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Siempre que nos disponemos a leer, leemos desde una historia, desde unas rejillas, para decirlo con Foucault, y con ellas tratamos de descifrar, de develar el secreto que late, como un corazón delator, desde lo dicho, lo no dicho. Acaso lo no dicho sea ese punto en el horizonte que nos guía para poder descifrar lo que ha orquestado el libro.
Creo, por otro lado, que en esto consiste el filosofar, es decir, en disponerse a leer de un modo particular, diferente, como en asíntotas, pues lo que se pretende es siempre una lectura no lineal, una manera que cruza los textos sin establecerse definitivamente en ellos y sin seguir dócilmente el itinerario trazado; sin lugar a dudas, leemos como si quisiéramos levantar la piel de lo escrito para ver hasta dónde llegan las raíces de las palabras y de que humus se alimentan.
Foucault ante Freud, el libro de Julio Ortega, que hoy presentamos, tiene la singular virtud que se lee desde sí mismo, pero también desde los otros que se reflejan en él y de igual forma desde lo que se oculta bajo su aparente superficie sosegada. Porque Foucault ante Freud, es un libro incómodo, diría yo: fatigoso, un libro que no da concesiones al lector porque a través de su lectura tiene la fuerza de incomodar nuestro propio presente, nuestra propia subjetividad y nuestro propio lugar en el mundo. Ya Klossowski había dicho que no se lee impunemente. Y es que lo que lo primero que encuentro en este libro, no es una crítica a Foucault, ni un repaso a los conceptos de Freud, desde luego que hay estos elementos, pero al lector agudo, no se le escapará advertir que lo que se va develando es otra cosa mucho más profunda: una forma de repensar los instrumentos para el análisis de los tiempos en que vivimos, Foucault es un pretexto.
Diría que desde las primeras páginas Julio no oculta sus cartas y de inmediato señala el derrotero del libro: “La idea que propongo y defiendo –nos dice- es que la lectura que hizo Foucault del psicoanálisis fue parcial y trincada, no exenta de equívocos que le desviaron en su interpretación final” (p.10). El juicio es fuerte, pero sólo para empezar recordemos que Foucault en sus referencias al psicoanálisis, nunca “encara una exposición más o menos sistemática de los conceptos psicoanalíticos; son más bien observaciones desde la propia perspectiva de Foucault. En general, y desde sus primeros escritos, se trata de observaciones de carácter crítico”. (Edgardo Castro, El vocabulario de Michel Foucault, p. 297). Más aún, Foucault, señaló: “Quiero mantenerme en una situación de exterioridad frente a la institución psicoanalítica, resituarla en su historia, dentro del sistema de poder que le subyace. Yo no entraré nunca dentro del discurso psicoanalítico para decir: el concepto de deseo en Freud no está bien elaborado o el cuerpo dividido de Melanie Klein es una estupidez. Esto no lo diré nunca. Pero digo que nunca lo diré”.
De igual forma, recordemos que Foucault escribió el prefacio a la edición americana de L’Anti-Œdipe. Ahí señala que “Deleuze y Guattari combaten contra tres enemigos: 1) los burócratas de la revolución y los funcionarios de la verdad; 2) los técnicos del deseo (psicoanalistas y semiólogos); 3) el mayor enemigo, el adversario estratégico: el fascismo, no sólo el de Hitler o Mussolini, sino el que está en nosotros, en nuestros espíritus, en nuestras conductas”. Como podemos ver ya, las tesis se oponen, se contraponen y es seguro que ninguno de los dos tenga la razón completa. Si somos justos, yo como filósofo y Julio como psicoanalista defendemos territorios distintos que, como las paralelas pueden llegar a juntarse. No sabría decir si, como Allouch y el propio Julio Ortega, el psicoanálisis será foucaultiano o no será, estos vaticinios siempre preocupan porque nada los obliga y sí confunden. Además no cabría mayor injusticia al propio psicoanálisis que adjudicarle un futuro bajo el fundamento de una teoría que, desde Historia de la locura se deslindó del psicoanálisis hasta el punto de llamarlo como una de las formas de la confesión. Es cierto que la teoría, o teorías foucaultianas están ahí, como “caja de herramientas” para ser usada. No sé si eso le convenga al psicoanálisis de cualquier cuño, o más bien estaría por la construcción de sus propias líneas de fuga, por su propio lenguaje, por su territorio siempre tan frágil pero que necesariamente requeriría de una fuerte dosis de rechazo al pensamiento filosófico. Por otra parte, tampoco estoy convencido de que el psicoanálisis sea una forma de la confesión como dice Foucault, y como destaca Julio Ortega en contra del pensador francés. Me parece claro lo que Julio apunta cuando dice que “se trata de que diga no sólo lo que sabe, sino lo que no sabe y se haga responsable de su decir y sus actos sin esperar una absolución o castigo (sino el borramiento de sus síntomas), por parte del analista, que a su vez, intenta tacharse como sujeto” (p.187). Nada más cierto.
