Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
España sin Alcibiades
Ignacio Gárate-Martinez

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A Jose Miguel Marinas
en vecindad de amores

 

¡ Me levanté tras haber dormido con Sócrates,
ni más ni menos que si me hubiera acostado con mi padre o con mi hermano mayor !
(El Banquete, 219 c)

1. La Templanza

Aquellos delirios filosóficos que querían elevar el amor por encima de la borrachera, que querían darle un orden al amor, hacer tertulia, como después del buen comer, habiendo bebido pero no demasiado, lo justo para darle a la lengua esa soltura que nos lleva a decir bien. Aquellos delirios filosóficos que querían alejar al varón del verraco, a pesar de su raíz comœn que hace de Ares, noble dios de la guerra, el igual de un cerdo reproductor.

Alcibiades quiere despertar en Sócrates ansias de verraco; intercambiar su belleza, su donaire y lozanía por el saber que supone en el corazón de Sócrates: estatuillas de oro que le gustaría poseer. Alcibiades no comprende que el deseo está más allá del amar y sus riberas. Quiere el mancebo ser fomento del deseo del sabio, calentarle el véretro con su cuerpo y su abrigo y hacer de aquel rigor estandarte de un triunfo, y tranquilidad también, por saber, si lo consigue, que no existe diferencia entre el amor y el deseo.

Los otros: los Fedros, Agatones, Erixímacos, Pausanias, Aristófanes y Aristodemos, quieren dar razón del amor, establecer un puente natural entre naturaleza y cultura, dar razón de lo que pasa, de las cosas: tapar con sus respuestas la pregunta insistente que corroe y escuece, querían hacer un eroticón que sofocase el angustioso verdín del sexo.

Alcibiades molesta porque anula las respuestas, las convierte en responso, mortal albacea del saber sin sabor: insoportable plegaria. Alcibiades afirma, con su duda y su desazón que las cosas del amor no se reducen en preces, en ruegos; introduce une ruptura entre el ruego y la respuesta: dice que la respuesta de Sócrates es que no existe simetría entre lo que se pide y lo que se obtiene; la respuesta de Sócrates es una herida, regada de sal para que no se cierre; deja en Alcibiades una calentura, un escozor que no apagan cataplasmas ni fomento alguno, porque el deseo no se apaga con la cataplasma del sexo ó realización ilusa del deseo.

Nada sabemos del deseo de Sócrates; sabemos que solo sabía una cosa: reconocer al amante y al amado. Y si llevamos lo afirmado hasta sus límites, comprenderemos que Sócrates no deseaba sino nombrar, dar nombres a las cosas del amor, ponerle verbo a Eros y distinguir, hasta en la carne del verbo, al erastes y al eromenos .

Alcibiades deseaba que Sócrates le deseara, deseaba ser el eromenos de Sócrates y por no ser satisfecho, este deseo impulsará sus aventuras ó como las del Quijote que rompe lanzas por una diosa de porquerizas y se hace amante porque rechaza la posesión del objeto deseado, porque no quiere o no puede ser el verraco de Aldonza, y esa Aldonza que echa en falta, convertida en Dulcinea, es el nombre que da vida a su cruzada sin objeto.

Hay un "echar en falta" o "echar de menos" que nos cuesta mucho traducir en nuestras acciones de vida y esperanza, como si el pensar fuera impostura que nada tiene que ver con el cocido cotidiano, con el pan de nuestro padre, ese padre nuestro a quien pedimos pan y perdón: padre nuestro, pan nuestro, pero además sin deudas. No te echamos en falta, ni de menos, padre nuestro ó crepœsculo del padre que induce nuestra crisis de legitimidad ética ó padre nuestro, ídolo nuestro, objeto de nuestra plegaria que nos impide echar de menos, porque lo entreveramos en el lenguaje que habitamos, sacándolo de su piedra angular, de su vacío, invocando imágenes en vez de convocar símbolos; lo sacamos de esa posición de "lo que se echa en falta, de menos".

Filosofía de fenicios, en conserva, impostura del verbo que no se encarna. Rescatamos al amor por el amor de una mujer. País de románticos sin Alcibiades que no saben ser Juan sin Don, sin Domine, sin dueño.

