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Este texto
constituye un capítulo del libro
"Lo que
no cesa del psicoanálisis a su extensión"
«La tremenda conjetura de Schopenhauer y de Berkeley
que arbitra ser la vida, un ejercicio pertinaz de la mente,
un populoso sueño colectivo
sin basamento, finalidad, ni volumen»J. L. Borges
He elegido como título de mi intervención, «Fin de siglo y diálogo analítico», recurriendo a un sintagma, «diálogo analítico», que tenía su vigencia en los años '70 y la ha perdido, en parte, en la actualidad, en beneficio del concepto, más elaborado, de «discurso»; al punto que la noción de «discurso del analista» parecería confinar la idea de un «diálogo analítico» a una suerte de impropiedad conceptual.
Es uno de mis objetivos hoy, en el contexto de este fin de siglo que coincide con el fin del milenio (lo que lo grava de una inevitable connotación apocalíptica), rescatar la dimensión dialógica de la aventura analítica, en cuanto ella da lugar a un decir particular, a una experiencia de la palabra verdadera, una palabra que concierne íntimamente al que la dice, lo que representa una circunstancia única; en especial cuando esa dimensión dialógica constituye una "rara avis", una especie en peligro de extinción, en las modalidades de intercambio social que se alientan en esta fase tardía de la modernidad.
He escogido, como epígrafe, un breve párrafo de Emmanuel Levinas, el pensador contemporáneo de la alteridad quien, en sus «Cinco nuevas lecturas talmúdicas», pone a cuenta del rabí Eliazar: «El rabí Eliazar descubrió que la fuente del mal se halla en la institución de la taberna. El café es la casa abierta a la calle, lugar de sociedad fácil, sin responsabilidad mutua. Se entra sin necesidad, se sienta sin fatiga, se bebe sin sed. El café es un no lugar para una no sociedad; sociedad sin compromiso, sin solidaridad. El café, casa de juegos, es el punto donde el juego penetra en la vida y la disuelve. Sociedad sin ayer ni mañana ... distracción ... disolución»
Hay, en este rabino surgido de la pluma de Levinas, una notable intuición de ese cyber-café a escala planetaria en que puede convertirse nuestra aldea global, un presagio de esas relaciones de no relación sin compromiso ni responsabilidad, sostenidas en palabras superfluas propiciadoras de gratificaciones inútiles descansar sin fatiga, beber sin sed, jugar sin jugar, dice el rabí, satisfacciones efímeras que constituyen para Lacan el nombre privilegiado del goce.
Desde luego, más cerca nuestro, Santos Discépolo denuncia lacanianamente y a su modo, lo "inmundo" de este mundo, la transgresión de cierta legalidad que debería regir las relaciones, el imperio de esa «maldad insolente» que es otra manera de designar el creciente predominio de una voluntad de satisfacción individua que tiende a desgarrar el tejido de la trama social.
Es difícil acercarse al Siglo XXI sin arrastrar el pesimismo del cambalache discepoliano, o esas visiones medievales de fin de mundo alucinadas en los vaticinios de Nostradamus. Pero el mundo, la vida, los conflictos, han de proseguir, y pese a la inquietud que el propio Lacan expresó alguna vez al respecto, el psicoanálisis tiene todas las chances de sobrevivir al siglo.
Lo que nos obliga a situar el sentido de nuestra práctica, sus alcances, sus dificultades, en el horizonte de una subjetividad que se transforma al ritmo inexorable que le imprime el Otro. Porque, es un hecho, el Otro cambia, y cambian con él necesariamente las formas que adopta el malestar, las envolturas formales que asume en cada época, condicionando las demandas que se promueven o se acallan, las expectativas temporales de resolución de los problemas, el tiempo que se predispone subjetivamente a su elaboración ...
No es lo mismo, la moral sexual victoriana, que la aparente declinación "posmoderna" de la genitalidad, ni son tampoco las mismas, las formas sintomáticas que adopta en relación a ellas la interrogación histérica del deseo. Cambia el Otro, cambia la subjetividad, ¿debería acaso el psicoanálisis cambiar?
