Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
Ritmo, simetría y tiempo
Líneas para una lectura de "Las noches boca arriba" de Julio Cortazar1
Angélica Corvetto-Fernandez

 

La noche, entidad espacio-temporal. Ambito cuya tangibilidad es la ausencia. Ausencia de luz y calor. Crepuscularidad opuesta a cierta cualidad diurna que el sol con su presencia a la vez implica y simboliza. Porque, ¿no es acaso la noche, más que nada, la ausencia de un sol que configure el espacio y la forma?. La vigencia tras la espera de un sol en eclipse perpetuo.

El tiempo en el que la división, la distancia, la separación fundante de toda individualidad se borra. El tiempo de regresión al caos inicial, previo al primer Fiat que aparta el cielo de la tierra, las aguas primordiales del lugar seco. Retorno de la multiplicidad informe, regreso a una indiferenciación radicalmente opuesta a lo Unico, separado y discreto. Tiempo de terror y de peligro -inscripto en la masa genética como marca atávica-, reminiscencia de un mundo anterior a toda articulación y a todo signo. Evocación también de lo sin-nombre, origen de un universo indiviso, anterior al momento en que el nombre se convierte en la génesis de todas las cosas. Fuente primitiva del deseo, del ansia desnuda que engendra todas nuestras ilusiones. Por eso, más allá del terror y del silencio, la noche no deja de ser un tiempo y lugar privilegiado. Tiempo del sueño, hermano de la muerte. Tiempo prerrogativo del sexo, lugar de la generación que procrea más tiempo.

Pero fuera del sueño y la sexualidad aún queda un resto, la vasta cofradía de los que ni duermen ni copulan, los que leen y leyendo se entregan en pacífico insomnio a esa voluptuosa actividad sustituta de Thanatos y Eros.

Los que leen no generan tiempo, lo consumen obsecadamente. Tampoco se deshacen de él con la indiferencia un tanto desvergonzada de los muertos. De alguna manera la lectura implica tomar al tiempo en serio. Ni arrojarlo a un lado como si, según la ingenua ilusión de los amantes, solo existiese la eterna desnudez del instante. Ni dejarlo atrás con definitivo gesto, para ingresar neófitos en una nueva realidad o irrealidad -¿como saber de cierto si una u otra, cuando nadie jamás volvió de allá para contarnos lo que allí espera?-.

No, la lectura no es hacer ni perder tiempo; es ser tiempo. Es hacerse uno mismo el tiempo que la ficción requiere, para acceder ella también a esta realidad que nos ocupa, esta realidad en la que ya somos pero en la que ella necesita ser, nos necesita para ser.

Nadie lo dude, envejecemos al leer. En la lectura donamos tiempo como quien dona sangre; pero sin que podamos nunca después recuperar lo perdido. Lo que dejamos de ser no podremos nunca más volver a serlo. El tiempo que donamos al otro, al signo, a la letra no volverá jamás a ser nuestro.

Y si explicar el voluntario sacrificio del autoconsumo sexual o el mayoritariamente involuntario de la defunción es casi fácil, la eufórica conscupisencia con que nos entregamos a su preclaro sustituto es poco menos que un misterio.

Boca arriba. Porque la posición también tiene sus privilegios. En nuestra sociedad moderna boca arriba es antes que nada la posición prioritaria de los muertos.

Y si bien la posición boca arriba implica un ingrediente de dis-tensión que nos lleva a pensar en la pasividad convencional de un cadáver ( posible en la medida en que nos apresuramos a sacarlo de la vista para evitar el orgiástico espectáculo de su descomposición), simbolicamente apunta también a sus posibilidades de resurrección. El 'levantate y anda' potencial como resto irreductible de la tensión hacia el sobrevivirse que la vida, aún en el centro mismo de la muerte, implica.

Esa idea de tender, 'tendido', que el boca arriba conlleva queda subsumida en la más abarcadora, preponderante frontalidad. Pues boca arriba significa esencialmente frontalidad, yo diría más, absoluta frontalidad. Estar boca arriba es estar siempre frente a algo, de cara a un algo o a un alguien ya sea al cielorraso, al cielo, al otro o a Dios. Y en la esfericidad teórica del espacio simbólico, la frontalidad es la posición privilegiada del amor. No es que no exista una gama infinita, o tal vez finita, de posibilidades sexuales libradas a la imaginación de los agentes. Lo mismo que los tiempos y horas de la muerte al fin de cuentas son todos posibles. Sino que el canon fundante tanto en el uno como en el otro de la idea, no de la práctica, del Amor o la Muerte implica frontalidad y nocturnidad. Frontalidad nocturna o Noche frontal.

