Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura

Historia, mi hermana...
Guy Le Gaufey

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Cuando llegué a la universidad, no sabía bien qué estudiar. Las letras modernas me atraían mucho pero encontré también, por primera vez en mi vida, LA historia. Por supuesto, ya había aprendido, desde el inicio de mi escolaridad, las diferentes épocas, los galos, el asesinato de Henri iv, las guerras, la revolución francesa, etc. etc., pero todo eso no era más que una serie de viñetas sin mucha profundidad. Sin embargo, lo que me ocurrió un cierto día de aquel primer año académico olía diferente. Tenía casi veinte años –y no es un detalle–, me sentía en casi permanente malestar: insomnio, ansiedad, falta de dinero, dolor de cabeza, soledad. Vivía en una habitación bastante miserable, digna de una novela de Víctor Hugo, y el barrio en el cual me encontraba parecía no haber cambiado desde hacía siglos: paredes negras, calles sucias, con viejos y pobres. De tal modo que encontrarse en la nueva biblioteca municipal era casi un sueño: grandes salas claras, alfombra, luz discreta, libros bien ordenados por todas partes: ¡el lujo absoluto!

Aquel día, cómodamente sentado en ese pedacito de paraíso social estaba leyendo un manual clásico de historia de Francia — el “Lavisse & Rambaud” – que trataba del siglo xvii. En cierto momento, abandoné mi lectura estudiosa y me fui a soñar despierto; para mi el siglo xvii siempre había sido el de los mosqueteros –los héroes de mi infancia–, y me puse a pensar en la gente que, obviamente, había vivido en el mismo barrio que yo apenas tres siglos atrás, con su ropa, sus sombreros, y… ¡sus apuros! De repente, atrapado por esta nueva perspectiva, muy de golpe y por primera vez, entreví la verdad. Claro que ellos, algunos de ellos por lo menos, conocían también el despertar de la pesadilla, el dolor de estómago a modo de desayuno, la ignorancia angustiosa de lo que pasará mañana y pasado mañana, la pasta que se esfuma permanentemente, el amor tímido que tropieza con una cara de vinagre, ¡qué mierda! ¡QUÉ MIERDA! En segundos, tenía el corazón al borde de explotar. Por mi propia cuenta, acaba de descubrir la contingencia… del pasado; la incertidumbre… de mis antepasados, su indudable y silenciosa intranquilidad que nos transformaba en hermanos de infortunio: viviendo a ciegas, día tras día, por fuera de todos los manuales de historia como el que estaba leyendo.

Al salir de ahí, supe lo que iba a estudiar. La historia me había atrapado, y pasé cuatro años enteros a su servicio, con mucho placer, porque ella trabajaba como principio de racionalidad y lograba hacerme entender tanto el mundo como la vida, explicándome porqué las cosas son así y no de otra manera. Pero, al terminar estos estudios, al lanzarme en el oficio de historiador que me esperaba, una insatisfacción mía insistía siempre más y más. No puedo hoy decirlo mejor sino a través de otra anécdota. Me ganaba un poquito de dinero examinando contratos de casamiento de los siglos diecisiete y dieciocho, para un joven profesor de historia quien escribía una enorme tesis sobre el comercio del puerto de la ciudad durante aquellos siglos. La historia económica estaba muy de moda en aquel entonces, y yo tenía que elaborar la lista de los signos de riqueza mencionados en aquellos contratos. Mi profesor me pagaba una miseria, de tal modo que, de vez en cuando, me invitaba al restaurante. Un cierto día, entre bocado y bocado, le pregunté: ¿cuál sería el estatuto histórico de un acto equis cumplido por un campesino desconocido siglos atrás? Me contestó en el acto (sus palabras, me las acuerdo todavía hoy): “Le Gaufey, con semejantes preguntas no tiene ningún futuro como historiador. Si no hay huella, no hay historia. Así es.” Sí, sí, eso sí, POR SUPUESTO, pero… Dos años más tarde, pasando por la semiótica y su manera de cuestionar la naturaleza del signo, empecé en París una tesis sobre el “discurso histórico”, mientras me tumbaba en un diván, y leía perdidamente a Freud y a Lacan.

