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Empezaré con la siguiente afirmación: El significante es el tiempo. Nótese que no decimos el tiempo es el significante. Bien puede ser que tiempo sea un significante en algunos casos. En este caso no. Nos referimos al concepto tiempo. Lo hacemos sin la intención de abrir un debate filosófico y menos aún, metafísico. No se trata de determinar la esencia del tiempo, no se trata de comprender esa dimensión fundamentalmente humana. Nuestra intención es más humilde. Pretendemos escribir algo sobre el tiempo. Sobre el tiempo y lo que consideramos su ineludible relación con el significante. Escribir, esa es una tarea que ya implica dicha relación. Y aquella relación, que nos atrevemos a afirmar ahora como rectora de la lógica psicoanalítica, impacta directamente en nuestra praxis.
Abordar el asuntito del tiempo ha sido ligeramente complicado para los filósofos occidentales. Aristóteles no lo concebía sino vía el espacio, a través del movimiento. Kant lo convierte en categoría a priori, lo ubica como ya dado. Para Descartes era una ilusión. Habrá que esperar a Heidegger para poder pensar una conjunción entre tiempo y ser y a Einstein para hablar de espacio-tiempo. Así, para poder capturar al tiempo, se lo espacializa. Según Hegel, la subjetividad es esencialmente temporal. De allí que el sujeto sea pensado por Lacan como evanescente, fugaz. El sujeto es un instante, un instante que muchas veces se captura en la fugacidad del fallido, del lapsus, del witz.
Sumemos a lo anterior que Freud (2006), en uno de sus textos cruciales, como si hubiese uno que no lo fuera, propone como una condición del inconsciente la atemporalidad. Argumenta que el inconsciente es atemporal porque lo allí reprimido guarda toda la vigencia del hecho actualmente acontecido. Más aún, en un texto sobre la transferencia, propone que los pacientes reviven los hechos traumáticos viabilizados por la transferencia durante la sesión analítica. ¿Será todo lo concerniente a lo inconsciente de carácter atemporal?, ¿podrá esta atemporalidad circunscribirse un poco? Interrogaremos a un experto.
En su ampliamente conocida Historia de la Eternidad, Borges (2008 ) se aboca a dilucidar las características de la eternidad. Lo hace en el campo de su experticia, las letras. Revisa las letras de muchos otros, como era su costumbre; y propone que si uno quiere "definir la naturaleza del tiempo, se afirma que es indispensable conocer previamente la eternidad, que según todos saben- es el modelo y el arquetipo de aquel." (Borges, 2008) En ese ensayo señala que en el Timeo, Platón describe el tiempo como una imagen móvil de la eternidad. Lo que más llama la atención es que parte de su trabajo esté dedicado a la metáfora, así titula uno de los ensayos que componen la Historia. ¿Por qué este interés en la metáfora? ¿Qué encuentra Borges revisando metáforas en la literatura clásica? Hay en ese texto una reflexión particularmente reveladora:
"El primer monumento de las literaturas occidentales, la Ilíada, fue compuesto hará tres mil años; es verosímil conjeturar que en ese enorme plazo todas las afinidades íntimas, necesarias (ensueño-vida, sueño-muerte, ríos y vidas que transcurren, etcétera), fueron advertidas y escrita s alguna vez. Ello no significa, naturalmente, que se haya agotado el numero de metáforas; los modos de indicar o insinuar estas secretas simpatías de los conceptos resultan, de hecho, ilimitados." (Borges, 2008)
Allí está, para Borges, el núcleo de la eternidad. Un termino siempre puede ser sustituido por otro, la metaforización es una operación ad infinitum. Él ubica en Platón, Ireneo y en el nominalismo la idea de que vía la metáfora el pasado, el presente y el futuro son simultáneos.
