Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
El padre, ¿es el hombre en el lugar del padre?
María R. Borgatello de Musolino

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Con respecto al lugar de padre, recordaremos sintéticamente que: al padre real lo hace el hombre de una mujer, al padre como Nombre lo funda una mujer y al padre como imagen lo hace el hijo en su decir.

Articularemos algunas ideas sobre estos lugares de "padre", en el sujeto del deseo y de lo inconsciente, ese hombre inquilino del lenguaje que trae a análisis. Mostraremos, desde un caso trabajado en un análisis de control, sus bordes fractálicos.

La madre consulta para que la orienten, cómo manejar-lo. Lo, un niño de 6 años, es derivado a análisis porque, afortunadamente, es difícil de manejar: pega, patea, putea, tira cosas.

Lo es el único en las dos familias, la de su padre y la de su madre. Es decir, no tiene familia propia. Vive con su madre y su familia. Esta impide que lo visite -el padre-. Las pocas veces que se encuentra con su papá y su mamá, él neutraliza a esos dos que se agreden en lugar de amarse. Parece que, a veces, un hijo puede hacer de "padre", de voz que regula el deseo.

El padre dice: " Sebastían, mi hijo, .... En fin, el problema es la familia de ella..., salvo Silvia (su mujer)". La familia de Silvia es la que él formaría con ella y Sebastián. El problema es que esa familia no existe. Con Sebastián y su madre no vive su padre. En "salvo Silvia" podemos suponer la razón de la inexistencia, pues dice de la dificultad de reconocer en su mujer a la madre de su hijo.

Sin embargo, en el padre real Sebastián tiene un nombre propio, porque su padre ha hecho de la mujer, que él llama mamá, la causa de su deseo y el objeto de su goce. ¿Cuál?. Aún en la prohibición de vivir juntos prospera su deseo por esa mujer que le exije que trabaje, que traiga dinero para pagar su lugar de padre.

Desorientado, paga cuando puede aunque dice que ella no lo necesita, lo hace por Sebastián. Así espera que le den el lugar de padre que no puede tomar, porque dice no poder solo con, esa que no es, su familia.

En cierto modo tiene razón, el Nombre del Padre se amoneda, adquiere valor, en el decir de la madre y no en el dinero que trae el padre. Ella aparentemente, no dice nada. Deja que su madre hable por ella definiendo el papel de padre y madre. Aquél en que el padre la encuentra como mujer, en el de hija de su madre.

Por eso, hablar de su carencia en la familia no se equivale, con el hablar de una carencia paterna en el Complejo que metaforiza al sujeto. El lugar padre es una metáfora, "... un significante que viene en lugar de otro significante..." (1).

Sobre este punto, no tenemos que olvidar que el padre real es el que introduce para el niño una castración, un decir 'no'. Es el que dice: 'no, tú no eres el falo de tu madre, no eres lo que a ella le falta, tú eres Sebastián, mi hijo'. Lo que implica 'yo soy tu padre'. Al decir no, se nombra padre del hijo.

Por otra parte, ese tú es el significante, de la llamada al Otro, que dice a medias lo que concierne al goce de esta mujer. Al mismo tiempo establece para el niño un no-saber de su goce de hombre de tal mujer. Un velo cubre su goce de esa mujer y deja libre de goce el campo del hijo (2) para que desee.

¿Pero cómo ocurre la función paterna si el padre cuando habla equivoca, varias veces, el término 'madre'?. A la que nombra "una madre soberbia", no es su mujer sino su suegra. No llama madre a la mujer-esposa, ésa a la que le hizo el hijo sino a "su madre".

Lo que nos lleva a preguntar: ¿cuál, la suya o la de su esposa?. Se queda en ese entre-dos que le propone su fantasma para no concretar su familia. Por este enredo, piensa, no pueden ponerse de acuerdo en nada. Mas en esta falta de orden y de ley se encuentra con un real que se le impone: Sebastián. No se da cuenta que él y su mujer ya se han puesto de acuerdo, en ese hijo que los reclama padres, espejando su deseo. Por eso opera la función paterna, aunque cojeando.