Todo título es una trampa. Nos llama, nos engancha, nos arrebata hacia la discursividad con una promesa de falsa trascendencia. Nada hay que tanto ponga en evidencia la pro-stituidad (pro-statuo) de la literatura como esta provocativa seducción del título, este desnudo ex-ponerse a la mirada del no iniciado, a la fantasía ilimitada del que aún no ha accedido al discurso.

El título lo promete todo, lo pide todo y dándolo en realidad todo, no entrega nada. Porque para quien no se comprometa y page con su tiempo de vida, el título es insuficiente del mismo modo que la exibición resulta insuficiente para quien no tiene acceso al comercio, al intercambio de bienes, cuerpos, tiempo.

El título está allí para ofrecer, un aquí y no más allá; una mera exibición y una gran medida de chantage. Porque para llegar a lo que el título despierta pero no pone en marcha es necesaria la entrega, del cuerpo a la quietud traicionera de la concentración, del espíritu al exodo febril del significado.

En definitiva, lo que el título propone no es sino una guerra florida donde más y más cuerpos son cazados para ser sacrificados al filo implacable de la textualidad.

Signo a signo por la vereda engañosamente recta del sintagma cazan espectrales a/z-tecas al mo-teca lunar y fetichista. ¿Es acaso casual que en lengua nahua" mo" quiera decir sí mismo? O es pura coincidencia que en el espacio que va de la 'a' a la zeta quepa el sistema entero de la significación escrita. La síntesis, el principio y el fin. Desde que casi irrevocablemente abandonó la oralidad, la literatura se resignó a crear sus significados con la combinación exclusiva de esos signos. Con ellos y con el sí mismo que los pone en juego.

Por eso la literatura es caza eterna, caza ritual: tiempo y movimiento.

Cuando sobre el horizonte sagrado de Teotihuacán se alza el Quinto Sol, - naollin, 4 movimiento-, es su pura corporeidad ya fruto de un primer sacrificio. Nanahuatzin, el rey leproso o sifilítico, según las versiones, marcado al fin, señalado, estigmático, se ha arrojado a las llamas para darle nacimiento. Es su cuerpo en consumsión lo que ahora brilla en lo alto del cielo. Pero este sacrificio aparentemente exaustivo (¿ qué más queda para dar que la unidad originaria del cuerpo ?) no es suficiente. El Sol arde quieto. Los dioses reaccionan espantados:

"¿Cómo podremos vivir?, ¿No se menea el sol? ¿Hemos de vivir entre los villanos?..."

La respuesta es aniquilante. Los dioses comprenden que su propia in-mortalidad es in-viable, porque es in-movil y toda creación exige puesta en marcha, consunción, alimento.

"... e inmediatamente hubo mortandad de dioses, ¡Ah!, ¡Ah!, en Teotihuacan." ²

Este es nuestro sol el de los que hoy vivimos, el que inicia la historia porque inicia el Movimiento. El que nos desilusiona de nuestra propia in-mortalidad convirtiéndonos en Tiempo.

Es fascinante que el mismo sol exija el sacrificio de la atemporalidad divina para poder acabar la creación; que después de hecho "otro cuerpo" exija "otro espíritu" para consumarse, que el trabajo no pueda darse por acabado sin un necesario segundo tiempo.

¿Puede haber una metáfora más acabada de la dinámica textual que ese sol implacable exigièndonos nocturnos -pues antes de leer nada sabemos- y boca arriba, en la pasiva frontalidad de la entrega a una corporeidad ajena?. Ese sol que nos consume y que a su vez es el fruto de un sacrificio previo, de alguien que se consumió a sí mismo haciendo de su tiempo-vida: texto.

Y fue ésta la fundación mítica de la cadena de sacrificios físico-espirituales conocida como guerra florida. La guerra sagrada destinada a alimentar al Tiempo.

De esta guerra, más propiamente dicho, caza ("Y salían en ciertas épocas a cazar..." ) participamos como presas legítimas de ciertos depredadores, hábiles expertos del sistema a/z .

