Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
Prevención de las toxicomanías
Laura Gersberg

En general, los artículos acerca de Prevención, recomiendan a los eventuales lectores consejos para detectar si un hijo se droga.

Algunos un poco más pretenciosos intentan dar una explicación de las causales del flagelo que como bien dicen no solo es un problema argentino.

Incluso arriesgan alguna hipótesis sobre geopolítica del narcotráfico y sociología de las consecuencias de la posmodernidad, globalización, fin de milenio, desaparición del rol del Estado y desorganización familiar.

Todos tienen parte de la verdad, todos aparecen muy preocupados, y verdaderamente lo están, pero no estoy segura que lo estén por las razones que describen.

Si así fuera se implementarían soluciones menos literarias, concretamente destino de recursos, atención a cargo de profesionales bien remunerados, verdadera lucha contra el narcotráfico, políticas visibles a la comunidad de reconstrucción del entramado social. En definitiva, respuestas creíbles.

Especialmente en estos tiempos de elecciones, la Prevención es un caballito de batalla de toda campaña, debido a que las agencias que sondean las preocupaciones de los ciudadanos así lo indican especialmente ligado al tema de la inseguridad.

Todos coinciden en incluir cual receta de cocina los siguientes ingredientes:

Esto no es del todo errado, más bien hay bastante de realidad, lo que está ausente es que alguien crea que los que deben hacer, lo hagan.

Prevención es no llegar a decir todo esto, es hacer que la dignidad del Padre no se pierda, que el Maestro pueda trabajar estimulado por las actividades de su carrera y no preocupado por el presupuesto.

Prevención es también y además una decisión política.

Como profesional podría decir: un joven que altera su rutina, cambia sus horarios, grupo de amigos, modifica su carácter, hábitos deportivos y familiares, etc., está atravesando un cambio, que podría implicar una adicción o no. Es el momento de hablar y no esperar ingenuamente enterarse por terceros, ya sea la policía, un juez o un médico generalmente quien nos informe que nuestro hijo esta involucrado con drogas.

Pensar que nuestra familia y no sólo un miembro de ella tiene un problema de drogas es un acto duro, doloroso, amargo en el cuál las culpas se diseminan erráticamente, las internas se agudizan y lo que siempre estuvo se hace visible crudamente.

Aparecen las soluciones voluntariosas, las vigilias y seguimientos, el corte de salidas, las escapadas, la falta de objetos en la casa y finalmente, y bastante tiempo después, la aceptación del fracaso y el pedido de ayuda del no afectado directamente.

Esta secuencia es prácticamente habitual, y las respuestas ya no tienen tanto que ver con la Prevención como con la Asistencia.

Pensar la Prevención es o debería ser, sensibilizarnos ante una verdad sin desesperación y con herramientas idóneas, de poco sirven estrategias discursivas sin correlato ejecutivo.

El objetivo es volver sobre ciertas cuestiones de vieja data que actualmente, son semantizadas de acuerdo a los nuevos contextos, discursos y escenarios.

El pensar explicaciones esencialmente humanas para los fenómenos colectivos, no es ajeno a estas circunstancias y revela amargamente en este turbulento fin de milenio, el retorno a las vastamente conocidas conflictivas que las nuevas tecnologías ideológicas y modelos mentales no alcanzaron a resolver.

Se trata de abordar la brutal expansión, que en estos últimos años ha cobrado una visibilidad notable debido al fracaso de las gestiones tendientes a contener a grupos poblacionales altamente estigmatizados entre ellos, los jóvenes marginales y adictos, cuya situación no ha variado al menos en las tres últimas décadas.

Aquellos para los cuales la agenda mundial no prevé una habilitación e inserción en el ámbito de los intercambios sociales, aquellos para los cuales ya no hay un lugar en el mundo.

Y frente a esta situación la reacción de autoconservación puede imaginarse y ya sucede, está lejana de ser pacífica.

La pobreza, las necesidades básicas insatisfechas en todos los órdenes, la desocupación, la pérdida de la dignidad y la falta de espacio social y ambiental, minan los mecanismos de conductas racionales tanto en los no incluidos como en aquellos llamados a conducir este proceso, cuyo perfil dilemático, promueve acciones previsiblemente desesperadas.

Quiero dejar aclarado que no es ni remotamente mi propósito, establecer alguna forma de taxonomía lombrosiana con aroma a chucrut.

Decía, entonces que en los últimos treinta años se han escrito infinidad de libros y artículos sobre la marginalidad.

