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La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.
Jorge Luis Borges
El fort-da y el lenguaje
La pregunta por la aparición del lenguaje confronta al hombre con el cuestionamiento por la esencia de lo humano. Implica la evidencia de que más allá de una comunicación animal en la cual no hay interrogantes sino señales unívocas, el ingreso al universo simbólico marca al hombre como sujeto que pregunta y se pregunta, que en el hablar se malentiende, que no alcanza con la palabra a enunciar lo que quisiera o que dice más de lo que había planeado decir.
El origen del lenguaje humano se ha abordado por distintos campos del saber y se encuentra siempre el escollo lógico de que no hay hombre previo al lenguaje, ni lenguaje antes del hombre, lo que deja los comienzos sumidos en el enigma y como respuesta a éste, el mito.
La posibilidad de pensar este problema se deriva entonces de lo universal a lo particular en la pregunta de cómo el hombre accede a lo simbólico y de cómo se sujeta al lenguaje y a
sus efectos. Uno de los caminos que busca la respuesta, lo construyó Freud con la teoría psicoanalítica. En "Más allá del principio del Placer", trae el ejemplo de los juegos de repetición en el niño; relata su observación de un niño de año y medio, sin un precoz desarrollo intelectual, y quien tiene excelentes relaciones con sus padres. Es muy elogiado por no molestar nunca aún cuando la madre se aleja por algunas horas. El único comportamiento que llama la atención es que arroja los juguetes por fuera de la cuna mientras hace un sonido: "ooo", que la madre interpreta como Fort (allá). Cuando juega con un carretel de hilo, después de lanzarlo fuera, lo recupera saludándolo con un alegre "aaa", entendido como Da (aquí). Sin embargo, repite con más frecuencia la primera parte del juego. Freud interpreta la actividad como una renuncia pulsional que el niño debe realizar para permitir que la madre se aleje. Elabora la desaparición de ésta, poniéndola en acto en el juego donde hay posibilidad de traerla de nuevo.
Surge entonces la pregunta de Freud de por qué la desaparición, que es la parte más displacentera para el niño, es la que se repite más frecuentemente. Plantea primero la hipótesis de un impulso de dominio que hace que en el juego haya un cambio de la pasividad del suceso real, a la actividad del niño como protagonista. Por otra parte es posible, dice Freud, que en el Fort-Da haya una satisfacción de un impulso reprimido vengativo contra la madre por haberlo abandonado. De esta manera logra el niño hacer una elaboración psíquica del suceso doloroso, es decir, la pérdida de la madre.
A partir de estos planteamientos de Freud, se ha utilizado el caso para pensar el ingreso del niño a la simbolización. Jacques Lacan plantea que la madre, al alejarse del niño, introduce la presencia-ausencia que se articula al registro de la llamada, el cual origina un esbozo del orden simbólico:
( ) quiero únicamente destacar lo que supone el solo hecho de que en la experiencia del niño se introduzca el par de opuestos presencia- ausencia. ( )El niño se sitúa en la noción de agente que participa del orden de la simbolicidad, y el par de opuestos presencia-ausencia, la connotación más-menos, que nos da el primer elemento de un orden simbólico. Sin duda este elemento no basta por sí solo para constituirlo, porque luego hace falta una secuencia, agrupada como tal, pero en la oposición del más y el menos, presencia y ausencia, está ya virtualmente el origen, el nacimiento, la posibilidad, la condición fundamental de un orden simbólico.(1)
El niño, a partir de la presencia-ausencia, hace un llamado con un sonido y responde a la llegada de la madre con otro. "Fort-Da", aparece como oposición fonética inicial del lenguaje que simboliza el más y el menos y pone un nombre a la cosa que no está. Se introduce así la primera relación del lenguaje con la muerte, en tanto el símbolo viene a ocupar el lugar de la cosa que simboliza e introduce, al nombrarla, la muerte de ésta última pues no logra aprehenderla en su totalidad. "Así, el símbolo se manifiesta en primer lugar como asesinato de la cosa y esta muerte constituye en el sujeto la eternización de su deseo" afirma J. Lacan. (2)
