia universitaria, se refugia en las instituciones del conocimiento para alienarse en el “todo-saber”.

Teoría, ideología, bibliografía: la teoría forcluyó la praxis; la ideología se tragó la apertura del sujeto; la bibliografía deglutió la escritura y la lectura en una pasta fofa llamada papers, artículos de investigación. El problema sigue siendo el discurso: cómo soportarlo, amarlo, resistirlo. El problema son los discursos: amo, analista, universitario, histérico.

Kant con Sade, Lacan con Kant: el imperativo aúlla, exige, pide, exhibe. El imperativo categórico de una moral se fricciona con el imperativo de gozar, que se fricciona, a su vez, en Escuelas y universidades, con el imperativo de desear. La suma de esas fricciones es el sujeto de nuestra época: bastardeado, humillado, acusado de capitalista, individualista, demasiado represivo o demasiado libertino, y ahora, hasta acusado de no estar a la altura de su deseo.

Lacan escribió el deseo con minúscula, previendo el chasco, la posible sustancialización de la máquina significante y de las instituciones del saber. El deseo con mayúscula es la Madre, los dientes del tiburón que nos aplastan, el capricho del significante que articulado en una cadena debe articularse en una palabra. Debemos articular lo inarticulable, ninguna hendidura puede exhibirse; o mejor, simulemos, para que nuestra escena sea verídica, el montaje de “la Falta”, el maquillaje del vacío que intenta disfrazar nuestra voluntad de todo: cátedras, saber, instituciones.
Rendimos pleitesía al Dios de nuestra parroquia: El Deseo. La Biblia amarilla y verde de las ediciones apenas disimulan el panóptico de nuestros sacerdotes: Sigmund y Jaques. Allí nos confesamos, allí buscamos el reconocimiento y las palmadas en el hombro, en un púlpito hecho de símbolos barrocos que aún conservan ese horror al vacío, esa pista que Freud nos tiró para exigir el retorno de Medusa. La Universidad –a través de teoría, ideología y bibliografía– hizo una mala imitación de Perseo y construyó un casco para hacerse invisible ante esos ojos fulminantes. Con ese casco no sólo aseguró el narcótico ante la mirada que nos convierte en piedra, también hizo inútiles los oídos. La querida Universidad no escucha, es su máxima estrategia para asegurar el progreso del “todo-saber”.

Por suerte, a veces los universitarios y escolásticos devienen otra cosa: amos, histéricos, analistas; de esa forma, ponen a trabajar el saber. Dentro de los cuatro discursos, el único que no podemos ejercer como analistas es el universitario que deja degradado el inconsciente a una relación narcótica del sujeto con su objeto plus de goce. En cambio, a partir de los otros tres tenemos la posibilidad de torcer y retorcer el modo en que un sujeto escucha su decir. El discurso del amo permite dirigirse al saber para producir un sujeto; con el histérico herimos el saber, indicando el punto donde se traga a sí mismo; y con el discurso del analista se reprime el saber hasta el momento insospechado donde sólo queda un saber que se hace, que no está previamente en las enciclopedias sino que debe acontecer en los márgenes, cuando el sujeto ya no sabe lo que dice ni lo que es.
Para que Lacan no se hermane con Kant, para que El Seminario y las Obras Completas no se vuelvan el dogma que funde otra de las tantas religiones de nuestra época (que deja lo sagrado fuera del templo), sólo podemos retornar una y mil veces al viejo Freud, ya vencido, casi inofensivo. Sade y Kant le impusieron dispositivos al deseo: imperativos morales y de goce; Freud nos trajo la peste: el instante en que descubrimos que no hay dispositivo ni organización que garantice nuestro deseo. No basta un solo corte para que caiga el objeto, ni siquiera dos: cada día, en cada consultorio y hospital, en cada clase sobre psicoanálisis tenemos que confrontarnos con esta pérdida. Cuando el objeto es cortado, sacrificado, cada sujeto es arrastrado al vértigo de su decir inconcluso y de sus pasos perdidos. Sólo así haremos el duelo por nuestros padres, asesinados por nuestra mano en un gesto sonámbulo, necesario quizás, para contarnos un sueño a mordiscones y dejar de soñar con el laberinto de los amos.
El deseo será convulsivo… o no será.

De políticas y otros enredos
 
Como analista en formación, el problema sigue siendo entender la política que me rige: ¿cuál es la relación entre el deseo y el saber teórico? ¿De qué modo se siguen utilizando los fetiches de la falta para ocultar ese agujero del que partió el deseo y que por suerte nunca terminamos de dominar? Producir conceptos sigue teniendo el mismo efecto que en la antigüedad: crear un esclavo subordinado a ese saber (un sujeto) y crear un amo que lo subordina (un Otro). Sin embargo, ¿cómo salir de esa lucha a muerte por el saber y/o el reconocimiento y alcanzar algo que quede a mitad de camino, antes de regresar e inmediatamente luego de haber partido? Para hallar el resto que descomplete al amo es necesario interrogarlo, hacer hablar a su síntoma.

Algunas de estas preguntas atravesaron a Lacan en el escrito “La dirección de la cura y los principios de su poder”. Por eso volvemos junto a él en ese retorno siempre nuevo hacia Freud.