España sin Alcibiades, entre la transgresión de la Ley del deseo y la metafísica del porro. España de opositores, de erudición, de jerarquías, de escalas de valores y de esquemas.

Gracias a ti, piedra angular y padre nuestro, nos quedan los bedeles, esos de gris y azul engalonado, mariscales de pasillos y escaleras que todavía saben preparar un caldo, ahogar las coca-colas con un vinillo de Huelva, vino de pasas, como de misa: Gracias Señor por los bedeles que todavía pueden borrar las pizarras del saber después de clase.

Bedeles que no están a los pies de nadie, que no son "pedellus" sino "putiles"1, pregoneros que celan la asistencia a clase, anuncian los días de asueto y borran el encerado que alguno (numerario o no; también la oposición importa en el universo del saber) ha cubierto de tiza o tizne que es su negativo fotográfico; y nos "hace falta" negativizar ese saber universitario para abrir las puertas a una pregunta sobre lo que se establece, como una certeza, entre Eros y el saber.

Esta cuestión, que no se encuentra en la filosofía de fenicios, una filosofía sin riesgos ólas palabras ya no hieren como antes cuando, áoh Grecia trágica!, se apedreaba a los actores que no se comprometían en sus dichos y recitadosó esta cuestión, digo, se tiene que resolver en una lucha a muerte, una lucha con lo que de mortal tiene la sumisión al principio del placer.

La metafísica del porro, el lujo de tener ideas, de compartirlas porque somos libres y ... perdónanos nuestras deudas... sin compromiso. Metafísica porque los garbanzos, las lentejas, todas esas féculas que nos hinchan de soledad, nada tienen que ver con el sarcasmo y la risa de los bares y las tapas. Metafísica del porro a causa de la efusión que nos está matando, esa efusión que confunde, que niega las diferencias.

Alcibiades da testimonio pœblico de la filia de Sócrates; no bastaba con el hecho en sí: que se quedaron solos en una habitación y que, a pesar de las licencias, estrategias e incitaciones de Alcibiades, Sócrates permaneció frío como un padre o un hermano mayor. Hacía falta nombrarlo, decirlo y en pœblico para que el hecho se convirtiera en efecto de palabra. No se trata de comunicación ni de "marketing" ni de "management": comunicar no es lo mismo que nombrar.

Alcibiades echa en falta el intercambio, la Ubertragung, la transferencia del saber de Sócrates, a cambio del placer supuesto en el hecho de que Sócrates exonerara su deseo en la lozanía del mozo. Y Sócrates no quiere confundir la filia con el placer sexual y se escabulle y no está allí donde Alcibiades le requiere, por eso el mancebo tiene que interpretar la transferencia y darle nombre a su escozor y desazón, por eso Sócrates es el primer psicoanalista: el saber y el placer sexual están unidos en el deseo y sólo los puede separar la palabra que da nombre.

Porque quiero y no sé lo que quiero: el ganado o la caza que persigo, me rehuso a beneficiarme de objeto alguno y voy en pos de una verdad que se me escurre. La templanza no es un efecto de la voluntad sobre las ganas; es una barra que resquebraja la fusión entre el deseo y su exoneración, abriendo una veredica alegre toda ella de palabra.

Alcibiades acusa a sus predecesores en el banquete, de delirio filosófico; para salir de éste, relata en pœblico sus asechanzas y su deseo de que Sócrates le deseara y establece así, la impostura de la filosofía si esta no guarda relación con el acto, pero también la impostura de la acción si no se encuentran palabras para establecer su relato.

El otrora mancebo cuenta hoy, ante un pœblico de jueces, su desazón ante la templanza de Sócrates, pues todas sus artes fueron inœtiles e incluso aquella que pretendía ir al fondo de las resistencias de aquel hombre más invulnerable en todas las partes de su ser que lo fuera Ayax al hierro óo más bien como señala León Robin, su escudo de siete pieles de bueyó "Y en lo œnico que yo creía que se dejaría coger se me había escapado " (219 e). Sócrates no está allí donde se le esperaba y esta ausencia, este aprieto, este haber sido subyugado, no encuentra más salida que el testimonio pœblico: decirlo bien.

