Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura

La masa y su erotismo
David Pavón-Cuellar

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¿Qué hay antes de nuestra sociedad política, civil y civilizada, ordenada y regulada por leyes y convenciones, ensamblada y determinada por la cultura y el lenguaje? Antes de esta sociedad humana que nos representamos, en el psicoanálisis, como una sociedad basada en la inhibición y sublimación de la sexualidad, lo que hay, según Freud, es la “horda primordial” (1), así como “el amor”, el “erotismo”, la “sexualidad” que será después “inhibida” y “sublimada” (2). Esta idea no contradice necesariamente la visión clásica según la cual nuestra sociedad política sería precedida por algo semejante a las colectividades naturales de abejas y hormigas. Como Lacan lo ha observado, colectividades tales como “la colmena o el hormiguero” están “enteramente centradas en la realización de la relación sexual” (3).

Antes de la sociedad política humana basada en la inhibición y sublimación de la sexualidad, la realización de la relación sexual habría sido aquello en lo que estuvo centrada la colectividad natural prehumana. Lo central en esta colectividad organizada como una horda, por lo tanto, habría sido el erotismo y no el gregarismo que suele atribuirse a nuestra especie. Tenemos aquí un postulado esencial del psicoanálisis. Para examinarlo, nos ocuparemos de las masas que brotan por las grietas de la sociedad y en la que adivinamos asomos de la mítica horda primordial. Veremos que esta horda parece perdurar por debajo de la sociedad, como sustrato de ficción, legendaria materia prima de toda formación social, esbozo fantasmático de la imposible relación sexual que subyace a las relaciones significantes inherentes a la sociedad humana. Desde este punto de vista, las relaciones significantes desplegarán el sistema simbólico de una sociedad humana esencialmente política, mientras que “las masas” revelarán la causa mítica de este sistema, una “causa política”, entendida como “lo real, abolido y fulgurante” (4). Lo imposible real de lo simbólico social estará en las masas y en su erotismo. Será en este erotismo en el que deberá buscarse la causa del animal político y de su instinto gregario.

El animal político y su instinto gregario

Bien conocido es el pasaje en el que Aristóteles nos dice que “el hombre es por naturaleza un animal político” (5). Aunque este animal naturalmente político pueda ser más que un simple animal gregario, no deja por ello de ser también un animal gregario. Si el hombre no estuviera dispuesto a vivir en rebaño o en sociedad, entonces tampoco estaría dispuesto a vivir en una sociedad política. Es claro que al definir al hombre como un animal naturalmente político, el estagirita sobreentendía la definición del hombre como un animal instintivamente gregario.

La definición del hombre como animal instintivamente gregario fue primero admitida por las doctrinas políticas naturalistas de la Edad Media, luego negada por el contractualismo inglés de los siglos XVII y XVIII, y finalmente replanteada en diversas filosofías del siglo XIX. De estas filosofías, la más conocida es la nietzscheana, que reduce “la moral” al “instinto del rebaño” (6). Para Nietzsche, este “instinto gregario” habría “tomado la palabra” en cierto contexto histórico, el de “la decadencia de los juicios de valor aristocráticos”, en el momento en el que se contraponen “lo egoísta y lo inegoísta” (7). Semejante contraposición burguesa evidenciaría el gregarismo de un hombre que no se ha elevado a la condición del superhombre nietzscheano.

En contraste con el “superhombre” que Freud asimiló al “padre de la horda primordial” con su “psicología individual”, el hombre ordinario de Nietzsche actuará por “instinto gregario” y en función de una “psicología de masa” (8). Esta psicología de masarecibirá una elaboración teórica exhaustiva, ya bien entrado el siglo XX, en la teoría de Trotter, centrada en un “instinto gregario” tan “primitivo y fundamental” como “el sexo y la autoconservación” (9). Finalmente, pocos años después de Trotter, pero en oposición diametral a su teoría, Freud propondrá su propia elaboración teórica de la psicología de las masas, en la que “el instinto gregario”, como “espíritu comunitario”, no será primitivo y fundamental como “las pulsiones de autoconservación y sexual” (10).