La discusión pormenorizada del texto sería extraordinariamente larga y creo que nada sería más aburrido e infructuoso. El texto, como he dicho, deslumbra por su claridad, y pese a que uno no concuerde a veces con lo escrito sí puede uno ir leyendo afirmaciones, interrogaciones, callejones que nos hacen pensar. No obstante, quisiera sólo dejar anotados algunos problemas que espero que en algún momento Julio Ortega pueda comentar.
Por ejemplo, me parece que la afirmación de Allouch en el sentido de que el psicoanálisis será foucaultiano o no será, parodia lo que Foucault dijo de Deleuze en el sentido de que este siglo debería ser deleuziano o no sería, y de la misma respuesta de Deleuze de cara al curso que dio en torno a la obra de Foucault en el sentido de que la filosofía tendría que ser foucaultiana o no sería. Como apunté, estos comentarios se me antojan graves porque en cierta medida apresura las cosas como si el psicoanálisis sólo fuera uno o la filosofía fuera igual, una sola. La fuerza de la realidad se nos presenta en su infinita multivocidad y así como no podemos afirmar que sólo hay una filosofía, de igual manera tampoco podemos decir que sólo existe una forma de psicoanálisis, arrogarse esta visión es adjudicarse el papel lamentable del decidor racional, a la manera de los pensadores de los siglos XVIII y XIX, que creyeron que lo que ellos hacían era lo único posible.
El libro de Julio Ortega no se hace cargo de la afirmación y la deja pasar porque lo que quiere decir son otras cosas como el de interrogarse por el papel del psicoanálisis en la sociedad, una sociedad siempre en crisis y justo por ello, atendiendo sus posibilidades, es decir, que el análisis que hace de Foucault frente a Freud, le sirve como pretexto para crear las condiciones de posibilidad para repensar el psicoanálisis. Diría aún más, ¿le importa a Julio Ortega un pensador como Foucault? Sí y no, sí como filósofo, sí como un pensador que abre enormes líneas de fuga para pensar el mundo contemporáneo en aspectos capitales como el poder, la subjetividad, la historia, la verdad, la interpretación, entre otros temas y los métodos, como el arqueológico y, sobre todo, el genealógico, etc., y no, en tanto que este pensador es sólo un pretexto para pensar, de manera radical, el psicoanálisis, porque Julio Ortega, al tiempo que cuestiona a Foucault, cuestiona también al psicoanálisis, ésta es quizá la labor más ardua que cruza todo el libro.
Retomo lo que señalé, de la independencia del psicoanálisis respecto de la filosofía: como en la ética, puedo pensar que hoy asistimos a la caducidad de buena parte de nuestra batería conceptual en todos los ámbitos, que los términos en que fueron concebidas las distintas filosofías están caducando, y que el psicoanálisis, en los términos en que fue concebido y revisado, no es ajeno a este movimiento. Las formaciones de la subjetividad están cambiando a pasos agigantados, somos y no somos los mismos; la manera en que vivimos las cosas, sus problemáticas también se han visto alteradas por los vaivenes del tiempo en que vivimos y ya no podemos decir como Brges dijo en su día que “a todos nos ha tocado malos tiempos por vivir”. Sólo con contemplar el basto campo en el que las famosas redes sociales ganan terreno, la inmediatez de la violencia, la indistancia que se ha creado, la puesta en marcha de una clase de seres que ahora se llaman “nativos digitales” y las brechas generacionales entre los que se han ido adaptando a las nuevas tecnología y los que se resisten, en donde todos quedamos atrapados entre dos epistemes, la nueva que marcha y la vieja que ha periclitado pero que aún funciona. Todo esto ha influido en la conformación de las nuevas subjetividades, por lo pronto, la desaparición de la culpa. ¿Qué tenemos que decir de todo esto, tanto en filosofía como en el psicoanálisis?
Tenemos las trazas o vías del psicoanálisis, nos queda aun sus grandes conceptos, pero, a partir de allí, es preciso que elaboremos constantemente nuevos instrumentos conceptuales porque en momentos como éste nunca alcanza el saber del que creemos que disponemos y esto, estoy persuadido de ello, es lo que hace Julio Ortega en este libro.