Sebastián lo enuncia: "vengo aquí para ver otra cosa... Estoy cansado de ver televisión". Llega demandando que algo interrumpa el goce escópico de las escenas que las mujeres de la familia, todos los días, le hacen ver. Asume, claramente como lo hacen los pequeños, sin demasiada responsabilidad sobre su decir pero implicado subjetivamente: "Sebastián, Sebastián. Soy malo.... Yo lo quiero a mi papá". La analista agrega: Soy malo porque no odio a mi papá como me lo piden.

Asiente, pero como cada vez que enuncia algo significativo, lo anula. Termina diciendo "...son boludeces". Sus palabras dicen más de lo que quisiera decir o de lo que puede oir y tramitar. En realidad, sólo trata de pasar por encima de esa función oracular que tienen las palabras en el grupo ginecofílico en que vive y dónde él es adorado, es decir, negociado por su valor de goce. La anulación las hace existir. Pero no es el único recurso que encuentra para expresar su deseo.

Impulsado por la oferta de un espacio de escucha, le pregunta a su analista: "¿Vos sabés quién es mi papá?". Le informa quién: "uno sin nombre, que se ha separado con... mi mamá". Notemos con que ternura trata de explicar la unión y separación de sus padres. Los adultos que sabemos, correctamente decimos se ha casado con o se ha separado de. Sebastián habla desde otro saber de su deseo, el de lo inconsciente.

A pesar de que es "uno sin nombre" en la familia de su madre, hay significante del Nombre del Padre que autentifica su imagen corporal, la que llama Sebastián. Su padre lo llama y él responde: Sebastián.

Continúa: "Mi papá dice mala palabra. Pelotudo. Culiado. Lo van a llevar a la cárcel por decir malas palabras". Su papá dice palabras cualesquiera, de varón, de calle, malas, esas que las mujeres de su casa prohiben porque no pueden trasmitir.

Por otra parte esas por las que un niño reconoce el referente de la diferencia sexual, inhallable, en su lengua materna. La lengua que hablan a su alrededor, esa en que la madre-abuela habla lo padre sancionando con la cárcel. Esa en que el padre nombra lo común-vulgar de la lengua de la cultura en que vive. La lengua paterna que nombra por encima de y simplificando el deseo materno, borra al desprestigiado padre. El niño lo desdobla y recubre con una imagen paterna viril, fortalecida en el atributo de las palabras.

Estas palabras le permiten identificarse con el padre que ama. Su padre adquiere ese lugar ideal gracias al cual se convierte él en padre, es decir, un varón con título futuro de padre -aunque no sepamos que vaya a hacer con eso, cuando se cuestione en la pubertad ese lugar padre-.

Más arriba decíamos que el padre es un significante que viene en lugar de otro. Sustituye al primer significante introducido en la simbolización, el significante materno, pues el padre ocupa el lugar de la madre en cuanto deseo. Es decir, la madre vinculada con el significado que ella tiene para el padre y que el hijo encuentra a medias cuando la desea.

De este modo, el padre sustituye a la madre como significante y el niño -gracias a ello- encuentra el significado de su deseo. ¿Pero y Silvia, la madre de Sebastián?.

Para que una mujer con su amor funde al padre como Nombre en el hijo, simbólicamente tiene que haber un lugar vacío, capaz de inducir el deseo. Para el niño es la madre quien inscribe un lugar en ese orden Simbólico propuesto por el lenguaje, un lugar vacío que luego tal hombre podrá ocupar a su manera en su deseo de Otra cosa. Para él es su madre y no la abuela, la que induce su deseo y el deseo de su padre.

En este caso, un hombre se declara padre llamando al niño "hijo". El mismo se dice padre y ocupa un lugar, en ese lugar vacío que ya está ahí. El vacío lo produce la metáfora paterna, el Nombre del padre en el Otro (lo que indica su falta) sobre el falo Simbólico. Por lo que le dan a ver, a éste lo representaría su abuela, pero Sebastián no se lo cree.