Preferiría detenerme un poco antes. Porque, ¿qué quiere decir que el Otro cambia? En principio, que no es el mismo simbólico el que regula las relaciones entre los seres hablantes en una época o en otra, en determinado momento de una cultura dada. Lo que singulariza esta etapa de nuestra modernidad es, sin duda, el formidable desarrollo de la ciencia y la tecnología, y su inmediata traducción en objetos que, integrados al intercambio mercantil que rige nuestro modo productivo, inciden en los más pequeños detalles de la vida, afectando íntimamente nuestra subjetividad. La informática, la telemática, los mass media, modifican la forma en que nos relacionamos con nosotros mismos, con los otros, con el mundo, la representación que nos hacemos de él, confiriéndole ese aire de ensueño que tiende a adoptar para cada uno la realidad.
Se lo ve, el vertiginoso desarrollo de la tecnociencia alcanza perfiles propios de la ciencia ficción. No se trata apenas de la expansión de las comunicaciones en tiempo real, la capacidad productiva exponencial que almacena un pequeño ordenador, la potencia destructiva de la tecnología de guerra, sino de algo que, más decisivamente, alcanza lo que hasta hace poco considerábamos el reino de lo dado, lo fáctico, lo que se presentaba de hecho como inamovible... La capacidad, por ejemplo, de modificar frívolamente los rasgos más característicos del rostro en que podría sustentarse imaginariamente la identidad, la posibilidad de prolongar indefinidamente la edad de la procreación, la alternativa quirúrgica de cambiar de sexo y de identidad sexual, o de lograr a partir de una célula propia la reproducción, sin intervención alguna de un partenaire sexuado... Cuestiones que creíamos atinentes a la esencia biológica de nuestra humanidad...
Lo que permite prever una modificación de los usos, las costumbres y las tradiciones, la eventual transformación de la estructura familiar, que serán legitimados en los códigos jurídicos y en la jurisprudencia, con la entronización de esa entidad sacralizada por el mercado que representa el inalienable derecho a elegir de un sujeto, concebido antes que nada como consumidor.
La capacidad de la ciencia de incidir sobre lo real, se salda, paradójicamente, por un efecto de irrealización, una suerte de «semblantización» de la realidad; es difícil distinguir la Guerra del Golfo de la Guerra de las Galaxias, y el mundo pasa a ser sospechado de un «como si».
En "esa economía que hace de la plus valía, la causa del deseo" (como la define Lacan en Radiofonía y Televisión1), la realidad no sólo guarda para con el fantasma una relación de continuidad, sino que se demuestra capaz de ser transformada a partir de él. Lo que el «discurso del capitalista», tal como llegó alguna vez a formularlo 2, se propone escribir.
Es propio del razonamiento científico la idea de que nada se sustrae a su posibilidad de cálculo, que los enigmas de hoy, ligados a un pensamiento en permanente evolución, serán despejados con su progresivo desarrollo. Por lo que todo aquello que escapa al dominio de la causa formal del ente, al cálculo de su determinación significante, «inexiste» al permanecer inaprehensible en la escritura que delimita su campo. Razón por la cual Lacan puede decir que «la ciencia es la ideología de la exclusión del sujeto» 3, y ubicar el cogito cartesiano como su punto de partida inicial; vale decir, el vaciamiento que el «je pense» [«pienso»] opera sobre el ser del «je» de todo aquello que es extranjero a esa existencia que le asegura el pensamiento.
Pero, lo que es forcluído en lo simbólico retorna en lo real, y a la forclusión científica del sujeto responde en el campo fetichizado de la mercancía, la emergencia tecnológica de objetos que se incluyen en nuestra estructura libidinal. Lo que lleva a Jorge Alemán a afirmar que, tal vez, «...la ciencia no ha sido otra cosa que el tiempo que le llevó al ser hablante el hacer coincidir la estructura significante con las exigencias de la pulsión».4
Ya que, en efecto, los «gadgets», esos simpáticos aparatitos que atr apan nuestra atención desde las vidrieras, al poner en juego la dimensión escópica e invocante, se ofrecen a nuestro consumo insaciable como remedos del plus de gozar.