Yo diría, que la filosofía contemporánea no puede prescindir del psicoanálisis, el arte no puede prescindir del psicoanálisis, la ética tampoco, al igual que muchos de nuestros saberes. La cultura de masas, los medios mismos no pueden prescindir del psicoanálisis, lo cual tiene sus ventajas y sus desventajas. Recordemos que Freud habló de las resistencias que la cultura norteamericana ofreció al psicoanálisis, y éstas parecen ser hoy las mismas en muchas partes del mundo. La pregunta es ¿por qué?
No es posible desanudar estas dos dimensiones del trabajo de los analistas. Porque si se desanuda la clínica de la teoría, se puede producir, por un lado, alguna suerte de reflexión sobre una antropología filosófica, una teoría del sujeto ajena al análisis, o algún tipo de clínica que, desamarrada de su teorización, puede transformarse en cualquier forma de manipulación subjetiva, supercherías o curanderismo. Hay un fenómeno singular que tiene la práctica analítica y es que a diferencia de otras teorías, para ser eficaz, la práctica del análisis no precisa en lo más mínimo del asentimiento o de la fe del paciente en los conceptos teóricos en que se funda como bien señaló Julio Ortega. Quiero decir, no hace falta creer en Freud para analizarse. No menos cierto es lo contrario.
No es suficiente unirse a la teoría psicoanalítica para analizarse. Muy por el contrario, muchas veces la fidelidad a la teoría psicoanalítica no conduce a que los análisis progresen. Quiero decir, entonces, que el saber y la experiencia analítica no van de la mano, pero no pueden desanudarse entre sí como bien se puede advertir en este excepcional libro.
La cultura, lo hemos visto, es reticente a la incidencia del psicoanálisis y es que el psicoanálisis mismo, sus conceptos, su manera de transmisión, su corpus teórico muchas veces actúa como un elemento resistencial al propio desarrollo del análisis. Esto, lo creo yo, como un analizante vocacional, se hace patente en la clínica todos los días. Si el analista se pone a pensar acerca de un concepto teórico en el momento en que está trabajando en una sesión es claro que no va a poder escuchar absolutamente nada de lo que ahí sucede. El momento de producción de la teoría es otro que el momento de la clínica. Esto es una verdad de Perogrullo, desde luego.
Y Julio Ortega sabe perfectamente que esto es lo que está en juego cuando nos se pregunta: “¿Qué representa la tarea de la filosofía para Foucault? Es posible suponer que el propósito último de una filosofía sea no sólo el cuestionamiento de las estructuras de poder y el orden social, sino la resistencia hacia la verdad en uno mismo. En este punto concuerda totalmente Foucault con los descubrimientos del psicoanálisis”. (Ortega, p.200) Esto es parcialmente cierto. Recordemos que ya desde L’Histoire de la folie el nombre de Freud aparece continuamente junto al de Nietzsche. Dentro de este horizonte Freud y el psicoanálisis, junto con la preocupación del pensamiento contemporáneo por el formalismo, el estructuralismo cada vez más creciente (al punto de que Foucault acusa cierta inclinación hacia este movimiento) y la literatura, son los constitutivos de la ola de lo que Foucault llamará las “contra-ciencias humanas”, es decir, todos los decires que tratan de la disolución del sujeto. De igual forma, como nos hace ver ya Edgardo Castro, en Las palabras y las cosas, también se ubica en esta línea la intervención de los maestros de la sospecha: Nietzsche, Freud y Marx. Ellos, para Foucault, modificaron rotundamente el espectro de repartición en el que los signos pueden ser signos. De la misma manera, cuando Foucault emprende el análisis de las formas modernas del poder, la posición del filósofo respecto del psicoanálisis como práctica se vuelve cada vez más crítica, más dura, menos concesiva, más radical. Por ejemplo, el libro que constituye la primera parte de una trilogía que se llama La voluntad de saber puede ser leído como “la historia del dispositivo de sexualidad, tal como se desarrolló desde la época clásica, puede valer como una arqueología del psicoanálisis”. La crítica implícita ahí no puede ser más cruenta. Más aún, para llevar a cabo la historia no de la sexualidad sino del “dispositivo” de sexualidad (con todas las consecuencias que el término conlleva) Foucault critica ya la noción de represión. Y esta es central para el psicoanálisis .Foucault expresa la inadecuación de los conceptos de Freud para pensar los problemas actuales, e incluso piensa en la necesidad de liberarse de ellos o más bien del psicoanálisis mismo. Freud por ejemplo, diría Foucault, no nos es suficiente para permitirnos comprender el poder de la misma manera que Marx también nos resulta insuficiente; es necesario liberarse de Marx y de Freud, desacralizar estos personajes; ellos no nos sirven para pensar los nuevos problemas, ni siquiera para crear nuevas categorías. Lacan tampoco. La noción de represión es inadecuada en los análisis políticos, porque la represión no explica cómo es que nosotros aceptamos el poder y somos parte de él. Foucault cambiará por el de normalización, concepto que está fuera de las problematizaciones del psicoanálisis. Y ni qué decir del concepto de superyó. A la luz del trabajo foucaultiano del poder, la metáfora de la liberación no es apropiada para pensar la práctica psicoanalítica.