Freud relata que el niño de su observación, jugando un día con un espejo, experimenta la desaparición de su imagen cuando se esconde. Frente a esto, reacciona de la misma forma que frente a la ausencia de la madre, con el largo "fort" que nombra aquello que se pierde a la mirada. El niño juega repetidamente con el carretel en una lucha contra el sentimiento de desesperación que se genera cuando la madre desaparece de su vista y cuando él mismo desaparece en el espejo. Plantea Philippe Lacadée:
A este niñito le es necesario entonces soportar la privación de su madre, soportar el agujero real que ella deja al lado de él al partir, sufrir la privación de su mirada, objeto de su deseo, ( ) le hace falta para ello, ceder su objeto de goce y poner en juego su falta-en-ser. J Lacan lo dice: es con su objeto que el niño salta las fronteras de su dominio transformado en pozo, en agujero, y que comienza el encantamiento, es decir, el empleo de palabras mágicas para operar su separación y poner él mismo en perspectiva su existencia.(3)
Hay en esta experiencia de lenguaje un reconocimiento del otro y de sí, como objetos que se pueden perder, que pueden desaparecer del campo visual y del espejo. Hay también, en el ingreso a lo simbólico por medio de la ausencia, un reconocimiento de la muerte del otro y la propia como posibilidad. La falta-en-ser, puesta en juego en la renuncia a la madre como objeto de goce, pone al sujeto en el orden de la demanda de ser por medio del amor, y simultáneamente le marca su destino de ser-para-la muerte.
El lenguaje y la muerte.
El hombre, que se ha iniciado en el orden simbólico gracias a la díada ausencia-presencia, ingresa, por esta misma oposición, al orden de la muerte a través de la desaparición del otro y de sí. Asimismo, el orden del lenguaje introduce al hombre en la dimensión del tiempo que, a diferencia del animal que vive un presente continuo, relaciona al sujeto con su historia pasada, con su presente y con un futuro que sabe finito. Al respecto, Jacques Alain Miller afirma:
Pero no hay que olvidar que lo que vehiculiza fundamentalmente el lenguaje es más bien la muerte. Sin el lenguaje, cómo podríamos anticipar lo que nos distingue de todos los animales, de todos los seres vivientes, a saber que somos mortales. Debe hacerse aquí una articulación entre este goce desesperado de la lengua, y el saber que ella nos permite, que somos mortales.(4)
Por el ingreso al orden significante, el hombre es el animal que sabe que va a morir. Con este saber anticipa aquello que ningún otro ser vivo puede anticipar, es decir, su finitud y utiliza las palabras para construir un sentido para su existencia.
Ingresamos aquí en una doble dimensión de la relación del humano con la muerte: por un lado, gracias al lenguaje, reconoce su mortalidad, en tanto hace parte de la ley general que rige para todos los seres vivos. Por el otro lado, nos dice Freud, la más frecuente actitud del hombre frente a la muerte es la no aceptación. Esto lo explica con el planteamiento de que en el inconsciente no hay representación de la propia muerte ya que allí no existe la negación y la muerte está llena de contenidos de este tipo. La muerte propia es irrepresentable en tanto no hay una experiencia previa de ella. El saber sobre la muerte siempre es entonces exterior al sujeto. Por esto, insiste Freud, la evidencia de la muerte no deja de sorprendernos y siempre se hace de ella un acontecimiento puramente accidental. Expone:
El examen de que todos los hombres son mortales, aparece, es verdad, en los textos de lógica, como ejemplo por excelencia de un aserto general, pero no convence a nadie, y nuestro inconsciente sigue resistiéndose, hoy como antes, a asimilar la idea de nuestra propia mortalidad. Las religiones siguen negándole importancia, aún hoy, al hecho incontrovertible de la muerte individual, haciendo continuar la existencia más allá del fin de la vida; y los poderes del Estado, consideran imposible mantener el orden moral entre los mortales, sin echar mano al recurso de corregir la vida terrena con un más allá mejor.(5)
Vemos pues como el humano sabe de la muerte, pero no deja de sorprenderse ante ella y aterrarse por lo ominoso que implica. El lenguaje, por el que ingresó el sujeto en su falta en ser y lo signó como ser para la muerte, sirve también al hombre en la construcción de sistemas, como la religión y la ciencia, que le ayudan a ocultar la verdad funesta de la finitud. Es porque el hombre sabe de su muerte, por lo que crea la ilusión de la inmortalidad.