Recordemos que el Nombre del Padre condicionado por el deseo de la madre da significado al sujeto de la castración y es lo que facilita la constitución del falo en lo Imaginario. Aquello que vela la abolición del sujeto en el deseo. Eso, lo libidinal que permite discurrir al deseo da esa producción de sentido que le permite formar parte del linaje de sus padres en el mito edípico. Sebastián no equivoca cuando llama a su madre, madre y a la abuela, abuela.

También pensemos que, cuando hablamos de metáfora paterna, estamos hablando del complejo de castración más que del Edipo. Por eso no se lo cree, porque es el lugar madre el que instaura en lo inconsciente la inscripción del significante del Nombre del padre, que éste tenga o no lugar y que luego algo venga al lugar padre. Este lugar no es más que el de la significancia que en sí no significa nada pues hace significar, nombrar. El padre, el genitor, no es más que el encargado de representar esta interdicción mediante los efectos en lo inconsciente de toda su presencia.

Lo que quiere decir que, más allá de los padres existentes, genitores, es un sujeto el que aprovecha la fijación de un significante a otro significante para producir eso nuevo, a veces tan inesperado, como el surgimiento de una nueva significación que representa la imagen corporal (3). Un significante que lo representa a él solo, totalmente solo como hablante al servirse de él.

Su madre, quizás sin quererlo, instaura un lugar en posición tercera entre ella y el hijo. Lo instaura en el hijo en ese lugar de inscripción que es tanto lo inconsciente del discurso del Otro que contiene los deseos infantiles reprimidos, como lo Real del deseo presente por traer-lo.

Es dentro de un juego de significantes que surge la relación del deseo del niño con el deseo de la Madre -como significante primordial-. El niño depende de esa primera simbolización de la madre para subjetivarse, pues desde un nivel primitivo su deseo es deseo del deseo de la madre. Es en este juego de par o impar donde encuentra que el deseo de su madre no es más que deseo de Otra Cosa, de un fuera de significado que excede la presencia materna.

En Sebastián, su madre o su abuela complican las cosas. Este deseo de Otra Cosa que no es él ni su padre -aquél para quién la madre tuvo el hijo, el que podría ser su abuelo- sitúa el objeto del deseo de su madre real. Como sujeto juega el juego estúpidamente pues no posee el significante que representa a ese objeto, pero participa de él con su piel. Así, privilegia tres imágenes significantes que lo estructuran en su deriva: la de él como niño deseado, la de la madre y la del lugar padre, real-iza la metáfora.

La metáfora concierne a la función padre que dirige el juego. Aquello que viene a sustituir al falo como significante de la falta, es el significante del Nombre del Padre condicionado por el deseo de la madre. O sea que, refiere a un significado de lo que existe como falta en el Otro, madre que dice no poder sola. El significante enigmático del deseo materno es sustituído por el significante del Nombre del Padre enganchando un significado, el significado del falo. Este no es el significado de un órgano ni de la imagen de un hombre, sino del significante de esa falta que constituye el deseo materno.

De este modo, el padre viene a ser el hombre, aquél a quien el hijo habla, al que llama papá. La mala palabra, las palabras dichas por su padre, funcionan como referencia arquetípica en una reproducción análoga a la originaria, aquella del desvalimiento en que nació (4). Por eso necesita de ellas y las repite para bordear la angustia.

Esta angustia de separación siempre implica una perturbación económica extraordinaria, porque la insatisfacción aumenta la tensión y pone en peligro al organismo que realiza la simbolización primordial, porque habla desde un cuerpo fragmentado por el deseo. Mas un objeto pone fin a esa perturbación, el objeto madre psíquico fantaseado. Este aparece como conectado a un órgano que el infans, el incapacitado de hablar, debe perder -significar- para advenir sujeto del lenguaje.