Los diagnósticos se presentaron en términos de exclusión social, la cual progresivamente, iba degradando la vida de un número cada vez mayor de individuos.

La desintegración del aparato productivo con su correlativa alza en las tasas de desocupación, sigue siendo el caldo de cultivo que alimentan estas hipótesis.

Sin embargo, la marginalidad es un concepto paradójico.

El contacto con los llamados Chicos de la Calle plantea la cuestión de la marginalidad como un imperativo que altera los tiempos lógicos: la exclusión está en el origen.

De lo que se trata es de la imposibilidad de acceso como premisa.

El problema es la inclusión.

Los hijos de los excluidos son los no incluidos de hoy.

Treinta años después cientos de miles de adolescentes, que no tuvieron el privilegio de pertenecer, sólo obtienen su status legal a través de un delito que los legitima.

Solos en la madrugada pierden su condición de N.N. en una comisaría. A esa hora el registro civil está cerrado.

Para muchos, la existencia social es el resultado de un operativo policial.

El ingreso en La Tumba (Instituto de Menores en el argot de este conglomerado social) sostiene burocráticamente la inscripción y la pesadez insoportable de ser ahí y sin zapatos de goma.

De ahí en más un universo de restricciones se abre, la ley de la calle como la supervivencia del más apto, procesa la selección.

La imposibilidad de retorno a lo presocial informa de la Naturaleza de la Cultura.

Pero todo esto no afecta solo a Los Chicos de la Calle, o a los Chicos en la Calle, sino que se extiende a todo tipo de familias y grupos socioeconómicos de la población.

Aquí no hay discriminación alguna, cualquiera puede ser tal vez un grupo familiar con un problema de drogas.

En este fin de milenio muchas preguntas flotan, mientras masas de jóvenes se ahogan en las incertidumbres intelectuales de los decisores.

Estamos en el fin de siglo y en la Argentina.

Luces y sombras definen un paisaje conocido en Occidente, pero los contrastes se exageran, aquí, por dos razones: nuestra marginalidad respecto al primer mundo (en consecuencia muchos procesos cuyos centros de iniciativa están en otra parte) y la encallecida indiferencia con que el Estado entrega al mercado los distintos niveles de gestión social, sin plantearse una política como contrapeso. Como en otras naciones de América, la Argentina vive el clima de lo que se llama la posmodernidad en el marco paradójico de una nación fracturada y empobrecida.

Hoy, las identidades atraviesan procesos de balcanización; viven en un presente desestabilizado por la desaparición de las certidumbres tradicionales y por la erosión de la memoria; comprueban la quiebra de normas aceptadas, cuya debilidad subraya el vacío de valores y propósitos comunes.

La solidaridad de la aldea fue estrecha y, muchas veces, egoísta, violenta, sexista, despiadada con los que eran diferentes.

Esa trama de vínculos cara a cara, donde principios de cohesión premodernos fundaban comunidades fuertes, se ha desgarrado para siempre.

Las viejas estrategias ya no pueden soldar los bordes de las nuevas diferencias... si en el pasado, la pertenencia a una cultura aseguraba bienes simbólicos que constituían la base de identidades fuertes, hoy la exclusión del consumo vuelve inseguras todas las identidades

La disociación de la economía y la cultura conduce o bien a la reducción del actor a la lógica de la economía globalizada, lo que corresponde al triunfo de la cultura global o bien a la reconstrucción de identidades no sociales, fundadas sobre pertenencias culturales y ya no sobre roles sociales.

Cuanto más difícil resulta definirse como ciudadano o trabajador en esta sociedad globalizada, más tentador es hacerlo por la etnia, la religión, o las creencias, el género o las costumbres, definidos como comunidades culturales.

Se busca así una identidad cultural a partir de comunidades que detentan rasgos comunes.

Llegamos así a preguntarnos por la identidad individual y social en la posmodernidad.

Qué es lo verdaderamente contemporáneo en los vínculos que se entablan entre la identidad propia y la sociedad.

Los cambios en la organización social que ocurrieron en décadas recientes parecen ser inabarcables.

La globalización, los sistemas de comunicación transnacional, las nuevas tecnologías de la información, la industrialización de la guerra, el colapso del socialismo soviético, el consumismo internacional: los procesos de desterritorialización en general, nos interrogan acerca de cuáles son las relaciones entre los cambios en el nivel de las instituciones sociales y la vida cotidiana y cómo afectan los procesos sociales las instancias personales.

