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El presente texto parte de una experiencia bastante usual y cotidiana: la de ver una película y quedar prendido de ella. Esa especie de carry over nos dice que una sesión -o una película en este caso- no terminó con la partida del paciente, o con la presión del botón “off” del televisor: bajo el modo de un arrastre o remanente algo se continúa. Eso es lo que me pasó con “Alemania, año cero” (1). Terminado el film, me preguntaba -sin poder responder- qué sería lo que en él me había impactado tanto. Probablemente podría haberme sacudido el importuno sentimiento diciéndome que la historia y los hechos eran bastantes dramáticos en sí como para avivar cierta sensibilidad y dejar ahí todo el asunto sin más. Pero Edmund -el niño de 12 años que protagoniza la película- retornaba a mi mente y durante algunos días no me abandonó. Rondaba mi pensamiento como uno de esos espectros que buscan la ayuda de algún vivo para culminar su expiación en la tierra y así poder partir definitivamente.
La película de Roberto Rossellini se incribe en el movimiento cultural desarrollado durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra, llamado neorrealismo italiano. Algunas de sus características sobresalientes fueron tratar y retratar la situación de devastación económica y moral propia de la catástrofe acontecida y desarrollar sus tramas mayormente al aire libre, teniendo como escenario la ciudad derruida y usando muchas veces actores no profesionales para sus personajes secundarios (y en ocasiones también para los protagónicos). Salir de los estudios cinematográficos a la calle no fue sólo una decisión artística ligada a captar la vida tal cual era, sino que encontrándose los mismos ocupados no estaban disponibles para desarrollar los rodajes.
Para los que no hayan visto o no recuerden el film, Rossellini cuenta la historia de una familia alemana que trata de sobrevivir en Berlín luego de la derrota del régimen nazi, con la ciudad hecha añicos por los bombardeos y ocupada por las tropas aliadas.
El hermano de Edmund es un joven que nos trasmite el horror de la guerra. Habiendo combatido para su país, se encuentra atemorizado de que los aliados lo apresen y no se anima a reportarse con las autoridades para obtener su permiso de trabajo y su cartilla de racionamiento. Vive escondido en la casa, con miedo, repitiendo que está cansado de sufrir.
El padre se encuentra en cama enfermo, no puede moverse y precisa de cuidados. Le insiste al hijo que debe reportarse y conseguir al menos las raciones diarias de alimento. Encontramos un contraste entre la actitud del joven y la del viejo respecto de la guerra. Al último parece resultarle algo familiar. No desconoce lo terrible de la situación, pero sus críticas y lamentos resultan estar enfocadas más en las consecuencias de la guerra, sus saldos negativos, que en el horror de la guerra en sí. La guerra ha sido una mala idea, lo ha dejado sin nada, Hitler le ha arrebatado sus hijos, sus bienes. Sin embargo el viejo respira, o emana, un aire de familiaridad. Combatió en la primera guerra mundial. Le dicen que aquella fue un juego de niños en comparación con la actual, pero él estuvo allí y no se deja engañar.
La hermana de Edmund es la encargada de organizar la casa y cuidar al padre enfermo. Se le sospecha de prostituirse con soldados extranjeros, pero más bien actúa una especie de necesidad de huida, tratando de encontrar en sus salidas nocturnas una válvula de escape que descomprima tan desesperada situación.
¿Y Edmund? Frente a tal panorama familiar, encarnado y representado en cada uno de sus miembros -miedo, abatimiento, cansancio, escapismo, angustia, lamento- asombra poderosamente ver la resolución del niño. Con sus doce años se hace cargo de la situación límite que vive su familia y sin chistar sale a ganarse el pan. No duda. No se queja. Casi no solloza. Sale a la calle dispuesto a hacer cualquier cosa en aras de conseguir comida para su familia y en esas salidas el espectador lo ve expuesto a toda clase de peligros. Es objeto de maltratos, de estafas, de descuidos, pero ni una lágrima, ni un pensamiento que lo haga vacilar en su deber. En la familia hay cierta tensión: es el hermano mayor quien debería estar haciendo el trabajo y no Edmund. Pero Edmund no se hace eco del debate. Más bien aconseja a su hermano que no abandone la casa, que se proteja, él está a cargo.
Edmund es un chico sobreadaptado, en la mejor (entiéndase peor) forma posible. Y los espectadores, entre maravillados y asombrados con lo que parece ser una férrea determinación de carácter, nos asustamos de ver cómo el niño se encamina hacia riesgos que no reconoce como tales, con la constante inminencia de terminar prestándose a ser objeto de cualquier tipo de abuso.
En uno de sus recorridos por la ciudad destruida y caótica, en busca de algún recurso para llevar a su casa, Edmund se cruza con un ex profesor de la escuela, el Sr. Enning. Este lo ilusiona con ayudarlo -aunque el público sospecha de sus intenciones- y le da un disco con la grabación de un discurso de Hitler para vender en el mercado negro. Edmund le cuenta al Sr. Enning la situación de su familia, la enfermedad de su padre y recibe de su parte un discurso claramente nazi. El profesor le asegura que debe ser fuerte y hacerle frente a la situación. Que en un mundo como en el que viven, la ley del más fuerte es lo que debe imperar. Mejor sería que el débil muriera. A su vez, el padre se lamenta ante Edmund de ser una carga para la familia y tener que asistir, con su salud y economía quebradas, a la desgracia familiar sin poder hacer otra cosa que cargarlos con más responsabilidad.