La pulsión sexual y el alma erótica de las masas

Las dos pulsiones sexual y de conservación del yo, de la especie y del individuo, fueron las únicas admitidas en la esfera dualista freudiana de las pulsiones primitivas y fundamentales, y esto únicamente en cierto momento de la evolución de la teoría de Freud. En esta evolución, como bien sabemos, las dos pulsiones de “conservación de la especie” y de “conservación de sí mismo”, tras haber sido las únicas pulsiones primitivas y fundamentales, terminan siendo “situadas en el interior de Eros”, como variantes de una misma pulsión de vida que se opone a la pulsión de muerte y que así configura la última versión de la esfera dualista de las “pulsiones básicas” (11). En las versiones sucesivas de esta esfera, no habrá nunca lugar para la “pulsión gregaria”, la cual, según Freud, no podrá ser básica, no siendo “indescomponible” ni “primaria en el sentido en que lo son las pulsiones de auto-conservación y sexual” (12).

En la teoría freudiana, la pulsión sexual, de vida o de conservación de la especie, es la pulsión básica de la que deriva el instinto gregario, social o político, reconocido por Aristóteles, Nietzsche y Trotter. Este instinto no es para Freud más que “otra expresión de la tendencia de todos los seres vivos de la misma especie, tendencia que arranca de la libido, a formar unidades cada vez más amplias” (13). En las masas y en las demás unidades sociales que se amplían al absorber y agrupar a los individuos, contemplamos la obra de “la libido de nuestras pulsiones sexuales”, que “coincide” con “el Eros que cohesiona todo lo viviente” (14). Para Freud, en efecto, el “Eros” y el “erotismo”, simples “expresiones encumbradas” para designar la “pulsión sexual”, constituyen “la esencia del alma de las masas” (15), la cual, a su vez, constituye la esencia de la sociedad y el objeto de la “psicología social o de las masas” (16). Podemos decir entonces que la psicología social, tal como la concibe Freud, tendrá por objeto un psiquismo social cuya verdadera esencia no será sino sexual, amorosa o erótica.

Para llegar a la esencia sexual del psiquismo social, Freud parte de la convicción de que el instinto gregario, social o político, no es un instinto innato ni originario en el ser humano. Esta convicción está basada en múltiples evidencias, entre ellas la “angustia” que pueden sentir los niños pequeños, no sólo al estar solos, sino también ante gente desconocida que intenta cargarlos o acercarse a ellos y tocarlos (17). Es claro que el contacto de la gente desconocida no debería ser angustiosa para niños que fueran, como pretende Trotter, “animales gregarios” en el “pleno sentido de la palabra” (18).

El temor y su inversión

Si nuestros niños fueran de verdad animales gregarios, entonces no se angustiarían por el contacto con desconocidos. Este contacto sería deseado en lugar de ser temido, como lo es en realidad, pues lo cierto es que sí detectamos en los niños el “temor a ser tocado” con el que Elias Canetti abre su monumental obra Masa y poder (19). Si esta obra se abre por donde se abre, esto es porque su autor considera que todo empieza por el temor a ser tocado. Para Canetti, es el miedo al contacto con el otro, y no el deseo del contacto, el que parece caracterizar la naturaleza humana. El hombre de Canetti no es un animal político ni gregario, sino solitario y antigregario. Su instinto es antisocial y no social. No hay aquí ningún instinto social primitivo y fundamental. Si hay algo primitivo y fundamental, esto es el temor a ser tocado que se manifiesta en “todas las distancias que los hombres han ido creando a su alrededor”, así como en la costumbre de “encerrarse en casas a las que nadie le está permitido entrar” y en “la rapidez con la que nos disculpamos cuando se produce un contacto físico involuntario con alguien” (20).

En diversas situaciones sociales, descubrimos indicios de la existencia de un instinto antisocial. Nuestro miedo al otro impregna toda relación con el otro. Y además de impregnarla, parece precederla. Es como si el hombre no se relacionara con el otro sino al dejar de temerlo. Si así fuera, el temor sería lo primero que sentiríamos ante el otro. Ante el otro, nuestra naturaleza nos haría temerosos, y el temor nos haría huir, alejarnos, evitar el contacto. Esta idea no es nueva. La encontramos, por ejemplo, en Montesquieu, en su crítica de Hobbes y en su representación de unos hombres, “en estado natural”, cuyo “temor los haría huir los unos de los otros” (21). Curiosamente, para Montesquieu, será este “miedo recíproco”, por el que nos alejaríamos primero unos de otros, el que “nos llevaría muy pronto a aproximarnos” (22). De modo que aquello que nos aproxima, nuestro mal llamado instinto social, derivaría del temor que sentiríamos espontáneamente el uno hacia al otro. Es como si el temor que nos aleja terminara invirtiéndose y tornándose algo que nos aproxima.