Esto nos lleva a pensar que aquella simultaneidad es fácilmente ubicable en la dimensión sincrónica del lenguaje. No hay fondo ni techo en la sincronía significante, siempre un significante puede venir al lugar de otro. Para ser más precisos, siempre un significante viene al lugar de otro. Este es el efecto de aspiración del vacío central de la estructura. El vacío central succiona en el eje sincrónico del lenguaje, pero al mismo tiempo crea una inercia de metaforización. Podemos ubicar esta inercia en el centro del automatón que luego se extenderá a lo largo de la cadena en el eje diacrónico. Así resulta que lo que llamamos propiamente tiempo, o aquel tiempo del que podemos dar cuenta, es un efecto del impacto del S2. No hay historia sin el Otro, diría Lacan. No hay posibilidad de historizar sin poder organizar temporalmente la existencia. La metáfora como operación, bordea el agujero central de la estructura, produciendo aquello que queda por fuera de ella: el objeto, irreductible al significante, suspendido en la eterna operación metafórica existe siempre en presente.
Los ejemplos clínicos de estas operaciones son variados. Tomemos al panic attack. El acceso de angustia es vivido por el sujeto como un presente suspendido. Un presente eterno si se quiere. No hay pensamiento del futuro en el sentido de que esto va a pasar, como en el caso del ritual obsesivo. El obsesivo sabe que lavarse las manos 15 veces le previene del horror futuro, juega con el futuro, lo trampea. El ataque de pánico no contempla esa posibilidad, es un ahora. Tampoco hay implicancia del pasado, el sujeto no cuenta con el recurso de racionalizar como llegó a este estado, qué pasó antes que lo trajo aquí. Ante la presencia de la angustia el significante se va de paseo. Y al hacerlo deja al sujeto librado a la suerte del objeto. Eso esta pasando ahora.
No se puede dejar de pensar en la feroz intuición de Freud, que ya antes de 1900 planteaba una serie de preguntas y respuestas a lo que él nominaba como síntomas actuales, que ya entonces tenían que ver con una presencia y eran descritos como funcionando fuera de un aparato psíquico. Fuera de tiempo digamos ahora. Allí la palabra del analista, la reinyección del significante es fundamental para modular la angustia. El paciente tiene que ser puesto de vuelta en tiempo. Vía la armonía se puede instaurar de vuelta la melodía del sujeto. Freud agregó incluso que el núcleo de todo síntoma neurótico era de carácter actual.
Sobre estas bases "actuales" Lacan edificará su clínica del objeto. ¿Pues qué si no el objeto es aquello que irá a alojarse en aquel núcleo del que hablaba Freud? Vemos esbozarse aquí a la estructura que hace soporte al objeto fuera del tiempo significante, el fantasma inconsciente.
Miller (2003) propone una erótica del espacio, señala que es un principio del Edipo. Los personajes más cercanos se hacen inaccesibles, prohibidos. Siguiendo esta lógica solo puede fundarse un espacio libidinal a partir de cortes, de interdicciones, que fuerzan a la libido a dar rodeos, a hacer recorridos para llegar al objeto. No hay recorrido posible sin interdicción, sin el NO que accidenta la recta y estatuye bordes. Esta tal erótica del espacio es fácilmente ubicable en la neurosis. Por ejemplo, la neurosis obsesiva se esfuerza en hacer que sea imposible alcanzar el objeto. La condición de deseo para el objeto es tornarse inaccesible. En el caso de la histeria el objeto debe tornarse inasible para ser deseable. Cuando el objeto del deseo se consigue, ya no es más el objeto del deseo, se ha deslizado a otro lugar. Siempre más allá. La histeria nos propone quizás una imagen más viva del deslizamiento metonímico, una imagen de desplazamiento horizontal del objeto, que cuando se alcanza, siempre se escabulle un paso más adelante. Si el objeto en la histeria da la sensación de constante escamoteo, en la neurosis obsesiva da la sensación de inmovilidad. La experiencia subjetiva del objeto resulta entonces, en la histeria, en un sujeto que siempre se escamotea, nunca ocupa una posición fija en el espacio y en la obsesión sería el sentimiento de estar preso, tras las rejas, móvil únicamente dentro de los límites de su propia jaula. La operatoria del deseo en la neurosis aparece claramente como un dejar por fuera al objeto cuya presencia sería angustiante al grado de ser insoportable, la lógica del deseo, la operación del deseo en función de defensa es la suspensión temporal del objeto, de lo cual resulta la suspensión temporal del deseo mismo.
