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Fue la hora de los psicoargonautas. Años de trotamundos donde la manada psicoanalítica argentina se dispersó por los cuatro vientos, donde nos reconocimos como tribu nómade, como judíos latinoamericanos formando una red en la diáspora.
Mimi, Gilou y Diego García Reynoso, junto con Nacho Maldonado, Horacio Scolnik, Miguel Matrajt y Elena de la Aldea, fueron para México; Hernán y Tato, a Madrid; Armando Bauleo a Italia; Guri Roldán a Barcelona; Mario y Lucía Fuks, junto con Lea y Guillo Bigliani y Sara Hassan, a San Pablo; Carmen Lent, una psicoargonauta precoz, recibió a Gregorio Barenblitt, Osvaldo y Vida Saidon en Río; Fernando Ulloa, Varón, Luis Córdoba, Alejandro Bernal, Raul Curel, Martha y yo, a Bahía. No todos los argonautas eran psicoanalíticos. Paco Porrua vivía en las afueras de Barcelona. Mi hija Belén y Jorge quedaron anclados en París. Fue la historia de una luna de miel afortunada. Norman Briski y Pino Solanas, completaban la filial parisina.
Moríamos en los aeropuertos. Llorábamos escuchando La Balada para un Loco. Cebé mates nostálgicos que nunca hubiese cebado en Villa Freud. Tiempos recordados como heroicos. No teníamos casa fija, vivíamos en hoteles, en incontables camas, cada uno con su cepillo de dientes y un mínimo de ropa. En ese período, la red fraterna dejó un rastro de amigos por todo el mundo, aprendimos a ser gitanos en los canteros del exilio. Muchos llevaban el dolor de seres cercanos desaparecidos. En mi caso fue ostracismo con ostras y champán. A veces me avergüenzo por mi exilio con la viuda Clicquot.
Por otro lado, tiene sus compensaciones ser un ciudadano apátrida. El exiliado hace del planeta su tablero. Uno inventa lugares. Para mi era muy importante ser reconocido. Hay un restorán en Madrid, se llama La Ancha, donde cuando voy, de cinco en cinco años, el mozo me sirve un jerez antes de saludarme y luego prepara mi plato favorito: tortilla con almejas. Son querencias substitutas, filiales de un hogar para siempre perdido, de un hogar que tal vez nunca existió.
Fue la hora de los laboratorios en Londres y en Amsterdam. Aquí transcribo uno con Marty Fromm. Marty, cuenta la leyenda, fue la amante dilecta de Fritz Perls. Tenía 56 años, mi edad, en ese verano nórdico del 78.
__ ¿En qué puedo ayudarlo? __ me pregunta.
__ Odio la vejez.
[Increíble, pienso ahora, que me sintiera viejo ya en esa época].
Adiviné la nostálgica complicidad de cincuentones en su sonrisa.
__ ¿Qué más?
__ Mi barriga.
__ Póngase de pie.
Mi panza quedó al descubierto. Había engordado varios kilos.
__ ¿Por qué?
__ Porque como y bebo mucho en Europa. Además...
__ ¿Quién habla así? __ me interrumpe y percibo el tono quejoso de mi voz.
__ Hablaba así de chico __ concedo.
__ ¿Cómo?
__ Mezcla de malacrianza y desafío.
__ Ajá __ dijo Marty con neutralidad gestaltica.
__ Estoy indignado con este mi cuerpo de mierda.
__ ¿Y usted cree que tiene razón?
Me encojo de hombros y no contesto. No quiero contestar. Los terapeutas, en general, me irritan; no sé como los pacientes me aguantan. Ese aire superior de que sabemos todo.
Entonces ella me coloca sobre un lecho de almohadones. Me pide que me tire como quién hace la plancha:
Sensación de navegar en un mar nórdico. Escucho el desafinar de los gorriones holandeses. Como fondo me llega el ajetreo veneciano de Amsterdam. Cierro los ojos, me meto en mi mismo. Floto. Soy una lancha que boga por los canales, entrando una vez más en la alquimia de los laboratorios. Soy una lancha amarilla inflable, con la consistencia del hombre Michelin, el de los neumáticos. Los brazos, pegado a los costados, son los remos, en reposo.