La sabiduría es una manera de decir que lleva consigo un riesgo vital, un compromiso con el verbo, para no ser delirio báquico: el discurso filosófico sólo vale si es herida y mordisco, si compromete no ya el ser del hombre que resiste al hierro como las siete pieles de buey del escudo de Ayax, sino a lo que en el hombre tiene consistencia, es decir el sujeto de la acción .

La filosofía de fenicios es el comercio del verbo, comparable al comercio que Alcibiades requería de Sócrates: la comunicación es el comercio del verbo pues tapona la dimensión del compromiso: darle nombre al deseo para que actœe.

Por eso la palabra divide las imágenes que pretenden ser en sí la realidad de la cosa, pero la palabra no es la comunicación sino su estallido.

La templanza es el rechazo de todo tipo de complacencia ante el objeto deseado porque, a fin de cuentas, no es eso.

Alcibiades echa en falta lo œnico que él suponía que Sócrates deseaba, eso: la lozanía y el donaire del cuerpo de Alcibiades, es lo que falta, lo que Alcibiades echa de menos cuando lo va a buscar en el corazón de Sócrates.

Eso que falta, que todos echamos en falta, porque a todos nos falta algo, como decía Unamuno, se puede obturar separando las esferas del cocido y las de las tapas o, por decirlo de otro modo, la esfera de la necesidad y la del deseo (las tapas: resignarse a no pedir nada para que nos den lo necesario).

Entre esas dos esferas, el sujeto de la acción se queda en suspenso pues no hay ley que estructure su deseo, desperdigado más que dividido, y sin que exista palabra que lo integre como sujeto de la enunciación.

2. La Fruición

Esa fruta madura que espera una mirada que la encienda, una mirada que de galas y esplendor a sus colores; esa fruta madura está esperando una mirada para convertirse en aquel bien tan deseado y poder ser poseída con fruición.

Pero sin la mirada, aquella fruta madura esperaría, eternamente esperaría una mano piadosa que despertara sus curvas y su sabor al paladar amante.

Si no hubiera una mirada para darle existencia, la fruta no diría ni siquiera "fructus sum": soy fruto; no lo diría porque sin esa mirada que le da estatuto de palabra a los objetos, no se puede decir nada; pero si hubiese mirada para darle rango de objeto a esa fruta y si hubiera deseo suficiente de poseerla, aquel que la poseyera podría decir: "fructus sum", he gozado.

Destino umbrío el de la fruta que, sin deseo de alguien que la mire, no tiene nombre, y si existe la mirada y se cumplen los deseos del amante, se condena a ser escoria por haber sido comida y ajenada.

Pero el amante, aquel que la miraba, sabía de su ser porque había fruta para que él la deseara: esa fruta que eternamente esperaba una mirada que le diera nombre, también nombra al amante, pues sin ella no lo hay.

El hombre, ese habitante del lenguaje, tiene que poner una barra que separe el hecho de dar nombre y el gozar, sólo así puede seguir existiendo y perpetuarse.

Para ser un Don Juan, Tenorio tiene que burlar a todas las mujeres, poseerlas todas, y no sabemos si gozarse de ellas, pues parece más importante la burla que la fruición en este caso. Don Juan no ha dividido la mirada y la posesión del objeto, lo quiere para sí de inmediato, pero sólo si es de otro, si es prometida, si se le ha escapado. Don Juan o Gabriel López Téllez ósi creemos lo afirmado por Luis Vázquez tras puntillosa investigaciónó es un hombre sin padre, un hombre abandonado por su padre, hijo de Juana Téllez, separada y sumida en la pobreza. Gabriel López, fraile mercedario. A Don Juan le falta uno, ya sea su padre o el rey, que da lo mismo, uno que le diga ¡Basta!: con ser solamente dos nada es posible sino la muerte. Uno que le indique un camino diferente, que le diga que no existe Mujer sino mujeres, una mujer, alguna mujer.