Es en este punto donde se nos muestra, de un modo brutal, la locura producto de una obediencia fiel y feroz al discurso del Otro. Frente a lo que Edmund interpreta como demanda en el discurso del Otro, en la conjunción de los lamentos de su padre y el discurso hitleriano de su ex profesor -dar muerte al más débil- el niño no duda y envenena a su padre. No hay equívoco posible en lo que le llega del Otro: esto es un mandato, y el niño obedece.
Cometido el asesinato, Edmund va al encuentro del Sr. Enning, a reportarle que ya está hecho: ha realizado lo que se le ha pedido. Al constatar la reacción horrorizada del profesor al escuchar el acto que ha cometido y caer en la cuenta de que la supuesta orden no era tal, el niño entra en una especie de agitación corporal en la cual intenta autoflagelarse. Luego huye y vagabundea hasta llegar a un edificio en ruinas frente a la puerta de su casa. Allí ve como un camión retira el cuerpo del padre. Sus hermanos lo buscan para ir al entierro, lo llaman, pero Edmund no aparece. Juega absorto con una piedra simulando un revolver, dispara unos tiros, se lo apunta en la sien y gatilla. Ya idos sus hermanos, se asoma del edificio, mira su casa una última vez, y se tira desde lo alto para caer muerto en el piso.
En la clase XXII del seminario tres “Las psicosis” (2), Lacan trabaja la frase “tú eres el que me seguirás” y su variante homófona “tú eres el que me seguirá”, para ubicar la diferencia entre una y otra en tanto el margen que suponen y conceden a la obediencia de aquel que sigue. El desarrollo que realiza con varios ejemplos está orientado a situar la ambigüedad con la cual se puede interrogar una frase, ambigüedad que no siempre está disponible. Frente al “tú eres esto” la pregunta por el “¿qué soy?” puede abrirse: “¿Qué soy para ser lo que tú acabas de decir?”. Pero puede también no surgir y en cambio proferirse un “hágase tu voluntad” o “hágase según vuestra palabra”. El seguirás, con s, se distingue del seguirá, en tanto este último implica una mayor certeza y el primero deja un margen abierto a cierta elección. De la relación que el sujeto tenga con lo simbólico, dependerá que pueda escuchar una u otra variante, pescando o no la ambigüedad y surgiendo, en caso afirmativo, la posibilidad simultánea de efectuarse como sujeto en falta. En la página 399 Lacan escribe “El seguir puede ser ambiguo en francés, puede no llevar con suficiente rapidez la marca de la originalidad significante de la dimensión del verdadero seguir. ¿Seguir qué? Esto queda abierto. ¿Seguir tu ser, tu mensaje, tu palabra, tu grupo, lo que yo represento? ¿Qué es? Es un nudo, un punto de apresamiento en un haz de significaciones, al cual el sujeto ha o no accedido. Si el sujeto no ha accedido a él, entenderá tú eres el que me seguirá por doquier, cuando el otro le haya dicho seguirás, con s final, es decir en un sentido totalmente distinto, que cambia hasta el alcance mismo del tú.”(Las negritas son mías). La frase “tú eres el que me seguirás” implica una dimensión de desconocimiento. Se puede responder a ella “yo soy”, pero en tanto “yo soy muy precisamente lo que ignoro, porque lo que tú acabas de decir es absolutamente indeterminado, no sé a dónde me llevarás” (pag 433. Las negritas son mías)
Retomando la película, allí donde no hay margen, o mejor dicho, cuando el sujeto no encuentra un resquicio en el cual poder equivocar el discurso del Otro y lograr alguna vía para efectuarse como tal, lo vemos encaminado sin ningún rodeo o desvío posible hacia lo mortífero. Síntoma, inhibición y angustia, serían algunos desvíos posibles. Desvíos que aunque sufrientes o “sintomáticos”, sabemos portan la marca del deseo. Pero Edmund se presenta sobreadaptado. No encontramos en él ningún tipo vacilación o manifestación sufriente. Y justamente esto -es la respuesta que he podido dar a mi pregunta- es lo que impacta a lo largo de la película.
De alguien en esta posición podemos decir que se encuentra loco. El sujeto no aparece en falta, siendo que la falta de este es correlativa de la falta en el Otro. Más bien actúa con una certeza “loca” que, al revelarse el equívoco y entonces ponerse la misma en cuestión (cuando capta que lo que se le había dicho no era exactamente una orden sino que podía ser interrogado o leído de un modo más equívoco -lo mismo se sostiene suponiendo que hubiera sido efectivamente una orden, no es, por supuesto, la frase en sí lo que importa-) lo llevará a un intento desesperado de salida. Deseando restarse del discurso compacto que le dicta su ser, Edmund no encuentra otra “salida” más que el dejarse caer. Pasaje al acto que lo lleva, paradójicamente, a terminar de realizarse como ser indiviso, ser de objeto desecho que cae de dicho discurso.
Notas
(1) Roberto Rossellini, “Alemania, año cero”, 1948.
(2) Jacques Lacan, “EL SEMINARIO 3, Las Psicosis”, editorial Paidós