En este saber sobre la muerte y la sensación de indefensión que éste conlleva, Freud ubica uno de los determinantes de la construcción de las ideas religiosas. Plantea en el "Porvenir de una Ilusión", que la civilización que se ha construido para luchar contra lo implacable de la naturaleza, fracasa cuando ésta se impone y confronta al hombre con su inevitable final, provocándole el continuo temor frente a su destino. Realiza entonces una humanización de las fuerzas de la naturaleza que le permite ponerlas en el plano de seres a quienes se puede agradar, sobornar o conjurar. Así intenta elaborar psíquicamente la angustia que el desvalimiento le produce.
Con base en el precedente infantil de desamparo que buscaba en los padres la protección, se reviste a estos seres de un carácter paternal y se los eleva a la categoría de dioses a quienes se les asigna una triple función: espantar los terrores de la naturaleza, compensar los dolores y privaciones que impone la cultura y apaciguar al hombre frente al cruel destino que lo lleva a la muerte. Las ideas religiosas, hijas de este sentimiento de indefensión y temor, se llenan de un contenido que afirma que la vida en este mundo es tan sólo un paso que sirve a un fin más elevado y que implica el perfeccionamiento de lo humano por medio del alma inmortal. El saber sobre la muerte como final, se transforma en una ilusión de inmortalidad al concebirla como el principio de una existencia nueva y superior:
De este modo quedan condenados a desaparecer todos los terrores, los sufrimientos y asperezas de la vida. La vida de ultratumba, que continúa nuestra vida terrenal como la parte invisible del espectro solar, continúa la visible y trae consigo toda la perfección que aquí hemos echado de menos.(6)
Pero el lenguaje no sólo sirve al hombre para construir sistemas donde la vida posterior a la muerte se erige en oposición a la muerte como límite. El lenguaje permite también, desde otra perspectiva, reconocer la muerte como aquello que pone fin a la existencia y a partir de esto, resignificar la vida. Ya Freud lo proponía en el texto citado:
[ ] y por lo que respecta a lo inevitable, al destino inexorable, contra el cual nada puede ayudarle, aprenderá a aceptarlo y soportarlo sin rebeldía [ ] Retirando sus esperanzas del más allá y concentrando en la vida terrena todas sus energías así liberadas, conseguirá probablemente que la vida se haga más llevadera a todos [ ] y entonces podrá decir, con uno de nuestros irreligiosos: El cielo lo abandonamos / a los gorriones y a los ángeles.(7)
Esta perspectiva de asumir la muerte sin ilusión de inmortalidad para así resignificar el valor de la vida había sido ya propuesta por Freud en el texto "Lo Perecedero". Ante la tristeza de sus amigos por lo finito de lo bello de la naturaleza, propone el autor que es precisamente el carácter de perecedero lo que incrementa la valoración de algo por las limitadas posibilidades de disfrutarlo. La fugacidad de lo bello, no le disminuye entonces su estimación sino que le incrementa sus encantos. En esta vertiente, el asumir la propia finitud, plantea al humano un tiempo limitado para significar su existencia.
El lenguaje entonces sirve al humano para sostener la idea de la inmortalidad, pero le brinda también la posibilidad de asumir la propia muerte por medio de la subjetivación de ésta. Plantea Jacques Alain Miller, que la anticipación de la muerte es lo que permite a un sujeto el poder-ser auténtico. Al referirse a la muerte como fue concebida por Heidegger en su concepto de ser-para-la-muerte, refiere que es la anticipación de ésta, cuando se tiene por cierta, la que permite la liberación de los valores ajenos que ceden al encontrarse de frente a la muerte, allí donde nadie puede ocupar el propio lugar:
La muerte, tal como fue depurada por el análisis existencial, se revela como la posibilidad extrema del Da-sein, como su poder- ser extremo y más propio, en tanto que no puede ser cedido a nadie. La apertura a la posibilidad de la muerte en el sentido existencial entraña ante todo, que en mi singularidad, soy insustituible, nadie puede morir en mi lugar, cualquiera sean los cuidados de los que esté rodeado. Esta soledad-allí, radical, absoluta y remisible, puede ser, en consecuencia la fuerza en virtud de la cual yo me substraigo al parloteo gregario del "on", es decir, a la palabra vacía, con el fin de lograr una realización auténtica de lo que soy como sujeto. (8)
Afirma Miller que la posibilidad de subjetivar la muerte a partir de su anticipación, aísla al sujeto en su singularidad. Esto significa que adviene para él el derrumbamiento de las representaciones del sujeto, de los significantes amos mediante los cuales ha sido representado por el Otro. La anticipación de la muerte le permite entonces al sujeto realizarse en la autenticidad de su existencia.