La taberna de Levinas, la sociedad de consumo a escala global, son modos de nombrar el atrapamiento de los objetos y las técnicas, en un mercado universalizado por esa voluntad de goce que logra incluirlos en nuestra economía fantasmática, en ese tiempo efímero en que, el objeto de fascinación cede su agalma para asumir su definitivo estatuto de desecho. Desarmaderos de autos, de televisores, de computadoras ... El grado de desarrollo de una civilización es, para los especialistas, proporcional al monto de basura que ella es capaz de engendrar.
La expansión de lo que llamaría «el carácter tóxico del objeto tecnológico» (del que, al fin de cuentas, las drogas no son sino una expresión) no deja de tener incidencias concretas en la subjetividad.
En 1975, Lacan afirma al respecto : «No hay más que un síntoma social, cada individuo es realmente un proletario, es decir, no posee ningún discurso con qué hacer vínculo social, dicho con otro término, semblante» 5. Lo que podríamos traducir por la idea de que la posesión del objeto fantasmático de satisfacción que hace, del sujeto, individuo, esto es, ilusoriamente indiviso, arrastra en contrapartida un efecto de desposesión, en el plano del discurso, que lo expulsa como «proletario» del vínculo social.
Si el desarrollo de la ciencia conmociona al Otro, lo fragmenta, lo torna inconsistente, los recursos discursivos del sujeto vacilan en su función de protección frente a lo real. Cuando el discurso no logra velar lo real a través de la estabilización de las significaciones, el ordenamiento de los valores, los rituales, las prohibiciones, el sujeto queda expuesto al despertar de la pesadilla, y el sinsentido emerge como exceso 6; la violencia gratuita, el abuso infantil, el incesto, el pasaje al acto inmotivado, son quizás por ello formas crecientes del "síntoma social" de la actualidad.
Pero es también propio de la era de la ciencia, y una consecuencia directa de la fragmentación del Otro, la devaluación permanente que sufre la palabra en su empleo habitual. Nada mejor, para constatarlo, que sentarse confortablemente y asistir, a través de la televisión, a la sociedad del espectáculo.
Una nena de cinco años le contaba a su mamá el programa de Susana Giménez. Es fácil, le explica, uno dice blablabla, el otro responde blablabla, y luego «vamos al corte». O sino: blablabla, blablabla, y ... ¡pasamos al juego del millón!
Los niños tienen esa ingenua lucidez para aprehender lo esencial. No se trata simplemente de que la palabra carezca de sentido, pura cháchara al servicio de la venta de una mercancía o el sorteo que remeda el objeto de satisfacción; la palabra es puesta en circulación de un modo tal que la desacredita, vaciándola de todo alcance, de todo efecto de verdad.
Deben tener también aquí la suerte de ver el programa «Hablemos con Lía». No sabría recomendárselos lo suficiente, no sólo porque las desmesuradas cirugías de la conductora hacen de ella un ejemplo princeps de «semblantización», sino porque las confesiones más desgarradoras, el marido traicionado, la mujer prostituida, el niño vejado, alcanzan un despojamiento y una banalización superlativa, montados en una escenificación estudiada de antemano que hace del horror una parodia, una pantomima, algo para reir.
Sin duda, el "talk show" encuentra en una época electoral su ocasión más favorable. El criterio de verdad de la palabra de campaña no es, por supuesto, la correspondencia de la cosa con la representación; ni siquiera el de la verosimilitud. El éxito del mensaje de un político estriba en su acierto, vale decir, su sentido de la oportunidad, definible como la coincidencia de lo dicho con lo que se supone se querría escuchar. La palabra verdadera es aquí la palabra eficaz, una palabra operativa, la que logra su objetivo, su finalidad. Por ello, la leyenda pintada sobre un derruido muro de un remoto pueblito colombiano adquiere valor paradigmático de la posmodernidad: «¡Basta de realidades! se lee, ¡Queremos promesas!»