En el texto citado Miller propone que si bien el inconsciente es atemporal, la libido sí conoce el tiempo. Hay una temporalidad de Eros, tanto en el nivel del amor como en el deseo e incluso en el del goce. Podría ubicarse en el nivel del amor la eternización del objeto de amor, a nivel del deseo encontramos las operaciones neuróticas que ya nos son conocidas: suspender el goce para mantener el deseo en el caso de la histeria, procrastinar en el caso de la obsesión; y a nivel del goce, dejando de lado el desfasaje que introduce el cuerpo entre los partenaires, el goce está localizado, más en los hombres que en las mujeres, pero de igual manera puede ser numerable, en el caso del coito se sabe cuando se gozó. Sabemos por la clínica que el goce, el acceso al cuerpo del otro está viabilizado en la neurosis por el fantasma. Tal como lo dice Lacan (1988): "la única entrada a lo real para el sujeto es el fantasma". Este fantasma es el gran logro de la neurosis, el objeto allí fijado opera en dos frentes, deseo y goce, y la estructura misma del armado fantasmá tico, vía operación metafórica ubica a ese objeto en una eternidad. El axioma que es el fantasma está fuera de tiempo al igual que fuera de contexto; por ello es aplicable en cualquier momento y en cualquier lugar. Es la eternidad siempre presente del neurótico. Todo al precio de un módico padecer. Los problemas aparecen cuando eso tiembla. Y allí el sujeto se anoticia de aquello que Lacan advirtió. El fantasma tiene caducidad. No se sabe cuando, pero puede caducar. Interesante término. Caducidad, eso puede dejar de ser, insertarse en un pasado. Finalmente ser capturado por el significante. No sin el costo de haber transitado un análisis, que no es poca cosa.
La experiencia analítica puede pensarse entonces como una cierta operación sobre el tiempo del sujeto, un martillar lentamente sobre ese supuesto pasado eternizado en el ahora por el fantasma. Otra forma de leer la famosa via di levare Freudiana. El análisis es vivido al mismo tiempo en el ahora y en el pasado gracias a la transferencia. El analista lee lo que identifica como ya escrito, las marcas ancestrales, lo cuneiforme de la letra, lo lee ahora, pero supone que ya estaba. La función del analista en relación a esto es traer de vuelta el pasado al presente, confiando en la repetición, cuando le pide al sujeto que hable, le pide que de rienda suelta a ese supuesto pasado ahora. Pero esta vez el analista está allí con su cuerpo. El saber no sabido puede escribirse de nuevo. La homofonía era la clave para Lacan, la homofonía es lo que abre la puerta a la dimensión sincrónica, pues lo que echó a andar la cadena por una vía puede hacerlo por otra una vez equivocado. Esto revela el carácter fundamental del significante como soporte material del lenguaje, como i magen acústica, como sonido y nos da el objeto de la interpretación analítica.
La interpretación apunta a temporalizar, a denunciar el carácter de metáfora de todo significante, entre estos, por supuesto, el analista sabe que el objetivo son los S1. Se producirán nuevos en todo caso, pero esta vez y con un poco de suerte no estarán ligados al fantasma. Dicen que los análisis son largos, que la gente se analiza por años sin garantías y en la modernidad hay un constante imperativo, una urgente búsqueda de lo breve, un cierto fervor por lo rápido. Ganar tiempo no es fácil, ¿no es eso justamente lo que sucede en un análisis?
Bibliografía
Borges, J. L. (2008) Historia de la eternidad, en Obras Completas, tomo 1. Emecé editores. Buenos Aires.
Freud, S. (2006) Lo inconsciente, en Obras Completas. Biblioteca Nueva, Madrid.
Lacan, J. (1988) Reseñas de enseñanza. Manantial. Buenos Aires.
Miller, J.A. (2003) Erótica del tiempo y otros textos. Tres Haches. Buenos Aires.
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