__ Soy un bote salvavidas __ le digo al grupo __. Amarillo.
__ ¿Y la cabeza qué es?
__ El motor __ y ella pide que lo describa.
Son esos motores que se levantan. Over-board, creo que se llaman. No funciona. Lo veía clarito, miedo que la hélice destripe al hombre Michelin. Cierro las piernas con el gesto de quién protege un pubis amenazado.
Marty me pide que le hable desde la lancha y eso produce un notable cambio de perspectiva. Yo, lancha, me siento marinera. Me acomodo bien ante cada ola. Pero los sesos desprecian al cuerpo.
Ahora la consigna es que el cuerpo le hable a la mente y yo le digo: mente, tu que me modelaste hasta la última gota de grasa y luego, con tu bendita fuerza de voluntad, me haces correr por los jardines y las playas, sin ir a ninguna parte. Sí, mente, tu promoviste el mito de que todo hijo de francés puede beber todo lo que quiere porque c’ est la ... siempre forzando la marcha, de la dejadez al fanatismo, de la gula al ayuno y al evocar comida comencé a sentir arcadas con ritmo de hipo, una gran náusea doble, por dentro y por fuera.
__ Como si quisieras ahorcarte __ acota Marty en inglés con tono de tuteo. El asunto es aún más complejo, como si mi mente quisiera ahorcar al cuerpo que, a su vez, quisiera ahorcar a la mente. La furca sube y baja por mi garganta que parece haber tragado un alacrán. ¡Cómo se odian! Por un momento no puedo respirar. Vomito el alma en un balde ad hoc. Sorprendente vómito libertador.
En realidad, pensando sobre este asunto, creo que la furca psico/soma correspondía a un tiempo anterior. En el pasado, antes de descubrir Palermo, el cuerpo fue un mero atril de mi mente. Yo era un profesional encadenado al diván de producción, day in day out, de lunes a viernes, y luego entraba en la disociación burguesa, donde le ofrecía una quinta al cuerpo para retozar los fines de semana; dicotomía alienante que culmina con la mufa fría dominical, a la hora de las Vísperas, cuando ni la oración te salva.
Retomando el tema de la diáspora, los saltimbanquis tenían que ser inventivos. Un invento, que me sirve hasta el día de hoy, fue denominado de "Shampoo", por los madrileños y de "Sauna", por los cariocas. La idea era muy simple: ofrecer un laboratorio individual intensivo que consistía en usar todas las técnicas de laboratorio, plus la oreja psicoanalítica, en una sesión prolongada individual de 4 a 6 horas. En la primera hora el paciente cuenta su vida y mi tarea reside en identificar las problemáticas centrales. Una vez identificadas, las coloco en las cuatro esquinas del consultorio. Así, por ejemplo, en una esquina va la relación con la madre biológica; en la otra, la relación con la madre adoptiva; en la otra, el novio y en la esquina restante su dificultad con el trabajo. En cada rincón el paciente habla desde ese problema, con ese problema. El paciente es ese problema. Así pasa más de una hora de esquina en esquina. Luego un rincón "habla" con el otro. La madre adoptiva, por ejemplo, con la madre biológica. En el siguiente tiempo, la paciente se coloca en el centro. A esta altura, la habitación se va convirtiendo en un tablero tridimensional de la vivencia en curso. Desde el centro, el paciente va moviendo sus piezas, tejiendo su historia. El psicodrama es tal vez la herramienta más empleada, seguido de juegos clásicos de laboratorio. Ejemplo: las dos madres comparecen ante el sabio Rey Salomón. Entretenido, interesante y agotador. Tratamiento completo de una sola sesión. Ideal para el service de un psicoanalista que quiere calibrar el estado de su alma.
La idea de usar la habitación como damero me llevó a modificar el diván. Hoy en día uso una colchoneta de tres metros por tres metros. Encontré la colchoneta en una sala de ludoterapia en la clínica donde trabajaba al llegar a Bahía. Fue un caso de amor a primera vista, me sentía cómodo en un espacio compartido con el paciente. Ese dispositivo tiene una ventaja, mi posición complementa la del paciente, ambos formamos un cuadro vivo, siempre cambiable. Mi colchoneta a veces remeda al diván clásico: el paciente se tumba y yo me ubico detrás de él. No quiero decir que mi diván camero sea un modelo a imitar; lo que digo es que cada analista tiene que inventar su diván.