Freud y las huellas

Entonces: ¿huella o no huella? O más bien: cómo arreglárselas con estas imprescindibles huellas y sin ellas en un solo movimiento? Ustedes pueden imaginar que cuando encontré las siguientes líneas en Freud, en su comentario del recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, ya estaba en posición de leer en ellas lo que buscaba desde hacía algún tiempo:

Las fantasías tardías que los seres humanos crean sobre su infancia suelen apoyarse, en verdad, en pequeñas realidades efectivas (kleine Wirklichkeiten) de esa prehistoria en lo demás olvidada. Pero se requiere un secreto motivo (geheim Motivs) para recoger la nimiedad objetiva (die reale Nichtigkeit) y replasmarla tal como lo hizo Leonardo con el pájaro que llama buitre y su asombroso obrar (1).

Esta precisión clave por su concisión aparece en una nota al pie que Freud introdujo en 1919, con ocasión de la reedición de su texto de marzo 1910, y después de una crítica de Havelock Ellis sosteniendo que lo de Leonardo podía ser un recuerdo, a pesar de su inverosimilitud, porque, decía Ellis, “los recuerdos de la infancia pueden remontarse muy a menudo más lejos de lo que se crea comúnmente”.

De hecho, en la respuesta de Freud, no hay nada tan nuevo para sus lectores atentos, ya que el replica a Ellis con un montaje que es también el de La Interpretación del sueño: los restos diurnos funcionan como unos realen Nichtigkeiten, unas “nimiedades objetivas”, huellas de recuerdos“replasmadas” por un deseo que, aunque venga de la lejana infancia, no es un recuerdo y se parece mucho a este “secreto motivo”. Y esta convicción freudiana de semejante mecanismo psíquico puede ser fechada desde el momento en que, en una famosa carta a su amigo Fliess, Freud abandonó su “neurótica”, su teoría traumática de la histeria que postulaba la existencia histórica de la vivencia de las escenas de seducción. Nos encontramos aquí en una especie de bulevar freudiano bordeado por un lado con la realidad dicha “material”, y por otro lado con la realidad dicha “psíquica”.
La realidad psíquica está llena de huellas que provienen de la realidad material, esto no se puede poner en tela de juicio, pero no basta. Freud, muy temprano, escribiendo su “Proyecto” en 1897, ya había encontrado la necesidad de concebir una producción interna del aparato psíquico, por fuera de las huellas ya registradas, al confrontarse con este dato clínico: ¿cómo es posible que el hecho de recordarse una vivencia penosa pueda ser a veces algo tan doloroso?, mientras que nada viene del exterior por las conducciones φ, las únicas en capacidad de traer cantidades nuevas. Ya que el dolor, en su teoría de entonces, no podía ocurrir sino a través de un aumento de las cantidades, ¿de dónde provenía semejante aumento? Sin tanto conocimiento acerca de la complejidad del cerebro, postuló que existían “neuronas secretoras” las cuales, al ser excitadas, vomitaban cantidades sobre el modelo de las glándulas, de una manera impresionante a pesar de su tamaño.

Entonces: decididamente, las huellas no forman el todo de las conexiones en el aparato psíquico freudiano. Con este modo de pensar, Freud se muestra como un buen alumno de Kant: más allá de la razón práctica y de sus redes que se pueden recorrer sin fin, huella por huella, hay también la razón pura, en el inicio de las cadenas racionales, a la que no se le puede preguntar  cada vez que interviene: ¿de dónde vienes tú? ¿Por qué y cómo iniciaste esta serie racional? Sin un tal cierre de la causalidad, un tal silencio de la razón pura, se abre la infernal posibilidad de una regresión al infinito. Preocupado por la consistencia de su pensamiento, Freud tenía que descartar ese riesgo, y lo hizo repetitivamente, del ombligo del sueño al asesinato del padre, pasando por la pulsión de muerte, tres puntos muy diferentes pero que escapan por principio a la positividad de la búsqueda clínica que no obstante no puede no plantearlos.