En la vida del hombre, ese atosigado de palabras, hacen falta al menos tres. Tiene que haber un padre que represente esa barra, esa separación entre la mirada y la posesión, esa función del padre que introduce a la dimensión de la palabra.

La palabra, no el lenguaje: la palabra que no es simplemente una grafía que se ve, sino sonidos que se pronuncian, con un acento, con acento. Ese padre que Don Juan echa en falta, ese padre que no es ni el padre de Don Juan, ni un padre como lo hubiera podido ser el rey o su pariente de Nápoles, ese padre escondido, es un productor de acentos, y el acento es la ley de la palabra, pero no es como la gramática que son reglas, es un acento equívoco en el que reside la verdad del deseo.

Eso que los psicólogos llaman "imagen del padre", Freud descubrió que se trataba de representaciones y, como se lo escribe a su amigo Fliess, representaciones de palabras. El padre se encarna en una representación designada por la madre. Un padre es una parida verbal de la madre, alguien en quien la madre tiene Fe y a quien designa como representante de la ley ante los hijos, es un elemento tercio: entre el hijo y la madre tercian palabras.

La ley de la palabra nos indica el camino del deseo, pero también sus límites; la palabra es la vereda de nuestros deseos. Es vereda porque sus límites son frágiles, porque tiene que conducir y vedar al mismo tiempo y, a veces, en la vereda de las palabras hay deseos contradictorios, hay fueros antiquísimos, inmemoriales, que campean por su respeto ante la ley ulterior, sobre todo si esta no es dignamente representada, si los límites de la vereda se desvanecen entre riscos por los eriales del mundo. El padre de Don Juan no representa dignamente la ley: se refiere a un castigo tan lejano, que tiene tan poco que ver con él, que Don Juan le responde aquel tan largo me lo fiáis que es mofa de la autoridad del padre: la ley del deseo de Don Juan no ha sido vedada por la palabra de su padre y el Burlador no entiende porqué no hay confesión para él, y Tirso nos lo explica: No hay deuda que no se pague .

Gabriel López Téllez, hijo de un Andrés López de quien nada o casi nada se conoce, supo reemplazar el fuero de su deseo, ese fuero inmemorial que instiga la burla de Don Juan, por los votos de la Merced, supo trazar en la historia que produce fueros, la línea divisoria de la ley y de su magisterio interno, que es lo que representa el pronunciar votos: dar un nombre a su deseo.

Ese padre que introduce la ley de la palabra, es un padre ausente, en su lugar sólo queda su representante, un representante que no posee la verdad, que sólo se puede referir a la ley escrita, una ley escrita para toda una comunidad; por eso el hecho de dar un nombre a su deseo posee una dimensión pœblica y comunitaria: una vez más el acento interviene en los dominios del deseo; el deseo se pronuncia en voz alta; el acento transforma el grito del fuero en el simbolismo de la palabra.

No se trata del simbolismo de la Marcha Triunfal, de un simbolismo truculento y necio que encierra imágenes. Se trata de un tratamiento simbólico del deseo, es decir que se trata de una inscripción del deseo en el campo simbólico desde donde se lee la Ley. Recordemos a Fray Luis de León y su comentario del Cantar de cantares:

" No se puede decir cosa más bella ni más a propósito que comparar los pechos hermosos de la Esposa a dos cabritos mellizos, los quales demas de la terneza que tienen por ser cabritos, y de la igualdad por ser mellizos, y demas de ser cosa linda y apacible, llena de regocijo y alegría, tienen consigo un no se qué de travesura con que roban y llevan tras de sí los ojos de los que los miran, poniéndolos afición de llegarse a ellos y de tratarlos entre las manos: que todas son cosas bien convenientes, y que se hallan ansi en los pechos hermosos a quien se comparan ..."

A la imagen que evocan los versos atribuidos a Salomón no responde el encarecimiento de un deseo de gozarse en la imagen evocada, sino el despertar de un nuevo tratamiento simbólico de lo enunciado, que permita al lector incluirse en lo evocado: eso es desplazar el texto e integrarlo. Fray Luis de León le pone acento al Cantar de cantares, actualiza en su deseo aquellas imágenes que antaño inspiró el amor; actualiza y no lo realiza: Fray Luis de León no se llega a ellos por haber sido robada su afición al contemplarlos; lo dice.