Y esto tiene que ver con una suerte de vocación por la filosofía y de sus nexos con la teoría psicoanalítica. Esta forma de ver las cosas tiene mucho que ver con el encuentro de Lacan con el pensamiento filosófico, eso que el propio Lacan llamaba “antifilosofía” y que de manera importante en el fondo Julio Ortega hace suya. Que no nos asombre saber que muchos libros que trabajan con los filósofos, están cruzados por ese encuentro, por ese diálogo que hay entre la filosofía y la teoría psicoanalítica. En especial en el libro que presentamos aquí, hoy, hay una pléyade de temas que se entrelazan como el del sujeto, la locura, los sueños y otros tantos que nos roban la atención y quisiéramos interrogarlos más, descubrir el entramado de que están hechos porque nos vemos reflejados en ellos, quizá porque en el fondo Julio Ortega sabe que toda experiencia humana es ya una experiencia filosófica. Sin duda que la filosofía es el modo que tuvo el ser humano de pensar su relación con los otros y consigo mismo o como dice Foucault, el gobierno de sí y de los otros.
Con todo puedo pensar, luego de leer este libro, que el psicoanálisis es una experiencia que quiere atravesar la filosofía e ir más allá de ella, para realizar una operación que la filosofía no había previsto. Es curioso cómo Lacan mostró que los psicoanalistas que no hablaban una palabra de filosofía, los posfreudianos, fueron los más filosóficos de todos. A partir de Lacan, para mí, y creo que para Julio, surge la idea de que conocer la tradición filosófica es saber a la vez cómo estamos hechos.
En otros libros que he leído me he encontrado con algo de asepsia filosófica, pareciera siempre una relación peligrosa, cuestionable, vergonzante. Lo curioso del caso es que fue el propio Lacan quien adoptó cuestiones filosóficas con un valor clínico inédito. Vinculó, por ejemplo, el “alma bella” hegeliana con la histeria, el problema del ser heideggeriano con la pulsión de muerte; la dialéctica sin síntesis del marxismo la llevó a la experiencia de la cura, la plusvalía al plus de goce de la pulsión. En Lacan hay todo el tiempo una violencia sobre la tradición filosófica para recuperarla en la experiencia analítica, en la cura. Sin este trabajo con el pensamiento filosófico, la clínica, me parece, so pena de estar equivocado, es una onda terapéutica más.
Lo asombroso es que en Lacan tenemos un ejemplo formidable, una enorme fuerza creadora y su genialidad lo lleva a hablar de Aristóteles sin ajustarse a las interpretaciones canónicas del ser, del accidente, de la sustancia. Pues sólo Lacan lee a Hegel en clave psicoanalítica o a Kierkegaard para mantener los estadios del caballero de la fe a nivel del análisis del lenguaje. Lee a Sade sin el menor recato filosófico, incluso, Lacan puede leer a Heidegger sin Heidegger, es decir, sin el olvido del Ser, sin la precomprensión del ser del Dasein, sin la Kehre, sin la Ereignis.
Antes de Lacan, sin duda alguna, Freud estaba muy preocupado por la cuestión del contagio. Por eso no leía a Nietzsche, aunque sí leyó a Schopenhauer y conoció a Lou Andrea Salomé. Además, en la medida que Freud consideraba que la filosofía había llegado a cierta culminación y que empezaba a tornarse historia de la filosofía, no quería que el psicoanálisis atravesara la filosofía. De ahí su discreción filosófica. Lacan, y en esta tradición podemos encontrar un filón riquísimo con este libro de Julio Ortega, fue el que se dio cuenta de que esto no podía seguir así, que había que convocar a la filosofía para atravesarla. Estoy persuadido de que Julio piensa de la misma manera, pues para el psicoanálisis no se trata sólo de entender, sino también de remediar.