Sin embargo, el dominio de ese sistema solo aclara una parte minimal del éxito en la perpetuación de este ejercicio bélico. Si la continuidad sintagmática nos arrastra seductora por los caminos de la legitimidad - ley, palabra, estructura donde nos reconocemos diurnos y socializados- es la discontinuidad, la agramaticalidad, el vacío aparente o real, en fin, lo no-dicho más que lo más o menos obviamente dicho, lo que atados de pies y manos, nos pone a disposición del cortante filo significante/significado. Por esa fina, a veces imperceptible ranura nos filtramos gota a gota, segundo a segundo, sin que nada ni nadie pueda salvarnos. Hasta que por fin el sacrificio queda ineluctiblemente consumado.

"La noche boca arriba" es la imagen de esta interrupción que a la vez inmoviliza y pone en movimiento la angustiosa búsqueda de significación.

Entre la noche y boca arriba hay un espacio, una ausencia que yo acabo de cubrir con el espúreo copulativo: la y, antes inexistente. Por ese espacio, tan solo nombrándolo mi subjetividad se ha filtrado, enredado, irremisiblemente atrapada, conjurante, interpretante, alusiva.

La noche (y) boca arriba. La noche (...) boca arriba. La noche (,) boca arriba. Cada signo un esfuerzo por llenar la brecha, cada signo un intento inútil por quebrar la impenetrable nominalidad de la frase, el espejo humeante de mi propio horror vacui. No dice nada, no revela nada, constantemente me devuelve mi propio rostro desfigurado por la ausencia, mi rostro como mero reflejo de lo otro, de lo que no está. El abismo arreferencial de la semiosis, el ámbito, la indiferenciación a-subjetiva, a-objetiva, ¿lo abjecto?.

Por su pura nominalidad la frase se convierte en un sol reciente, luminoso, pero quieto. Averbal rechaza tanto sujeto como objeto, pero sobre todo, excluye al tiempo y es simultáneamente una clara, perentoria exigencia de todo eso, de palabra activa, de Verbum.

Es necesario cumplir el ciclo, completar el recorrido heurístico que va de izquierda a derecha, de signo a signo, de tropiezo a tropiezo para llegar a un sustituto del silencio: "...él tendido boca arriba..." ¿El?, No la noche, ¿él? La noche (él tendido) boca arriba. Pero al principio no había -por lo tanto no existía- ningún él. Ya es demasiado tarde, unos pasos más y el más teleológico de todos los signos nos aguarda, el punto final.

Y en un principio era la palabra, la palabra que divide, separa y pone en movimiento. Pero antes del principio...antes del logos ¿qué?.

El sonido, el ritmo, el sentido. La asonancia que aún se desliza entre los resquicios que el verbum no puede -es incapaz de- cubrir. Reverbera en 'motocicleta' anterior a azteca y a moteca, al sistema y al sí mismo. La asonancia no es inmediata, no es heurística, es anterior y anticipante, va impresa en el corazón del movimiento, del movimiento correcto (...sobre la derecha como correspondía...), es una semilla de inercia, contaminada y contaminante de alogicidad.

Porque quien crea que en el punto final termina algo, vive aún en la ilusión de su propia inmortalidad frente al texto. El punto simplemente cierra, nos en-cierra dentro. Y ésa es la parábola del viaje al que se creía inocente translado por calles y alamedas conocidas, reconocibles, pero por fin fatalmente extrañas.

Así, en retrospectiva, la asonancia nos revela que toda seguridad es un mito, que el signo, la ley, la derecha y las luces, las letras, los significados son meros espejismos. Apenas una construcción ideal que se desmorona ante la irrupción de lo inesperado, lo no-previsto : el accidente.

Suceso imprevisto que causa un trastorno en la marcha normal o prevista de las cosas , según el diccionario de María Moliner. Y además: Derivado del latín «áccidens, -entis», participio de «accídere»; suceder, derivado de «cádere», CAER.

La caída inicial que se repite, el traspiés, pecado original revivido, obsesivo y reiterado donde el sujeto se redescubre ser ahí, ex-puesto. Suceder es caer y a la vez la fatalidad quiere que suceder sea estar siendo. No hay ser sin suceder y sin caída no hay sujeto. Aunque lo olvidemos.

Creíamos ir a alguna parte, a un lugar señalado e inamovible, del principio al fin creíamos dominar el movimiento, la 'moto', con las piernas, pero lo imprevisible, lo asistemático e irracional -la caída- nos devuelve a la tierra.

No en vano el punto de partida es un hotel, imagen del desarraigo del sujeto, de su efímera temporalidad. Un hotel no es un hogar; es un lugar de permanencias fluctuantes, de periodicidades y términos. Un hotel es en cierto modo un relato, es relativo; un hospital también.