Foucault y el “enunciado”

Este planteamiento de algo por encima o por debajo de las cadenas de huellas, no es únicamente una preocupación freudiana. Fue para mi un alivio y un placer encontrarla otra vez en la obra clave de lo que podemos nombrar “el primer Foucault”, aquel que firmó La Arqueología del saber.
Elaborando el método que había desplegado tanto en la Historia de la locura en la época clásica como en Las Palabras y las cosas o en el Nacimiento de la clínica, Foucault viene a definir lo que entiende bajo el concepto de “enunciado” en calidad de elemento constituyente del conjunto que él nombra “discurso”:

Se llamara enunciado la modalidad de existencia propia de este conjunto de signos; modalidad que le permite ser algo más que una serie de trazos, algo más que una sucesión de marcas (traces) sobre una sustancia, algo más que un objeto cualquiera fabricado por un ser humano.

Tal forma de unidad textual ya se encuentra en lógica con la "proposición", en gramática con la "frase", y en lingüística con el "speech act". Foucault descarta meticulosa y repetitivamente, durante páginas y páginas, estas tres unidades para aislar mejor el hecho de que su "énoncé" no se puede reducir sólo a una sucesión de signos que funcionarían como huellas. Escribe:

El enunciado no es, pues, una estructura; es una función de existencia que pertenece en propiedad a los signos […]

"Modalidad de existencia", "Función de existencia": algo insiste por este lado hasta que Foucault llegue a preguntar: "¿cuál es, pues, esa singular existencia, que sale a la luz en lo que se dice, y en ninguna otra parte?"
De tal modo que el enunciado tiene propiedades contradictorias: por un lado es necesariamente una "materialidad repetible", una huella indudable que se puede encontrar repetitivamente, pero es también algo que no alcanza al nivel de un enunciado sino a través de una "existencia", la cual implica un sujeto que no se reduce, de ninguna manera, a una huella.

Es claro que aquí ya no estamos en la historia tal como la practicaba mi joven profesor, digno representante de la historia académica al punto de terminar su carrera en la Sorbonne. Con el enunciado foucaultiano, estamos más bien en la necesidad de concebir un sujeto, no en calidad de autor y productor del enunciado, sino como un súbdito de esta mezcla de pensamientos y de prácticas que se llama "discurso" y a partir de la cual el enunciado dicta sus condiciones para que un individuo cualquiera se vuelva sujeto – su sujeto.
Resumiendo: el enunciado es un concepto límite tal que, por un lado, se encuentra como huella en su materialidad histórica, pero, por otro lado, se abre a un universo de posibilidades en las cuales se relaciona con un sujeto cuya existencia tiene aproximadamente la consistencia del viento.

Este término clave de sujeto nos conduce directamente a la tercera obra que encontré en mi búsqueda ciega de lo que permite adjuntar sistemas simbólicos, distribuciones sin fin de signos, y esta presencia sorda que atestigua este nivel de existencia que me había impresionado tanto en mi visión del siglo diecisiete y de sus pobres mosqueteros vueltos en mi imaginación pastos de la miseria humana. Acabo de nombrar a Lacan.

Lacan y el sujeto

La primera vez que di con los Écrits, un año después de su publicación, en 1967, no sabía nada de este Jacques Lacan y no comprendí mucho de estas ochocientas páginas, que leí no obstante por entero, casi de un solo tirón. La impresión general, más y más clara mientras avanzaba en mi lectura, era tan simple como incomprensible: desprendía el mismo perfume que La Interpretación del sueño. Bajo un estilo casi barroco, y a través de la proliferación de un saber polimorfo, se dejaba adivinar una preocupación fuerte e insistente en lo tocante a la singularidad existencial de un sujeto que, en mis lecturas de aquel entonces, yo no encontraba más que en otro autor totalmente extranjero al mundo psicoanalítico: Søren Kierkegaard.