En Montesquieu, nos acercamos los unos a los otros por una especie de inversión del mismo temor por el que nos alejamos. De igual manera, en Canetti, hay una “inversión del temor a ser tocado” que será “característica de la masa” (23). En la masa, “cuanto más estrechamente se estrechen entre sí, más seguros estarán los hombres de no temerse los unos a los otros” (24). Los hombres empezarán aquí por temerse los unos a los otros, y para no temerse, terminarán estrechándose entre sí.

La enemistad y la hostilidad

Tanto en Canetti como en Montesquieu, el impulso a unirnos deriva de un miedo interhumano instintivo, primitivo y fundamental. Este miedo es un principio explicativo que no puede ser explicado. Para explicarlo, deberíamos atribuir a los hombres una innata vinculación recíproca de enemistad, agresividad y peligrosidad, que Montesquieu y Canetti no quieren atribuirles. Diríamos entonces que los hombres temen a los hombres porque los hombres son dignos de temor. Los hombres serían temibles y no sólo temerosos. El temor sería siempre un temor a los enemigos. La enemistad explicaría el mismo temor por el que se explica la amistad. Esto podría verificarse de manera concreta en todas aquellas intrigas personales, políticas o empresariales, en las que el temor a los enemigos, rivales o competidores, es lo que nos hace buscarnos a nuestros amigos, aliados o socios. En este caso, la sociedad, alianza o amistad, se basaría en el temor suscitado por la enemistad. La enemistad sería lo que precedería el temor que desembocaría en la amistad. Generalizando esta explicación al origen de toda sociedad, alianza o amistad, nos alejamos de Montesquieu y Canetti, que parten del temor como principio explicativo, y nos acercaremos a Hobbes y a Freud, que van más allá del temor como principio explicativo, pues lo explican al remontar a la “hostilidad primaria y recíproca de los seres humanos” (25), que provocaría el “miedo que se dan los unos a los otros” (26). En esta perspectiva, nos asociamos por temor a los enemigos. Como lo dirá sin ambages Francisco Javier Alegre, “por temor a los enemigos, uniéronse los hombres en una ciudad, y después en una comunidad de muchas ciudades” (27).

Hay que distinguir dos formas diferentes en las que la ciudad, la comunidad, la sociedad o la amistad, pueden surgir de la enemistad y del temor causado por la enemistad. Por un lado, podemos convertir en amigos a nuestros enemigos. Por otro lado, podemos unirnos entre nosotros, como amigos, contra nuestros enemigos. Ambas posibilidades fueron contempladas por Freud. La posibilidad de que el enemigo se convierta en amigo es la que se realiza en una “formación reactiva” por la que el “instinto gregario” surge de la “hostilidad” entre los “rivales” (28). En cuanto a la posibilidad de que la enemistad con alguien motive la amistad con alguien más, la vemos consumarse cuando la “inclinación agresiva” hacia otro “facilita la cohesión de los miembros de la comunidad” (29). En ambos casos, la comunidad se funda en la agresividad. La enemistad precede la amistad. La fraternidad se explica por la rivalidad. La disociación entre los rivales desemboca en la cohesión de la sociedad. La sociedad humana parte de la hostilidad interhumana.
Como la hostilidad es pulsional en la perspectiva freudiana, podemos decir, en esta perspectiva, que nuestra pulsión hostil, agresiva o antigregaria, explica nuestra pulsión gregaria. Por lo tanto, este instinto social de Trotter será secundario y derivado, pues derivará de la pulsión de muerte de Freud, la cual será primitiva y fundamental.