Durante los primeros ocho años de la diáspora, yo trataba casi exclusivamente grupos y terapias breves. Luego, afincado en Bahía, comencé a trabajar en análisis individuales, mi vena grupal se iba agotando. Fue el tiempo de mi retorno a Freud. Volví con bríos. Comencé a estudiar a fondo las obras completas, tomando notas y aquí un personaje central entró como herramienta: la computadora. Vislumbré entonces, como luego veremos, que un sueño de mi vida, ya insinuado en Heroína, podía ser cumplido: escribir la biografía de Freud. Durante años permaneció un proyecto tan secreto, que ni yo mismo lo conocía __ pero habitaba el altillo de mis sueños.
Fue una encrucijada. El siguiente paso: mis analizados me introdujeron a Lacan. Ya comenté mi actitud hostil ante este señor que se había comido nuestro huevito. Mis pacientes insistieron y me regalaron Les Écrits. Repito, Lacan fue una piedra en mi zapato. Él me hizo sentir que tenía que comenzar de nuevo con los palotes y mi pulso temblaba, es humillante sentirse burro. Un hombre, al borde de los sesenta, está hecho y derecho, perdió su juego de cintura del torero que nunca fue. Lacan, eso sí, consiguió sacarme de mi pedestal de pionero fosilizado. Fue Luis Córdoba quién me había alertado: "Cuidado, Emilio, corrés el riesgo de convertirte en un gurú tropical". Sé, por la historia del movimiento analítico en Montevideo, San Pablo y en Río de Janeiro, que el destino de los pioneros es sombrío, la horda primitiva y las polillas acaban con eles. Mi teoría de la jubilación me salvó porque acabé siendo discípulo de mis analizados.
Luego, cuando retomé la ortodoxia, desde mi vuelta a Freud, critiqué esos "años locos", pero hoy en día les otorgo todo su valor, recuperé el cuerpo en la terapia de almas. El hombre Michelin quedó más enjuto. Recuperar el cuerpo no implica moverse, tocar o masajear, lo que quedó, en mi caso, fue una lectura más atenta y profunda del cuerpo del otro, desde la transferencia de mi propio cuerpo. Una resonancia de pieles. El analista convencional se aplana al quedar todo el día sentado, inmóvil en su sillón, y pierde la redondez copernicana.
Hablando de Copérnico, soy Capricornio con ascendente en Capriconio. Cierta vez, con Martha, participé de un laboratorio en Amsterdam en el que 20 personas, formando fila de a dos, frente a frente, se preguntaba alternadamente: "Who are you?". Entonces, durante diez minutos, él del otro lado de la fila contestaba: "Soy Alberto", "Soy un hombre en la vida", "Soy yo mismo" , etcétera. Al cabo de diez minutos, sonaba un gong, los papeles se invertían y el otro me preguntaba: "¿Quién eres?" y uno decía: "Soy Emilio", "Soy un buen tipo", "Soy un psicoargonauta", etcétera. Y no importaba que el interlocutor no comprendiese, su papel era quedar mudo, testimoniar. A cada hora uno cambiaba de pareja y el ciclo se repetía, desde las siete de la mañana hasta las siete de la noche. Una hora para almorzar y media hora de tarde de recreo, durante dos días y medio. La comida era, tenía que ser, macrobiótica.
Una cosa de locos. En el segundo día, a la hora del recreo, Martha entró en una iglesia, donde cursaba un bautismo, se hizo pasar por invitada, y comió todos los sándwichs que tenía derecho. Yo rumbeé para la espectacular calle de las prostitutas, con sus vitrinas color de rosa.
Fue realmente un calvario. Recuerdo un muchacho holandés que, al promediar el segundo día, cuando le preguntabas quién era, él se retorcía como si lo hubieran picaneado. Bien, uno de mis compañeros resultó ser un astrólogo, un rubio cuarentón, parecía profesional de nota. En el último día, él me preguntó por la milésima vez quién yo era y le dije: "Soy un pecador, Padre", "Soy un latin lover", "Soy un capricorniano de ley". A esta altura todos estábamos locos como cabras. El astrólogo desorbitado se salió de su papel de mudo testigo y me dijo: "¿Sabes una cosa?, los capricornianos son una mierda, fatuos, arrogantes, carneros". Yo sospeché que así fuese, pero ningún astrólogo, en sus cabales, admitiría tal cosa. Al despedirse, se disculpó: "Estaba exagerando", me dijo, pero creo que tiene razón, yo nunca me enorgullecí de mi signo.