Hotel y hospital - punto de partida y de llegada- son metonímicos, intercambiables, allí no podemos quedarnos para siempre, somos apenas huéspedes. En el relato en cambio. Entre el título y el punto final estamos dentro y una vez allí no podemos evadirnos. Lo que nos impide salir son justamente los espacios huecos, los accidentes, las agramaticalidades por entre las que nuestro yo se pierde. Fracturas de la significación, aporías que nos obligan a buscar nuestro propio camino, paréntesis a llenar, antes o después, pero insalvables.

Esas indirecciones se corporizan en el espacio gramatical entre la "noche" y "boca arriba", en la irrupción del accidente que tuerce el significado - "sobre la derecha"- volviéndolo hacia el sentido -"desviándose a la izquierda", "a la izquierda de la calzada" -, que invierte las posiciones," me la ligué encima". Entre ellas y el black out, la pérdida de la visión y la conciencia, esa "nada" que es " una eternidad" y aún "ni siquiera es tiempo", sino que anula justamente espacio y tiempo -"había...recorrido distancias inmensas"-, no hay solución de continuidad. Son ausencias, ausencias en sí mismas significativas de la Ausencia.

Como la placa radiográfica descansando sobre el pecho del paciente, ese pozo negro que es un vacío aparente. Lleva en sí mismo la huella residual de lo no presente, el fantasma, la imagen borrosa de una interioridad que se roza con la muerte, el esqueleto, la foto de lo que no se ve pero está ahí, encerrado en el espacio corporal de igual manera en que la muerte habita el interior mismo de la temporalidad.

Si la metáfora del vacío es la de una ausencia plagada de residualidad y el tiempo mensurable ("las nueve menos diez") junto con el espacio puntual ("a donde iba") están fragilizados por la contingencia, es necesario preguntarse a qué nivel de realidad hay que referir el sueño, la alucinación o el delirio. Lo en esencia fantástico del cuento.

Porque si el pasaje es ya en sí espúreo ¿cabe hablar entonces de niveles alternativos, contrapuestos o distintos de la misma realidad? O se trata más bien de un juego de apariencias cuidadosamente estructurado y sincronizado para huir del empuje fatal de lo semiótico, pre-simbólico y a-lógico. Esa marea des-estructurada y des-estructurante, verdaderamente a-simétrica y des-estabilizante. ¿No es acaso la creación de dos narratividades en apariencia contradictorias un último esfuerzo por recuperar el equilibrio del sistema, eludir el accidente y montarse de nuevo en la moto, ya no la asonántica motocicleta sino el "insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas"? Depurada de asonancias, obediente y leal poco importa que ésta sea mentira, fantasía o sueño.

Si la realidad en última instancia no es más que una tensión sobredimensionada del lenguaje para escapar a su condicionaminento inicial y esta huída se expresa en la metáfora del sujeto atrapado, cazado por su propia muerte, es necesario preguntarse en qué medida esta muerte a nosotros, lectores ideales, nos concierne.

Víctimas del eterno insomnio que Joyce ambicionaba, somos el lugar en el que la lucha por la subjetividad se desenvuelve.

"...el sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina, saboreando el paseo."

He aquí el sujeto. Central y centralizado, anónimo en su universalidad, soberano en pleno dominio de la tekné -los edificios, la máquina- con la que aleja y hasta sustituye a la naturaleza, el sujeto es el lugar por excelencia del gozo y la discursividad, del gozo en la discursividad (va pensando, saboreando el paseo). El sol se filtra, la máquina es montada, la palabra misma evoca una naturalidad reemplazada, suprimida.

Sin embargo, en medio de su apogeo este sujeto es también un yo desplazado, entre guiones, un sí mismo cincunscripto a su cogito.

"...él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre-..."

El-yo generador del discurso co-recto, que se desliza como corresponde, obsesionado por la dirección y la centralidad, (después de la catástrofe su único alivio será "oír la confirmación de que había estado en su derecho* al cruzar la esquina") es un sujeto necesitado de sanción, de la palabra que aprueba y confirma, de orden. Orden que pareciera constituir su objeto fundamental - llegar a tiempo, por el lugar correcto, seguir las líneas, la ruta-. O quizás fuera mejor decir, que es una subjetividad sujeta a ser objeto del orden. Un sujeto alienado en su propia discursividad.

¿Que otra cosa es el amuleto - "su verdadero corazón, el centro de la vida"- sino la imagen de esta objetivizacion del sujeto en el símbolo? De su ilusión de ser central y operante, mientras que su pérdida lo revelará despojado y contingente.