La pulsión de vida y la pulsión de muerte

Aunque Freud no haya recurrido explícitamente a la pulsión de muerte para explicar la pulsión gregaria, sí nos ofrece todos los eslabones lógicos necesarios para deducir esta explicación y admitirla como una idea implícita en la teoría freudiana. ¿Pero cómo admitir al mismo tiempo esta idea implícita, la de una pulsión gregaria que deriva de la pulsión de muerte, y la otra idea explícita que abordamos anteriormente, la de una pulsión gregaria que deriva de la pulsión de vida? Sabiendo que ambas pulsiones, la de vida y la de muerte, son pulsiones opuestas e irreductibles la una a la otra, ¿cómo admitir que ambas expliquen la misma pulsión gregaria sin reconocer también aquí una flagrante contradicción explicativa? Tan sólo al detenernos un momento en esta contradicción, caemos en la cuenta de que no es más que una de las tantas expresiones de la contradicción pulsional que Freud encuentra en todo el mundo animado.

Como bien sabemos, en todo el mundo animado, Freud encuentra la misma contradicción entre las “pulsiones de muerte”, que buscan “regresar a lo inanimado”, y las “pulsiones de vida”, que no dejan de “contrariar el propósito” de las pulsiones de muerte, pero que sólo pueden retrasar el regreso a lo inanimado, “prolongar el camino hacia la muerte” o “conservar la vida por lapsos más largos” (30). Esta contradicción pulsional se manifiesta biológica y fisiológicamente, pero también psicológica y sociológicamente. La pulsión gregaria, por ejemplo, habrá de operar al mismo tiempo mediante la pulsión de vida, que nos atrae unos a otros para formar unidades cada vez más grandes, y mediante la pulsión de muerte, que no sólo nos hace unirnos contra otros, sino que nos ofrece la hostilidad que podemos invertir y transmutar en fraternidad.

Aunque las pulsiones de vida y de muerte intervengan en toda pulsión gregaria, es evidente que no intervienen de la misma forma. Como ya lo hemos visto, la pulsión de muerte nos uniría desde el pasado y desde el exterior de nuestro grupo, desde el precedente de nuestro vínculo amistoso y desde nuestro vínculo agresivo con los enemigos. En cambio, la pulsión de vida nos uniría en el presente y en el interior de nuestro grupo, a través de todo lo que nos atrae unos a otros y así hace que nos agrupemos o vinculemos amistosamente. Ahora bien, como este impulso de atracción, agrupación y vinculación, corresponde a la pulsión gregaria en el sentido estricto del término, podemos decir que la pulsión gregaria es una manifestación de la pulsión de vida en la que se manifiesta igualmente la pulsión de muerte. Podemos decir también que la pulsión destructiva conforma extrínsecamente una pulsión gregaria que tan sólo se ve intrínsecamente constituida por la pulsión libidinal. Esta pulsión libidinal, en efecto, es la pulsión gregaria que nos enlaza en la masa, mientras que la pulsión destructiva es aquello a partir de lo cual y a través de lo cual puede operar la pulsión libidinal que nos enlaza en la masa. De modo que será el amor el que nos junte aun cuando nos juntemos por odio. En otras palabras, Tánatos puede hacer que nos unamos, pero lo que nos una será Eros. La unidad será erótica. Su origen podrá ser tanático, pero ella será erótica. Será el erotismo el que nos congregue y nos masifique. Nuestra masa caerá en la esfera del erotismo. El erotismo será lo característico de la masa.

La masa y el erotismo   

Para Freud, “lo característico de la masa” es lo que “une” a “los individuos dentro de la masa” (31). Este “medio de unión” es el “poder” que “mantiene cohesionada a la masa”, el cual, según Freud, no puede ser otro que el poder de “Eros, que lo cohesiona todo en el mundo” (32). Así como Eros lo cohesiona todo en el mundo, así también cohesiona a los individuos en la masa. De modo que la masa es una entidad eróticamente constituida. La masificación es erótica, sexual o amorosa. Por eso es que Freud sostiene que lo característico de la masa es el amor, la sexualidad o el erotismo. 

El erotismo característico de la masa es una idea central de la psicología social elaborada por Freud. Esta idea es coherente con la perspectiva psicoanalítica y con el conjunto de la teoría freudiana. Sin embargo, para admitir el carácter erótico, sexual o amoroso de la masa, no es necesario ni adoptar la perspectiva psicoanalítica ni partir de la teoría freudiana. En México, por ejemplo, un psicólogo social como Pablo Fernández Christlieb, aunque tome sus distancias con respecto a Freud y el psicoanálisis, reconoce la importancia del “enamoramiento” en la masa, identifica el fenómeno de masa con “el amor”, lo describe como un “suceso de sentimientos”, e insiste en que no se trata de un asunto de “mentalidad”, sino más bien de un asunto del “corazón” (33).