No será oportuno empezar a pensar el entrecruzamiento entre lo individual y lo institucional.

Si la posmodernidad refunda una sociedad a partir de un mundo caótico y multidimensional, la globalización de las comunicaciones desemboca en una proliferación vertiginosa de discursos. Se abre un camino para la liberación de las diferencias.

Más allá de cualquier comprobación basada en el marketing de los discursos sociológicos en boga, los conflictos que afectan a los seres humanos se nos presentan perennes al recorte de una mirada finisecular.

Es cierto que los modelos promovidos como paradigmas del éxito social generar la banalización de la existencia, un radical vaciamiento de sentido, y la estrategia para asegurar la supervivencia impone como condición el redoblamiento de la alienación de la identidad.

En el caso que más conozco los jóvenes marginales y adictos, podríamos decir parafraseando al grupo Hermética, que son víctimas del vaciamiento.

A la vez, los adictos encarnan un vacío, vacío de ilusiones, de proyectos, de palabras.

Como en una particular forma de afasia, el adicto gesticula su desesperación, forzando sus palabras atragantadas hasta el borde del silencio absoluto.

Como diría el novelista canadiense, Douglas Coupland, en su libro Generación X: "X es el símbolo de la indefinición por excelencia, y así se perfila toda una generación. X es la forma de nombrar el vacío: vacío de ilusiones, de proyectos, vacío de historia, pasión, deseo, un vacío tan estéril...".

Más cerca la película de Aristarain, Martín (H) toca el tema de la sensación de vacío de otro miembro de la Generación X.

Lo que quiero dejar claro es que la Generación X está en Montreal, Boston, Merlo, Fuerte Apache, Ruanda, Sarajevo, Kosovo, San Isidro, Berlín o Budapest. La Generación X está globalizada.

No sólo no se trata de una cuestión menor, es también un destino trágico, desde cualquier perspectiva que se pretenda analizar.

Pero eso no se está considerando seriamente y las consecuencias parecen no contar con demasiado espacio en la agenda de este fin de milenio.

El principio del exterminio no es la muerte, es la indiferencia estadística.

Sostengo que la así llamada Generación X, demográficamente está en estado de completa virtualidad, ni siquiera cuentan con un anclaje para ser incluidos en alguna estadística no estigmatizante, sólo son visibles públicamente a través de actos defensivos de transgresión con el objeto demostrar que existen, que son, aún fuera de los modelos socioeconómicos para los cuales son tan sólo un grupo para el cual se diseñan políticas de control social, para tranquilizar las conciencias de los funcionarios políticamente correctos y acallar los temores de los que sí han logrado pertenecer a la sociedad que prioriza desesperadamente lo arduamente obtenido.

Teniendo en cuenta todo lo expuesto mi opinión es francamente poco optimista, no veo que las eventuales respuestas estén en sincronía con la urgencia de la crisis.

No me es posible percibir acciones al menos paliativas del sufrimiento de enormes grupos sociales cruelmente expuestos a planes que distan de valorar el perfil humano en juego.

Más bien lo que impresiona es una profundización del desamparo y abandono de millones de seres que perecerán irremediablemente victimizados por la falta de oportunidades, la inequidad, y el escaso interés en su supervivencia debido a que son funcionalmente innecesarios, no hacen falta, sobran.

Quisiera honestamente ser prospectivamente menos escéptica y creer verdaderamente que es posible salir, como diría Borges, de la terca neblina en que parecen deambular los así llamados Gestores Sociales.

Quisiera creer aquello que el sujeto se rescata como proyecto, no es sólo parte de una retórica oportunista.

La caída en el tiempo, el tan rimbombantemente anunciado fin de la Historia, la ingenua creencia de la muerte de las ideologías y el imposible ideal de la objetividad en las ciencias sociales, son la muestra más inobjetable de un presente despiadado y el preámbulo de una muerte anunciada.

En las actuales contingencias, el holocausto de una Generación más allá de la enunciación ininterrumpida de propuestas moralmente irreprochables, suena considerando la realidad de los posibles escenarios, por lo menos un acto de cinismo.

Sin reparar en la recuperación de las utopías, de los valores dignificantes de las personas, de la potencia creadora de las comunidades, el no future de los punks, será el cadalso en que una vez más, otra generación será inmolada.

Espero con toda mi esperanza, equivocarme.

Lic. Laura Gersberg

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 10 - Diciembre 1999
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