Hay muchos puntos que me interesarían destacar del libro de Julio Ortega uno lo constituye el señalamiento de que es a partir de la noción de ética, una forma de relación consigo mismo, que Foucault trabaja en L’Usage des plaisirs, para elaborar la noción de “estética de la existencia” como “modo de sujeción”, como una de las maneras en las que el individuo se halla concernido a un conjunto de normas y de costumbres, códigos, y valores. Foucault como nadie supo ver en ello un modo específico de sujeción que se caracteriza por un ideal que consiste en poseer eso que todos llamarían una vida bella y con ello dejar la memoria de una existencia bella, esto es, una vida digna de haber sido vivida. Pero por estética de la existencia habría que comprender una forma específica, determinada de vivir en la que el valor moral no surge de la aceptación o de la adecuación de un código de comportamientos ni, mucho menos, con un trabajo de purificación, sino antes bien, como el mismo Foucault ha escrito, de ciertos principios formales en el uso de los placeres, en la distribución que se hace de ellos, en los límites que se observa, en la jerarquía que se respeta. ¿Es esto lo que se anuda con el psicoanálisis? Preguntémonos: cuando el psicoanálisis mira el mundo ¿qué ve?
Lo que el psicoanálisis nos permite percibir del mundo moderno son los supuestos subjetivos en los que se apoya su organización y producción cultural. Hay tres supuestos básicos en la modernidad, el primero es el de que es posible transformar todo saber en conocimiento, el segundo es el de la autonomía del sujeto y el tercero es de que la verdad viene del objeto; son tres supuestos básicos de la modernidad, que tienen enormes consecuencias.
El psicoanálisis define tanto una experiencia moderna como una experiencia deconstructora de la modernidad. No cabe duda de que el psicoanálisis es la razón moderna dialogando con sus sombras. Es una razón fronteriza, como diría Eugenio Trías, dialogando con su alteridad. Para Lacan el psicoanalista no es un profesional liberal, no es un técnico del inconsciente, sino una figura ética.
Afortunadamente el libro de Julio, pese a la confrontación que lleva a cabo entre lo dicho por Foucault y que él trata de hacer ver como incomprensiones del mismo Foucault, en ningún caso devela lo que es el psicoanálisis como tampoco lo que es la filosofía. Hay aproximaciones, pero no definiciones. Ahí no se dice nada de ello. Quizá ambos saberes sean lo fabricado por las auditorías que se le hacen a las fronteras científicas, por los nuevos sacerdotes del saber, por los desencantados críticos de todo cuanto une y rompe las arriesgadas empresas que, como el libro de Julio Ortega, es polémico pero abre horizontes de investigación amplios y fecundos, al tiempo que revisa conceptos psicoanalíticos a la luz de su confrontación con los producidos por Foucault. En una palabra: se diría que las palabras filosofía y psicoanálisis no son, hoy por hoy, más necesarias, atormentadoras y fascinantes que lo que un día se arropó bajo ellas. La presencia de Freud en Foucault, las incomprensiones, las discusiones, los embates hoy puestos de relieve en este libro, lo que nos hablan es de lo no dicho en el pensamiento.
Quisiera que se leyera este libro como si fuera una gran obertura a una gran sinfonía. Siempre está anunciando lo que sólo uno es capaz de descubrir, nada más agradecible. Aunque ya lo sabemos, siempre se lee un texto desde otro texto. Y esto es lo que se encadena en este libro, un texto lleva a otro texto, como una palabra lleva a otra. Leer Foucault frente a Freud de Julio Ortega Bobadillame induce a pensar que no hay lectura inocente, esto es, psicoanalíticamente neutral y filosóficamente imparcial: hay que tomarse realmente en serio lo del pecado original y aceptar que la inocencia de quien puso por vez primera a cada cosa su nombre verdadero se ha perdido sin apelación posible.
Finalmente: entre la lectura y la invención es necesario franquear el puente del olvido: Quien no puede olvidar que, de un modo u otro, ha leído lo que cuenta, se sofoca en la repetición minuciosa o se neutraliza en el academicismo más obsequioso. El peso de todo lo que recibe es enorme, pues eso que viene llega ya pensado, digerido, analizado, rebatido, afirmado… nos agobia con el hechizo de sus múltiples espejos, nuestro rostro multiplicado miles de veces, o la palabra de ese que presuntamente sabe reproducida hasta la condenación. Elegir es recrear, como bien supo Pierre Ménard, que olvidó a Cervantes y rescribió el Quijote sin que le temblara el pulso.
Es precisamente nuestra identificación apasionada con lo leído lo que permite olvidar que nos viene de otro y nos hace negar que nadie tenga mejor derecho a ello que nosotros mismos. Nuestras preferencias son más verdaderamente nuestras que la mayoría de las composiciones que producimos y, como dijo Borges, “deberíamos estar más orgullosos de las páginas que hemos leído que de las que hemos escrito”, no otra cosa es lo que me pasa con Foucault ante Freud de Julio Ortega Bobadilla.