¿Cómo no ver que el corazón juega un papel decisivo en la masa? ¿Cómo negar el parentesco entre la masa y el amor? Este parentesco puede saltar a la vista de cualquiera y no sólo de Freud. El mérito de Freud no es la revelación del parentesco, sino su particular elucidación en el marco de una teoría general del psiquismo humano.

El amor y la familia

En el marco de la teoría freudiana, el parentesco entre la masa y el amor es también un parentesco entre la masa y la familia. Es a partir de la familia y del amor en el seno de la familia, en efecto, que surgiría la masa y la pulsión gregaria o social en el seno de la masa. Esta idea es el núcleo de las dos conjeturas que abren y guían la investigación freudiana sobre las masas, a saber, “que la pulsión social acaso no sea originaria e irreducible, y que los comienzos de su formación puedan hallarse en un círculo estrecho como el de la familia” (34). Para verificar o al menos justificar estas conjeturas, Freud se detiene en el comportamiento infantil al que ya nos hemos referido.

Recordemos que el niño puede angustiarse espontáneamente ante la cercanía de extraños, lo cual refuta la tesis de una pulsión social originaria, pues si esta pulsión existiera, entonces el niño, en lugar de angustiarse, debería calmarse ante la cercanía de sus semejantes, aun cuando éstos fueran extraños. Lo cierto es que “la angustia del niño pequeño que está solo no se calma a la vista de otro cualquiera del rebaño; al contrario: es provocada únicamente por la llegada de uno de estos extraños” (35). Los extraños pueden angustiar más de lo que pueden calmar al niño. Para que el niño se calme, se requiere significativamente “a la madre” y “después” a “otras personas familiares” (36). Hay aquí evidentemente un vínculo familiar más antiguo que todo vínculo social. Podemos aceptar entonces la tesis freudiana según la cual no habría ningún vínculo social existente de entrada y de manera instintiva, sino que todos los vínculos sociales se establecerían más tarde y de manera derivada, a partir de vínculos familiares.

Freud nos enseña que la familia es la matriz en la que se gesta la sociedad. Esto es válido filogenéticamente y no sólo ontogenéticamente. Si la sociedad se conforma para cada sujeto en el interior y en función de su propia familia y de su relación con padres y hermanos, la sociedad se configura en sí misma, o para la humanidad entera, en el interior y en función de aquella primera familia que fue la mítica horda primitiva con el padre primordial que privaba de todas las mujeres a los demás hombres, hijos y hermanos, que habrían terminado matándolo y devorándolo. Esta muerte de un padre primordial convertido en Dios o en Patria o en cualquier otro ideal colectivo, muerte que se reproduciría para cada sujeto con la muerte de su padre transmutado en ideal simbólico, será el acto inaugural por el que se constituya nuestra sociedad en los planos filogenético y ontogenético. En ambos planos, la sociedad humana es algo que no se forma naturalmente como una colmena o un hormiguero, una manada o un rebaño. A diferencia de estas sociedades animales, nuestra sociedad surge de un crimen, de una ruptura, de una destrucción de la familia o de la horda, es decir, de una transgresión de la naturaleza. La naturaleza debió ser forzada para socializar al hombre. Para llegar a vivir en sociedad, el hombre debió desnaturalizarse y destruir el medio natural de su familia y de su horda.

La naturaleza y la cultura

El hombre freudiano es por naturaleza un animal de familia o “de horda” (37). Si este animal se transforma en el animal gregario, social y político, de Aristóteles, Nietzsche y Trotter, esto no es por su propia naturaleza, ni gregaria ni social ni política, sino por una cultura que opera como principio constitutivo del gregarismo propiamente humano y de su concretización en una sociedad política distinta de cualquier sociedad animal.
Cabe concebir la “cultura”, en una perspectiva lacaniana, como la “constitución significante” (38) de un “lenguaje” por el que se “distinguen esencialmente las sociedades humanas de las sociedades animales” (39). ¿No es algo que ya reconocía el mismo Aristóteles cuando subrayaba que el hombre, como “animal político”, se distingue de “todo otro animal gregario” por ser “el único que tiene la palabra” (40)? La palabra se refiere aquí al sistema simbólico de la cultura por el que somos animales políticos. Podemos decir entonces que nuestra animalidad política, o nuestro gregarismo propiamente humano, es una pulsión determinada por el lenguaje de una “cultura” cuya función principal es “justamente” la de “mantenernos unidos” (41).