No es extraño entonces que el accidente sea precedido por una crisis en la tensión de ese orden. Un cierto relajamiento, una breve distensión y la estructura colapsa. Las aceras "apenas demarcadas por los setos bajos","algo distraído","la leve crispación de ese día" y ya es "tarde para soluciones fáciles".

¿Qué soluciones? ¿La de la inestabilidad inicial (el hotel) transformada en devoto cumplimiento de las reglas de tránsito? ¿La de las relaciones artificiales de la polis sustituyendo los lazos sanguíneos, la familia?.

No hay ninguna mención directa en todo el relato a vínculos familiares. Sólo evocaciones furtivas, breves y poéticas escapadas: "manos de mujer que le acomodaban la cabeza" y la "taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil". Imágenes de una maternidad alusiva y en tinieblas. Una femineidad primaria que hace constante presión sobre el discurso obligándolo a volverse hacia sí mismo, en una actitud de necesaria autojustificación reflexiva. Por eso el sujeto debe repetirse, aclararse a sí mismo su propia situación, debe saber. Lo más importante, ser consciente, objetivar el shock, dar sus señas.

Las voces exteriores, los vecinos, el policía son ecos que explican, afirman y confirman. El sujeto se convierte así en un sujeto coralizado, sustentado en la logicidad y socialidad del discurso. Una racionalidad cada vez más ambigua y oscura frente al acoso que lo irá cercando poco a poco.

El impuro deseo de estar dormido o cloroformado es el primer ataque contra esa lucidez que resistía al shock; después vendrá la fiebre, orgánica, animal, y en medio de ella : el sueño. La metáfora fluctuante y engañosa del sueño.

Paulatinamente el sujeto perderá su arraigamiento en el cogito y el lenguaje, el discurso se volverá gradualmente ajeno. Primero escuchará el diálogo entre los otros pacientes respondiendo a preguntas aisladas, finalmente su relación con el lenguaje se limitará a oir "a veces un diálogo en voz baja". El grado cero llegará cuando sea "Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones" y una "oscuridad absoluta" lo envuelva.

Sujeto aporístico y cegado se descubrirá como verdadero "sujeto" -estaqueado - enajenado en un grito en el que apenas se reconoce a sí mismo pues aún lucha con toda su corporeidad contra el signo: unas "mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma" que "se abrieron lentamente en un esfuerzo interminable".

Fijación y flexibilidad, sonido significante inscripto en el propio cuerpo, el sujeto se descubre a sí mismo como objeto de su propio discurso, un descubrimiento que es en sí mismo ya la antesala de la muerte.

Si como dice el diccionario el autor es "el que es causa de alguna cosa" y más adelante la "persona que comete un delito o coopera en él", en Derecho el causante no es extraño que en determinado momento el autor del hecho se haya convertido en " la causante del accidente", es decir su autora.

Si el autor, masculino y literato es quien disponiendo del sistema compone el sintagma, esta autora, exterior, marginada del signo, de la cual solo el grito se oye, lo descompone, lo desvía para hundirlo momentáneamente en el silencio.

El grito a-significante interrumpe la cadena y la contamina, a partir de allí el relato ya no será el mismo, estará continuamente amenazado y saldrá a la búsqueda de su propio equilibrio, de su propia significación herida.

Que la transgresión al orden semiótico la encarne una mujer es casi inevitable. Que sea contra su cuerpo y no contra ninguna otra cosa que la verdad temporal y abstracta de la regla choque y al fin estalle, no es más que la consecuencia de la fetichización del cuerpo femenino como lugar de lo reprimido, desplazado, ahistórico. Lo no-dicho en medio del discurso. Lo fantasmal- lo fantástico. El humus arcaico en donde toda creatividad enraiza.

Maleable e inasible, lo femenino trashuma de la pura naturalidad al código, de la tierra al signo y en su continua ubicuidad (Eva/Ave), funda su real trascendencia metafísica.

Imagen de lo excluido, deseado y rechazado a un tiempo, alucinatorio y febril representa la constante amenaza de un regreso a la no-existencia del caos.

Por eso la reacción inmediata ante su irrupción es el asco, la naúsea imposible de controlar que desencadena ecos a su vez también incontrolables. Contracciones del estómago y olores múltiples y ambiguos reemplazan a la visión en un mundo cada vez más dominado por lo instintivo. Olores dulces vagamente atractivos pero también asqueantes y aterrorizadores. Olores que son ansias y presentimientos, oscuros como el olor de la angustia. Angustia de la disolución y el sin sentido.