Durante años y años, a pesar de mis relecturas estudiosas, no logré ubicar bien en estos Écrits la naturaleza de este "sujeto". La palabra misma era omnipresente, pero su funcionamiento como concepto me parecía cerca de lo que se llama en Aristóteles "homonimia", es decir: la misma palabra para decir cosas diferentes. Para que esto se aclarara, tuve que esperar hasta los años 1973 y 1974, cuando empezaron a circular las primeras fotocopias de los seminarios anteriores de Lacan, en una curiosa conjunción: el público de Lacan se extendía desmedidamente en París, y debutaba el éxito comercial de la copia seca de Rank Xeros.
En un cartel que se reunía sin falta cada martes a las 9:00 de la mañana en el local de la École Freudienne, 69 rue Claude Bernard, Jean Allouch, Erik Porge, Philippe Julien, Éric Laurent y yo, nos pusimos a leer atenta e integralmente los seminarios de los años cincuenta y sesenta, antes de salir caminando, cada quince días a las 11:30, hacia la sesión actual de su seminario, a unas centenas de metros de allí, en la Facultad de derecho de la rue Saint Jacques.
Cuando di con las sesiones de noviembre y diciembre 1962, al inicio del seminario La Identificación, fue para mi como una iluminación: el significante representa al sujeto para otro significante. ¡Sí, eso sí! Y, a diferencia de los Écrits, ahora yo podía por fin seguir el recorrido que le había permitido a Lacan llegar a tal conclusión a modo de definición de "su" sujeto a través de "su" significante, en su implicación recíproca. La "materialidad repetible" del significante hacía más que dejar lugar a un sujeto vacío, como en Foucault: lo planteaba como lo que resulta de la ligadura, la conexión, el enlace entre, no exactamente los signos, ya que las ideas con su sujeto racional ya lo hacían, sino entre los elementos sin sentido a partir de los cuales se fabrica el sentido: los significantes. Por ahí, la presencia de un sujeto se reunía con la hipótesis del inconsciente, ambos bajo el nivel del sentido, con la misma elegancia que unía la primera articulación del lenguaje a la segunda.

Necesitaba por mi parte tal sujeto así ligado a la pura contingencia porque, sin esta dimensión, el saber freudiano se volvía a mis ojos una triste mecánica que alimentaba un fatalismo imbécil: cuéntame tu infancia y te diré la verdad de la cual ni pienses que puedes escaparte. Por otra parte, este sujeto nuevo venía acompañado de un compinche con el cual entraba en una oposición total, Lacan lo llamó "sujeto-supuesto-saber", el cual encarnaba por excelencia al sujeto tal como le glorificaba la tradición filosófica: consciente, agente y autosuficiente. En el acto, Lacan lo rechazó con violencia (2), ni vaciló en decir que los analistas debían prohibirlo totalmente, antes de que él lo reconociera, dos años más tarde, al final de Los cuatro conceptos del psicoanálisis, como el blanco mismo de la transferencia, como lo que funda el amor de transferencia y su modo muy peculiar de engañar para aproximar la verdad.
Más claramente que en Freud o en Foucault, bajo el nombre y el concepto de "sujeto",  este punto de articulación entre dos significantes me parecía dar a la partición subjetiva su verdadero calderón, lo que se ubica encima de una nota para que el músico marque un tiempo de silencio, más o menos largo. Una articulación que permitía que se afirmara una existencia "pura", imposible de encontrar aislada, sino dispersada a lo largo de lo que se dice o se calla, se confiesa o se canta, se susurra o se vocifera. Una manera del ser humano de vivir en el signo, la que Foucault estaba buscando cuando planteaba "esa singular existencia, que sale a la luz en lo que se dice, y en ninguna otra parte?" Lo que Lacan llamó a veces "el sujeto puro hablante" es obviamente de la misma veta.