Lo que nos mantiene unidos no es un instinto natural, sino una pulsión inherente al sistema simbólico de la cultura, como estructura significante del lenguaje en la que se establecen todos los vínculos sociales. Por esto es que nuestros vínculos, para Lacan, son vínculos “intersignificantes” y no “intersubjetivos” (42). Cuando creemos vincularnos entre nosotros como sujetos, son los significantes que encarnamos, y que nos representan, los que se vinculan unos con otros. Y si los significantes se vinculan, esto no es por nuestro instinto gregario, sino por la estructura significante del lenguaje que transforma nuestra sexualidad en sociabilidad.

Para Freud, nuestra sociabilidad no es natural, pero deriva de una sexualidad que nos hace ver natural la sociabilidad que deriva de ella. Desde este punto de vista, si Trotter acepta nuestro gregarismo como un instinto primitivo y originario, esto es porque presiente el erotismo primitivo y originario del que deriva nuestro gregarismo. Sin embargo, para llegar a manifestarse como pulsión gregaria, la pulsión erótica o sexual ha debido extraerse de su medio natural, el de la horda y la familia, y ha debido cultivarse en el medio artificial del sistema simbólico de la cultura, siendo ahí desnaturalizada, simbolizada o desrealizada, y deserotizada o desexualizada.

El resultado último de la desexualización cultural es una pulsión social en la que ya no subsiste casi ningún rastro visible de la pulsión sexual de la que deriva. La sexualidad se disipa en una sociedad que parece consistir exclusivamente en la estructura significante de un lenguaje. Aquí hay relaciones entre significantes que representan a sujetos en el “lenguaje”, pero “no hay relación sexual” (43). No hay ninguna relación real, sino solamente relaciones simbólicas, significantes, en las que estriban los vínculos sociales. Sin embargo, como ya lo hemos visto, los vínculos sociales derivan de relaciones sexuales que no dejan de operar en el fundamento inconsciente de las relaciones significantes. Este “fundamento inconsciente” sexual es lo que se “pone al desnudo”, en la masa, una vez que la “superestructura” social es “desmontada” (44).

La masa y la sociedad

Una vez en la masa, el ser humano, según Le Bon, deja de ser un “individuo cultivado”, recupera su “espontaneidad” y se torna “un instintivo” y “un esclavo de sus actividades inconscientes” (45). Puede ocurrir entonces que las relaciones significantes de la sociedad se desgarren y muestren las relaciones sexuales que subyacen a ellas. No es casualidad que veamos aparecer en ese momento, como lo ha observado Fernández Christlieb, una “comunión” de “naturaleza afectiva intersubjetiva”, “prelingüística” y “paleosimbólica”, inexistente en “la comunicación” entablada mediante relaciones intersignificantes del sistema simbólico de “la sociedad” (46). Hay que salir de esta sociedad para entrar en una masa en la que subsiste una cierta intimidad sexual, erótica y amorosa, propia de la horda y de la familia, pero impedida en la sociedad.

Aquí, en la sociedad, podemos olvidar que somos animales de horda. Pero esto no lo olvidaremos en la masa. La masa nos muestra la configuración “familiar”, propia de la “horda primordial”, centrada en “un individuo hiperfuerte en medio de una cuadrilla de compañeros iguales” (47). Cada compañero, en este “renacimiento de la horda primordial”, mantiene una “doble ligazón libidinosa” o “erótica”: por un lado, con “los otros individuos de la masa”, como “hermanos” de la horda; por otro lado, “con el conductor de la masa”, que “sigue siendo el padre primordial” (48). Para Freud, como bien sabemos, esta “ligazón con el conductor” es la “más influyente” (49). Es ella la que desencadena el proceso de masificación.