Cuatro preguntas de amor y una respuesta desesperada

Lacan divide “La dirección de la cura…” en cinco capítulos, siendo el título de los primeros cuatro una pregunta que va respondiendo en cada apartado. Es uno de los escritos que con mayor precisión va deconstruyendo la orientación clínica de los posfreudianos en relación a la posición del analista, la interpretación y la transferencia. El término “deconstrucción” que caracterizó a la filosofía de Jaques Derrida, es retomado de la “destruktio” heideggeriana, que implica una destrucción ontológica y una creación conceptual. Es decir, abre un agujero en el sentido del ser para crear desde ese borde conceptos nuevos que retornan a los sentidos originarios del pensamiento para trazar una diferencia. Lacan lleva este procedimiento a sus máximas consecuencias porque su forma de concluir el escrito es fiel a ese extraño propósito de retornar a Freud; extraño porque Lacan sabía muy bien que nunca volvemos al mismo lugar, y hablar de La interpretación de los sueños 58 años después de haber sido escrito es un modo de reescribirlo. La repetición sólo vuelve al idéntico lugar cuando es arrastrada por la pulsión de muerte, pero en la escritura, la repetición es forzada por la pulsión de vida a desviarse de lo idéntico y hendir sus diferencias.

Pocos escritos de Lacan son tan clínicos como éste, donde aparecen viñetas de casos clínicos de los posfreudianos, insiste una vez más con la “Bella carnicera” y al final del escrito, hasta aparece un paciente obsesivo que él analizaba. Vuelve a La interpretación de los sueños por una exigencia clínica y por una exigencia conceptual: “el sueño no es el inconsciente, nos dice Freud, sino su camino real” (1). La dirección de Lacan es resituar el lugar del deseo para la clínica de aquella época: “el deseo no hace más que sujetar lo que el análisis subjetiviza” (2), ¿cómo?, a partir de la interpretación. Por eso vuelve al sueño de la “Bella carnicera”, para capturar el deseo en la letra, un instante al menos, antes que el deseo exija otra letra para cabalgar en esa metonimia incesante: caviar, salmón, asado, cualquier letra es posible de sostener el deseo mientras sea un decir del sujeto y no una comprensión del analista.
“A la pregunta: ¿qué es lo que desea la espiritual carnicera?, puede contestarse: caviar. Pero esa respuesta es desesperada, porque el caviar, es ella también la que no lo quiere.” (3) Esta respuesta desespera a Lacan, porque indica que en ese significante está concernido el deseo de un sujeto aunque no sea más que para no quererlo. Allí está la paradoja que nos sigue desesperando como analistas y analizantes, esa fugacidad del deseo que no nos permite atraparlo sin que se burle de nosotros y nos recuerde: ¿Me querías? Ahora que me tenés ya no sabés. “El deseo, nos dice un Lacan un poco más repuesto de su desesperación, es lo que se manifiesta en el intervalo que cava la demanda más acá de ella misma, en la medida en que el sujeto, al articular la cadena significante, trae a la luz la carencia de ser con el llamado a recibir el complemento del Otro, si el Otro, lugar de la palabra, es también el lugar de esa carencia” (4) . Esta definición contundente parece tranquilizarnos porque expone las dos funciones del Otro, como palabra que constituye un sujeto, y como falta que barra ese sujeto producido.

Sin embargo, al finalizar el escrito la feliz desesperación de Lacan retorna y lo hace escribir un elogio, no cualquiera, un elogio del deseo y de aquel que lo sostuvo más que nadie, Freud. El deseo no es una idea, no es una moral, es apenas el signo que nos orienta a los analistas para sostener una política en todo análisis y en toda institución de salud mental. Es un signo porque no alcanza a tener la consistencia del significante, y su carácter vago, fugaz nos da el placer de capturarlo en la letra y luego dejarlo partir con cierta tristeza.
               
Hombre de deseo, de un deseo al que siguió contra su voluntad por los caminos donde se refleja en el sentir, el dominar y el saber, pero del cual supo revelar, él solo, como un iniciado en los difuntos misterios, el significante impar: ese falo cuya recepción y cuyo don son para el neurótico igualmente imposibles, ya sea que sepa que el otro no lo tiene o bien que lo tiene, porque en los dos casos su deseo está en otra parte: es el de serlo, y es preciso que el hombre, masculino o femenino, acepte tenerlo y no tenerlo, a partir del descubrimiento de que no lo es.

Aquí se inscribe esa Spaltung última por donde el sujeto se articula al Logos…(5) .

Así concluye el elogio del deseo y su canción des-esperada. Sólo el ser espera algo, algo consistente, que garantice una demanda y un saber. Ahora bien, en el instante en que suspendemos el ser y nos posicionamos desde esa Spaltung freudiana, ya no esperamos nada porque lo tenemos todo, esa falta y ese goce inscriptos en cada encuentro con el deseo.

NOTAS

(1) Lacan, J: Escritos 2; “Dirección de la cura…”; Bs. As.: Siglo XXI; p. 602.

(2) Ídem, p. 603.

(3) Ídem, p. 606.

(4) Ídem, p. 607.

(5) Ídem, p. 622.

 

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 29 - Febrero 2016
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