Sobre "el inmortal".
Jorge Luis Borges, en su cuento "El Inmortal", nos ofrece un bello trabajo sobre la relación entre el lenguaje y la muerte. Relata la historia de un hombre, Marco Flaminio Rufo, quien en el encuentro con un jinete moribundo, escucha que éste va en busca del río cuyas aguas hacen inmortal a quien las bebe, y en cuya ribera se erige la Ciudad de los Inmortales. Después de la muerte del jinete, el hombre decide seguir la búsqueda de este río y su ciudad. Se encuentra en el camino con varios países, entre ellos el de los trogloditas, conocidos por ser una tribu bestial de las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; son seres que devoran serpientes y carecen de lenguaje.
Después de años de exploración, encuentra en un arroyo impuro, del cual bebe sin saberlo, el río de los inmortales, al lado del cual se levanta la ciudad. Cuando llega a ella, seguido de un troglodita, encuentra una construcción absurda y desierta, cuya arquitectura carece de finalidad. Es interminable, atroz, insensata y genera en el visitante un horror tal que decide abandonarla y sumirla en el olvido.
De regreso, lo acompaña el troglodita como un perro fiel. Vuelven a la tribu de éste y allí pasan días y luego años. Un día, bajo el milagro de la lluvia en el desierto, los trogloditas parecen despertar de su ensimismamiento y con ellos, despiertan algunas palabras hace mucho tiempo olvidadas. Y allí, bajo la lluvia, se evidencia una verdad.
Todo me fue dilucidado aquel día. Los trogloditas eran los inmortales; el riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo renombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí (...) Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los inmortales; marca una etapa en que juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.(9)
La sorpresa de que los trogloditas son los inmortales en el relato de Borges, nos obliga a detenernos en ellos con más atención:
En el primer encuentro con ellos, los vemos emerger de agujeros en la arena. Son hombres de piel gris, desnudos, con largas y desordenadas barbas; devoran serpientes y carecen de palabra. Marco Flaminio Rufo, herido y atado, pide ayuda para sobrevivir o para morir, mas no recibe ninguna de las dos. Los inmortales, hombres eternos, conocen el mundo como un sistema de compensaciones; saben que en un tiempo infinito a todo hombre le ocurren todas las cosas posibles. Esto los hace invulnerables a la compasión: no importa el destino del otro, ni el propio. No importa el cuerpo, ni la palabra que busca sentido a la existencia porque la pregunta por el sentido es subsiguiente al interrogante por el límite.
Cuando el hombre abandona la Ciudad de los Inmortales, encuentra en el troglodita que permanece con él, un compañero que le alivia el horror de la absurda ciudad. El troglodita está tirado en la arena trazando y borrando algunos signos que el hombre cree al principio que pertenecen a algún tipo de escritura. Luego reconoce el absurdo de su creencia pues piensa que hombres que no accedieron a la palabra, no pueden alcanzar la escritura. Descarta además que sean formas simbólicas pues ninguna es igual a la otra. El saber más tarde que estos seres son los inmortales, le permitirá comprender que no es que no hayan accedido al lenguaje, sino que ante la perspectiva de la eternidad, evidencian que todo proyecto y toda construcción cultural son inútiles y abandonan el universo simbólico. La ciudad aparece entonces como su último símbolo, representante de lo absurdo de su existencia sin límite, después del cual se marchan a vivir en cuevas y se retiran de la realidad exterior.