La masa y el conductor

Cuando hay una masa, es porque hay cierta ligazón con su conductor. Esta ligazón es erótica y parece establecerse a través de la mirada y de la voz del conductor, las cuales, de hecho, suscitarían el fenómeno de masa. Luego, una vez que ya tuviéramos el fenómeno, sus “límites” habrían de ser nuevamente los de “la voz y la mirada” (50).
¿Por qué la mirada y la voz del conductor llegarían a tener poder para suscitar y limitar la masa? ¿Cómo es que la masa podría ser arrastrada y subyugada por una voz y por una mirada? ¿Qué hay en esta voy y esta mirada? Lo que hay aquí, en una perspectiva psicoanalítica, es el erotismo de “una voz y una mirada” que tendrán sobre la masa el poder inmenso de “objetos de deseo” (51). En el caso de la “mirada como objeto”, hay una “mirada erótica” que “deja huella allí donde se inscribe” (52). Es así como “la masa” en la que se inscribe la mirada puede “pasar a la función de una mirada unívoca” (53). El carácter unívoco de la mirada se manifiesta en el carácter unitario y uniforme de la masa. La masa existe al reflejar la mirada de su líder. Esta mirada ilumina la masa, y así la provoca, recordándonos el “brillo” en el que estriba todo el liderazgo del “líder” en el que Flores Magón sitúa “el espíritu de la masa” (54).

El espíritu de la masa es el conductor cuya mirada erótica brilla sobre la masa y así establece un vínculo sexual con la masa. Este vínculo establece a su vez otro vínculo sexual entre los miembros de la masa. En ambos casos, los vínculos van a ser sexuales y no sólo sociales, eróticos y no sólo políticos, amorosos y no sólo significantes, reales y no sólo simbólicos. A diferencia de una prosaica sociedad que no consiste sino en relaciones puramente simbólicas, la masa deja lugar para lo real, para la “relación sexual”, y es por esto que puede ser descrita como “poética” (55). Su poesía radica en su erotismo, en su vibración amorosa, en su confesión de la pulsión libidinal bajo la forma de la pulsión gregaria, social o política, de Aristóteles, Nietzsche y Trotter.

Significativamente, ahí donde mejor se expresa nuestra pulsión gregaria, social y política, es en una masa en la que esta pulsión derivada no disimula su causa y su esencia libidinal, amorosa y erótica. Nuestro erotismo es así lo que se revela cuando mejor se expresa nuestro gregarismo. Resulta evidente, pues, que el secreto de lo social está en lo sexual. De ahí la importancia de la masa, la cual, tan superficialmente social como profundamente sexual, nos descubre la sexualidad que late en el seno de toda sociabilidad.

Con su promiscua intimidad y su obscena excitación, la masa nos confirma que la pulsión gregaria es esencialmente una pulsión libidinal. Sin embargo, al mismo tiempo, con sus crímenes horrendos y sus destrozos injustificados, la masa nos confirma también que la pulsión gregaria que obra en ella no sólo supone una pulsión libidinal, sino que presupone una pulsión destructiva. No hay que olvidar que lo tanático es aquí anterior a lo erótico, tal como el temor a ser tocado preexiste a su inversión, y la rivalidad precede a la formación reactiva de la fraternidad.

Notas

(1) S. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Amorrortu, Buenos Aires, 1997, pp. 116-121.

(2) Ibid., pp. 86-88, 131.

(3) J. Lacan, Le séminaire, livre XVI, D’un Autre à l’autre, París, Seuil, 2006, 05.03.69, p. 215.

(4) A. Badiou, Théorie du sujet, Paris, Seuil, 1982, pp. 153-154.

(5) Aristóteles, Política, Porrúa, México D.F., 1989, I, 2, 1252, p. 158.

(6) F. Nietzsche, La Gaya Ciencia (1882), Akal, Madrid, 2006, aforismo 117, p. 155.

(7) F. Nietzsche, La genealogía de la moral (1887), EDAF, México D.F., 2000, p. 55.

(8) S. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Op. cit., pp. 117-118.

(9) W. Trotter, Instincts of the Herd in Peace and War (1917), Cosimo, Nueva York, 2007, pp. 20-22.

(10) S. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Op. cit., pp. 113-115.