La analista, sin saberlo, le demanda que dibuje a su familia y desde lo íntimo de su ser responde: "no me gusta hacer mi familia. ¡Pelotudo, boludo, culiado!". Es como si le dijese: Yo no soy el hombre-padre, aunque diga malas palabras. Al padre real lo hace el hombre de una mujer, mi padre. Y yo, yo no soy más que... malo.

Esta verdad no puede decirse toda, por eso se inhibe y lentamente arma un escenario de soldados y un robot gigante. Un padre poderoso que cause la privación de la madre, que haciendo de contrapeso a su deseo se haga cargo de su carencia, pues él es sólo un niño incapaz de colmarla. La voz que escucha dictar la ley no es la de su abuela, sino la del hombre que piensa que lo ha hecho.

No obstante, aún desafectivizando lo que representa la guerra, no alcanza a reprimir los significantes que amarran su angustia. Al encontrarse con su impotencia, violentamente pasa al acto, destruye toda la transposición Simbólica e Imaginaria que pudiese articular en el juego y golpea a la analista.

Apoyado en el espacio de la transferencia, alguien otro parece querer hacerse cargo de su angustia, pero la alianza efectuada en las entrevistas con sus padres, lo ubica -a él y a su analista- en el mismo lugar de objeto. La analista entra, por la transferencia, al litigio entre 'la madre de su madre' (las dos abuelas), su madre y su padre.

Con todo, sigue trabajando con Sebastián y logra que confiese su odio por ese padre ideal del que no quiere hacer el duelo. Juega a "matar y curar", no sin el sadismo que sufre, vive e infringe a los otros. Hasta que , en sesión, su analista lo interrumpe con un ¡Sebastián!. Entonces, él propone seguir jugando sin enojos. Encuentra su lugar de sujeto, adviene en la transferencia donde dice su verdad y muestra el síntoma: "te pego para que no me pegues". Golpea y pega para no ser engullido por el Otro.

Aún sin palabras, dibujando, muestra la estructura Imaginaria, libidinal, de su fantasma: siendo malo intenta ser rehusado, ser rechazado para no ser tragado, devorado. Lleva el 'podés ser Sebastián sin pegar', dicho por su analista, a la escuela y logra allí un lugar entre sus pares y maestros.

Este cambio en su posición subjetiva es percibido y llevado agresivamente a la analista por la abuela-pediatra que quiere hacerle 'otros estudios'. La analista intenta trabajar la oferta especular como si ella estuviera en análisis, es decir, rehusando su demanda.

Por ello, la transferencia lateral de puro amor, pro-voca. Hace hablar a la analista y no puede ser perlaborada. No puede ser llevada al trabajo de lo que Sebastián transfiere en su análisis, porque ocurre en ámbitos distintos, uno el de las entrevistas de trabajo y otro el de su sesión.

Así, ella también entra en el litigio por el pago del lugar de padre y acepta que le pague después la consulta. Es decir, paga la analista. Al encontrarse con esa posición inducida por las relaciones parentales-familiares, cae de la escena, y pasa al acto aceptando posteriormente, la postergación del pago de la sesión siguiente.

Cuando esto ocurre en el análisis con un niño, el que cae del lugar de análisis no sólo es el sujeto en análisis sino también su analista. Este se convierte en objeto de la furia amorosa, de quienes realizan en su figura la transferencia de puro amor-odio, y se queda con la deuda.

Es desde la emergencia de este real en el análisis que la analista llega a comprender el síntoma familiar que sufre el niño y lo trae a análisis de control. Pero aunque ese Real es devuelto al mismo lugar para ser trabajado, ya no encuentra a Sebastián en análisis.

María R. Borgatello de Musolino - Psicoanalista

8-11-02 -

Bibliografía:

Jacques Lacan:

Sigmund Freud: Inhibición, Síntoma y angustia. Tomo XX. E.Amorrortu

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 16 - Diciembre 2002
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