El relato se quiebra bajo la presión de lo rítmico buscando nivelarse con el equilibrio fatal de la simetría.

Abjección y sublimación, rechazo y volatización dos formas de expulsión más allá de las fronteras del yo, de exorcismo purificante. Lo abjecto, la marisma, se extiende amenazante como la mujer que irrumpe inesperada y es necesario mantener en jaque con las reglas, con la senda secreta. La Muy Alta a quien la plegaria por la fertilidad se dirige no es más que la evaporización condensada de esa misma marisma amenazante. Negada, fetichizada, neutralizada frente al sistema, fuerza sin embargo constantemente sus vallas provocando metamorfosisis, alteraciones, quiebras. Espacios abiertos, lugares de la creatividad. Del espacio reglamentado ( carrill, luces), al tiempo sagrado donde todo tiene "su número y su fin" no hay solución de continuidad. La medida y el control tienen su contrario en la ciénaga. La pulsión indiferenciada, "los tembladerales de donde no volvía nadie" porque allí nadie es 'alguien', el lugar de la disolución del yo, la pérdida del sí mismo.

Desplazado del discurso el sujeto comenzará a experimentar la amenazadora presión del desmoronamiento del sistema. La ruta ya no es la calle regulada y pública sino la calzada interior y secreta, su destino refugiarse en lo más profundo de la selva ¿el silencio?.

Palabra, grito, silencio. La palabra articula el grito y escande el silencio, solo la palabra puede constituir un sujeto. Sujeto que siempre estará "sujeto" al lenguaje que lo crea. Todo intento de huida acabará en el rito sacrificial que lo reintegra al discurso.

Mas el lenguaje ya no será el mismo. Porque el sujeto, ya no es el mismo. Será como él, un lenguaje desplazado y reintegrado, tenso, de alguna manera nocturnal y de una frontalidad defigurada en el traspaso. Porque de alguna manera será un lenguaje ya nunca más inocente y rectilíneo sino vulnerable, flexible y dispuesto a filtrarse por las brechas que entre el grito y la palabra siempre abre el silencio. Será un lenguaje eternamente tentado por el pasaje interior de la metáfora. Por la estructura miliar de lo fantástico.

Pero la metáfora cortaziana no es una simple fantasía, una estrategia inocua. No nos reconcilia con los sacrificios cruentos de la significación. Por el contrario, reveladora de su propio mecanismo nos redime de toda ilusión, de todo posible devaneo metafísico.

El corazón de la metáfora cortaziana es su propia metominización. No nos salvamos por la huida en el lenguaje o la coartada estética. Justamente nos perdemos en ella. La suya no es una translatio en sentido auténtico, sino una transnominación en la que elementos solo en apariencia antitéticos se revelan equivalentes. Circulares.

Un hombre con un cuchillo puede tal vez ser un cirujano o puede ser un sacerdote sacrificante. Pero en última instancia el hombre con el cuchillo que es un cirujano es un sacerdote que va a sacrificar una víctima que a su vez es un hombre con un cuchillo sintiendo el placer de hundir la hoja de piedra en pleno pecho ajeno.

Una vez recorrida la parábola del relato ya no importará en qué momento de la cadena quedemos apresados; todos los otros estarán siempre presentes y será imposible eludir el riesgo de quedar dentro. La ambiguedad es apenas un pretexto.

Quizás ese hombre no sea en definitiva más que una máscara desde la cual el mismo Cortázar nos acecha dispuesto a arracarnos el corazón con el que alimenta su propio discurso. Quizás sea nuestra propia imagen, la imagen de nuestra sed por un significado único e irrealizable lo que justifique nuestras largas noches de insomnio boca arriba.

Sea como fuere después de esta aventura por su escritura y a través de nuestra propia lectura, ya no seremos los mismos. La noche metafórica es irreductible y eterna.

 

NOTAS

(*) El subrayado es mío.

(1) La versión de "La noche boca arriba" utilizada en este ensayo proviene de: Cortazar, Julio, Final del juego, Ediciones Alfaguara, "'Biblioteca' de Julio Cortazar", Madrid, 1982.

(2) El mito de la creación del Quinto sol según es retransmitido por el padre Sahagún ha sido extraído de Séjourne, Laurette: America Latina. Antiguas culturas precolombinas, Siglo XXI, Madrid, 1975

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 11 - Julio 2000
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