(11) S. Freud, Esquema del psicoanálisis (1938), Amorrortu, Buenos Aires, 1997, p. 146.

(12) S. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Op. cit., p. 113. 

(13) Ibid., p. 112.

(14) S. Freud, Más allá del principio de placer (1920), Amorrortu, Buenos Aires, 1997, p. 49.

(15) S. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Op. cit., pp. 86-87.

(16) Ibid., pp. 67-68.

(17) Ibid., p. 113.

(18) W. Trotter, Instincts of the Herd in Peace and War (1917), Op. cit., p. 20.

(19) E. Canetti, Masa y poder (1960), Círculo de lectores, Barcelona, 2009, pp. 69-71.

(20) Ibid., p. 69.

(21) Montesquieu, L’esprit des lois (1748), París, Garnier Flammarion, 1979, I, II, p. 126.

(22) Ibid.

(23) E. Canetti, Masa y poder (1960), Op. cit., p. 70.

(24) Ibid.

(25) S. Freud, El malestar en la cultura (1929), Op. cit., p. 109.

(26) T. Hobbes, On the citizen (1642), Cambridge, Cambridge University Press, 1998,I, I, II, pp. 21-25.

(27) F. J. Alegre, “Origen de la autoridad” (1788), en A. Ibargüengoitia, Filosofía mexicana en sus hombres y en sus textos. México D.F., Porrúa, 2004, p. 95.

(28) S. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Op. cit., pp. 113-114.

(29) S. Freud, El malestar en la cultura (1929), Amorrortu, Buenos Aires, 1997, p. 111.

(30) S. Freud, Más allá del principio de placer (1920), Op. cit., pp. 38-40.

(31) S. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Op. cit., p. 70.

(32) Ibid., pp. 70, 88.

(33) P. Fernández Christlieb,  “Masas y afectividad colectiva”, en G. Mota (coord.), Cuestiones de psicología política, México D.F., UNAM, 1994, p. 47-48. Véase también: “Crónica sentimental de la sociedad”, en http://www.box.net/shared/mdjri3hxmr (consultado el 22 de agosto 2010).

(34) S. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Op. cit., p. 68.

(35) Ibid., p. 113. Cursiva en el original.

(36) Ibid.

(37) Ibid., pp. 114-115.

(38) J. Lacan, Sesión del 20.06.62, en Le séminaire, livre IX, L’identification (1961-1962). Inédito.

(39) J. Lacan, “L’instance de la lettre” (1957), en Écrits I, París, Seuil (poche), 1999, p. 493.

(40) Aristóteles, Política, Op. cit., I, 2, 1252, p. 159.

(41) J. Lacan, “Conférence au Musée de la science et de la technique de Milan” (1973), en Lacan in Italia 1953-1978, Milan, La Salamandra, 1978, p. 70.

(42) J. Lacan, Sesión del 13.01.71, en Le séminaire, livre XVIII, D’un discours qui ne serait pas du semblant (1971), París, Seuil, 2006, p. 10.

(43) J. Lacan, Sesión del 16.01.73, en Le séminaire, livre XX, Encore (1972-1973), París, Seuil (poche), 2002, p. 62.

(44) Cf. S. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Op. cit., p. 71.

(45) Cf. G. Le Bon, Psicología de las masas (1895), Madrid, Morata, 2005, p. 32.

(46) Cf. P. Fernández Christlieb, “Masas y afectividad colectiva”, Op. cit., pp. 51-52.

(47) S. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Op. cit., p. 116.

(48) Ibid., pp. 91, 117, 121.

(49) Ibid., p. 95.

(50) G. Tarde, La opinión y la multitud (1901), Madrid, Taurus, 1986, p. 48.

(51) J. Lacan, Sesión del 14.05.69, en Le séminaire, livre XVI, D’un Autre à l’autre, Op. cit., p. 316-317.

(52) Ibid., p. 315.

(53) Ibid., p. 318.

(54) R. Flores Magón, “El espíritu de las masas” (1910), Regeneración, 26 de noviembre de 1910. En: http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/politica/ap1910/28.html (consultado el 20 de agosto 2010).

(55) J. Lacan, Sesión del 20.12.77, en Le séminaire, livre 25, Le moment de conclure (1977-1978). Inédito.

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 29 - Febrero 2016
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