En otra escena, el hombre quiere enseñar a su compañero troglodita a reconocerlo y a repetir algunas palabras. El empeño fracasa y decepcionado describe así la actitud del troglodita:
Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. [ ] Pensé en un mundo sin me moria, sin tiempo.[ ](10)
Los inmortales no tienen prisa; no buscan crear; no rememoran la historia ni proyectan su futuro. Cada acto, dice Borges, será necesariamente la repetición mil veces realizada de actos pasados, o el inicio de una serie que no terminará. Cada acto entonces, pierde su matiz particular. Los trogloditas sufren una verdad que se torna terrible: su inmortalidad. Ante la perspectiva de la eternidad cierran la búsqueda de significaciones para la existencia; abandonan el lenguaje pues se carece del vacío que la palabra busca llenar. Si no hay vacío, si no hay falta, toda labor es indiferente. Es precisamente la muerte la que abre el cuestionamiento del suejto humano. Retornemos al epígrafe:
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.(11)
Es a través del saber sobre la muerte que el hombre despliega la búsqueda de sentidos. Es la falta la que otorga a la palabra la labor de resignificar la existencia del sujeto. Es, volviendo a Freud en "Lo Perecedero", lo finito de la vida l o que le otorga a ésta mayor valoración por el límite que impone el tiempo. Para los inmortales, la eternidad anula la historia y el futuro. Desaparece así, el valor de un acto, una palabra o un pensamiento que pudieran ser concebidos como el último. Quizás por esto, ante la posibilidad de que al igual que hay un río que da la inmortalidad, debe haber otro en algún lugar del mundo que la borre, los inmortales se reparten por la tierra para descubrirlo y reencontrar la finitud; aquélla que quienes la poseen, paradójicamente buscan eludir. Al encontrar el río, simultaneo al retorno del dolor y del límite, puede Marco Flaminio Rufo relatar:
En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche dormí hasta el amanecer.(12)
Notas
1. Jacques Lacan, El Seminario. Libro IV. La relación de objeto. Buenos Aires: Paidós, 1994 p. 69.
2. Jacques Lacan, "Función y Campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis" En: Escritos 1. México: Siglo XXI, 1981 p.136.
3. Philippe Lacadée, ¿Qué es un niño? Conferencia en Rodez, 7 de octubre de 1995 ( Asociación Causa Freudiana Toulouse Midi Pirineos p. 146.
4. Jacques Alain Miller, "El piropo". En: Cinco conferencias caraqueñas. Caracas: Ateneo. p. 37.
5. Sigmund Freud, "Lo Siniestro". En: Obras Completas. Madrid: Biblioteca Nueva, 1984 p. 2498.
6. Sigmund Freud, "El porvenir de una Ilusión". En: Obras Completas. Madrid, Biblioteca Nueva, 1984. P. 2970.
7. Ibid. p. 2988.
8. Jacques Alain Miller, "Sobre el Schuldigsein". Exposición en el cierre del Encuentro sobre la culpa en la clínica psicoanalítica en Lieja. Enero de 1988 Publicado en Quatro N. 33, p. 2, 3.
9. Jorge Luis Borges, "El Inmortal" En: Obras Completas. Buenos Aires: Emecé, 1989 P. 540.
10. Ibid. p. 539.
11. Ibid. p. 541.
12. Ibid. p. 542.
Bibliografía
BORGES, Jorge Luis. "El Inmortal" En: Obras Completas. Buenos Aires: Emecé, 1989
FREUD, Sigmund. "Lo Siniestro". En: Obras Completas. Madrid: Biblioteca Nueva, 1984
FREUD, Sigmund. "El porvenir de una Ilusión". En: Obras Completas. Madrid: Biblioteca Nueva, 1984.
LACADEE, Philippe. "¿Qué es un niño?" Conferencia en Rodez, 7 de octubre de 1995 ( Asociación Causa Freudiana Toulouse Midi Pirineos)
LACAN, Jacques. El Seminario. Libro IV. La relación de objeto. Buenos Aires: Paidós, 1994
LACAN, Jacques. "Función y Campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis" En: Escritos 1. México: Siglo XXI, 1981
MILLER, Jacques Alain. "El piropo". En: Cinco conferencias caraqueñas. Caracas: Ateneo.
MILLER, Jacques Alain. "Sobre el Schuldigsein". Exposición en el cierre del Encuentro sobre la culpa en la clínica psicoanalítica en Lieja. Enero de 1988. Publicado en Quatro N. 33