Por nuestra parte, los psicoanalistas no estamos exentos ni a resguardo de ese clase de ejercicio que conduce a una progresiva devaluación de la palabra. Es, cuando menos, llamativo, que el cuidadoso tratamiento que la palabra merece en el interior de la sesión, padezca fuera de ella la inflación de una proliferación insensata. La sucesión de jornadas, congresos, paneles, publicaciones, revistas y no me considero al respecto exceptuado, claro está es probablemente también una expresión de la incidencia mediática en el interior del propio psicoanálisis, que introduce en su reiteración, un riesgo de debilitamiento, de trivialización. Cuando el hecho de que determinados invitados estén en una mesa deviene más importante que lo que esos invitados pueden llegar a decir, cuando los analistas cumplimos con el compromiso de la formalidad, conformándonos a las expectativas de lo que se esperaba debíamos decir, la palabra adopta un valor de contraseña, de índice, signo de reconocimiento, insignia de pertenencia grupal, las citas se acumulan, se reiteran, haciéndonos olvidar que es la transmisión de una experiencia inédita lo que podría conferirles su sentido verdadero.
En este contexto, volver a acentuar la dimensión «dialógica» en la experiencia analítica, debería tender a recuperar el prestigio de esa dimensión de interlocución que la temporalidad de la sociedad informática tiende a impedir. Para intentar extender el dominio de su posibilidad.
Desde luego, no se trata de oponer el diálogo al discurso, sino de considerar, más bien, que si «el dispositivo analítico es la puesta en acto del discurso del analista», y si Lacan puede aspirar a un «discurso sin palabras», es decir, una escritura que, como tal, supere los efectos de indeterminación polisémica propios del significante, la experiencia de la cura transita necesariamente el camino de esa polisemia y de esa indeterm inación, y en ella misma reside la posibilidad del hallazgo.
Recordar la función de la palabra plena, la palabra verdadera, cuando asistimos a la proliferación de su vaciamiento sistemático, no apela tan sólo de manera sentimental, a una nostalgia del primer Lacan. No creo oportuno, en este contexto, argumentar sobre la necesaria coexistencia de la validez de sus afirmaciones aún cuando ellas no sean contemporáneas entre sí; me parece más útil reivindicar el carácter de renovación de la experiencia de la palabra que instaura el psicoanálisis, al establecer un modo inédito de «ir» hacia la propia lengua. Expresión que impone de por sí una vivencia de extrañamiento, porque la lengua es siempre del Otro. Se trata, nada más ni nada menos, de reconocer en lo que aparece como más propio, aquéllo que es al mismo tiempo lo más ajeno; o, en el sentido inverso que avanza hacia su apropiación, hacer resonar en aquello que en la palabra emerge como extraño, su más íntima intimidad.
La palabra que interesa al psicoanálisis no se refiere a una operación, una finalidad, un objetivo, ni sostiene ambición instrumental alguna; se instala de hecho en un espacio que no procura sencillamente la reciprocidad 7, donde, más allá del yo, más allá de la intersubjetividad, deja surgir en lo inesperado el efecto sorpresivo de un real como emergencia misma de la verdad.
En el amplio campo que transita nuestra práctica, cuando excede los límites que van del consultorio a la institución, para sostener una inprescindible interlocución con su época, ¿no encuentra el psicoanalista en esa su singular manera de «dirigirse a la lengua», un apropiado horizonte político?
Notas
1 Jacques Lacan. Radiofonía & Televisión. Anagrama, Barcelona, 1972, p.58
2 Jacques Lacan. Du discours psychanalytique. Milan, 12/5/1972. La Salamandra.
3 Jacques Lacan. Le Séminaire. Livre XI. Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse. Seuil, Paris, 1973.
4 Jorge Alemán. La experiencia del fin. Psicoanálisis y Metafísica. «Marx : Derrida. Espectros. Presencias de Marx». Miguel Gómez Ediciones, Málaga, 1996. pág. 72.
5 Jacques Lacan. «La tercera». Intervenciones y Textos 2, Manantial, Buenos Aires, 1988, página 86.
6 Colette Soler. «Los discursos pantalla». Escritos psicoanalíticos 4: Trauma y discurso. Eolia/Miguel Gómez Ediciones. Málaga, 1998.
7 Claudio Glasman. «Lo posible de un diálogo imposible». Redes de la letra Nº 3: «Retorno al diálogo», Legere, Buenos Aires, 1994.