El mordisco ópara Alcibiades de la Filosofíaó también lo siente Juan de la Cruz, herido por el Amado en el Cántico Espiritual:

Salí tras ti clamando, y eras ido

Ese adolecer, penar y morir de la esposa en pos del Amado que ha entrevisto y que no está, se parece a la agonía de Unamuno, la lucha que se entabla en ese vacío del amado, del amado presentido; en el vacío de un deseo que no se refocila en la posesión del objeto, porque el objeto falta, se echa de menos. Y es dolor y regocijo al mismo tiempo: tal es la imposibilidad de la fruición, lo que Lacan llamaba lo imposible de la relación sexual, y que Raimundo Lulio ya expresaba en el Cántico séptimo de su Libro del Amigo y del Amado; imposible de la relación sexual porque no se puede relacionar aquello que se instaura como diferencia radical, que tal es la situación del amante y del amado.

Imposibilidad de la fruición porque esta se confunde con la muerte y que la efusión termina siempre siendo efusión de sangre, alienación del uno en pro del goce del otro, desaparición, escabullimiento del objeto deseado: comunión a la manera de Arrabal (En la película J'irai comme un cheval fou en la que el amante y el amado se confunden y que nada tiene que ver con una convocación en torno a un símbolo que produce efectos reales: Gracia.

Posibilidad de nombrar, que Freud vuelve a inaugurar, restableciendo los puentes de la ciencia con la tradición talmœdica, y que tiene que llegar a España con acento. No es un decir autentificado por proemios eruditos o terapéuticos, sino un medir el carcañal, la huella posterior del deseo, cumpliendo un acto de palabra

Es un sacrificio, una convocación simbólica como los toros, el cante y el baile que, si tienen duende (es decir, si en la liturgia que rige a esas artes hay una presencia singular, si hay un sujeto mordido por el aguardiente del deseo hasta en la carne del verbo) transforma el grito, el movimiento o el sacrificio, en acto de palabra. Las reglas, la liturgia, se convierten en una geometría necesaria para la convocación del duende: geometría en donde el grito, el movimiento o el sacrificio se rompen la crisma contra la verdad del arte, jugando, codo a codo, con la muerte.

El duende no existe, es el adjetivo de lo imposible. El duende está fuera del acto pero determina su liturgia: transforma el acto en sacrificio. El arte con duende es una tragedia, si no está, si falta, el arte es algo vago: diversión, comedia, enfermedad incluso.

Enorme confusión la tuya - España sin Alcibiades - convertir el psicoanálisis en acto médico: hablar para estar bien. Hay que hablar para estar mal. ¿Quien torea, canta o baila para estar bien?: turistas que ni siquiera tiene rango de forasteros.

Alcibiades no habla para estar bien, lo hace por cumplir su cometido. Hablar no se conjuga ni con ser, ni con estar; la palabra se conjuga con hacer, es un acto ético, es el cuarto acto de la tragedia del hombre, inquilino del verbo, tras el movimiento, el grito y el sacrificio.

España de opositores y amanuenses que se escapan por las celosías de los bares, para torearse al verbo del deseo en las tertulias del atardecer; está llegando Alcibiades, se aproxima envejecido y borracho, sacrílego tras la destrucción de las estatuas de los Hermes, ese verraco griego, pariente de Ares, que le había traicionado. Alcibiades llama a la puerta de la esperanza, viene gritando para que le escuches y te arriesgues y te pongas a hablar, a decir bien, sin ocuparte de las condiciones de posibilidad o de legitimidad del pensamiento ético.

Reconocer la fruición como imposible es doloroso, mortal casi, pero esta práctica simbólica que es un decir, este riesgo asumido, te abre las puertas de una experiencia, en la que, a fuerza de decir bien, y hacer de ese decir un acto, obtendrás el beneficio del placer.

Notas

1 Pedellus: del bajo latín (pesépedis). Putil: del alto alemán: pregonero

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 15 - Julio 2002
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