Por un instante, se podría pensar que con Lacan ya tenía al fin la solución de mi problema de huella/no huella, iniciada por Freud, ya que su significante provenía de una huella borrada, una huella que ya no existía como tal. Ahora bien: no. Mi insatisfacción de partida, la que había encontrado con mi joven profesor se había desplazado, seguro, pero insistía todavía, bajo otra forma.
Si existe, por poco que sea, una "semiótica" de Lacan, una teoría del signo y no sólo del significante, es claro que en ésta el significado no tiene mucha individualidad por sí-mismo, precisamente porque no tiene ningún "sí-mismo", como el cuerpo del niño en frente del espejo: es un efecto puro y sencillo de la concatenación significante en la medida en que toque a un referente, ¡y ya está! El punto fuerte de esta posición es que no se puede considerar un significado aparte de su materialidad significante, salvo si se considera, con el modelo de san Agustín, la existencia de un "mentalismo", de una lengua mental con pensamientos sin palabras, una lengua que se pueda expresar en las diferentes lenguas naturales de la misma manera que el espíritu santo habla todas las lenguas, encarnándose sin distinción en los diferentes conjuntos significantes. Obviamente, Lacan no piensa la lengua de ese modo, y lalenguaen una sola palabra tampoco va por ese lado.

De tal modo que, con Lacan, tenemos dos consecuencias de la ligadura significante: por un lado, el significado; por otro lado, el sujeto. ¿Tenemos que confundirlos? Por supuesto que no. Entre otras razones porque el significado es casi constante a lo largo de la cadena significante, mientras que la producción del sujeto es mucho más accidental. ¿Cómo diferenciar bien entre los dos? A partir de este tipo de cuestionamiento me topé con Robin George Collingwood.

El impacto Collingwood

Bastante famoso en el mundo anglosajón, es sin embargo poco conocido afuera de él y poco traducido. Fue al mismo tiempo profesor de filosofía en Oxford, e historiador y arqueólogo de la Inglaterra romana. Publicó, entre las dos guerras mundiales, trabajos de alto nivel en estos dos especialidades académicamente muy separadas, cuestionando su práctica de arqueólogo con sus armas de filósofo, y exponiendo problemas filosóficos con la escobilla y el pincel del buscador de ruinas.

Un punto central de su método de historiador toca a lo que llama en inglés "re-enactment", lo que se podría traducir por "volver a poner en acto". Ya sea que se estudie una frase del Parménides o un evento histórico cualquiera, en cualquier caso se trata de volver a pensar, de volver a poner en acto, ¿qué? el pensamiento de donde ha surgido el objeto estudiado. La sutileza del concepto necesita un ejemplo, que Collingwood no vacila en dar. En la famosa batalla de Trafalgar donde, en 1805, la marina inglesa infligió una derrota decisiva a la francesa, casi al final del enfrentamiento, el vice-almirante y comandante en jefe Horacio Nelson lucía con todas sus condecoraciones en su barco, el Victory, al punto de volverse muy reconocible y estar al alcance de las escopetas francesas. Su segundo a bordo, Thomas Hardy, le ruega abandonar por un instante todas sus condecoraciones para hacerse más discreto, y Nelson le contesta: "Los vencí en el honor, moriré con ellos en el honor." Unos minutos después, una bala le atraviesa el hombro izquierdo y el pulmón, deteniéndose un poco antes de la columna; muere tres horas más tarde, reverenciado en el acto y hasta hoy como uno de los más grandes héroes de la nación. ¿Qué dice Collingwood a propósito de este evento?

Entender estas palabras es como pensar por mi mismo lo que Nelson pensaba cuando las dijo; ya no hay tiempo de quitarme mis condecoraciones para salvar mi vida. Mientras no estoy en capacidad – así fuese por un instante – de pensar en ello por mi mismo, las palabras de Nelson siguieron siendo opacas; yo no podré más que recubrirlas con un montón de palabras como lo haría un psicólogo, y hablar de masoquismo, o de sentido de culpabilidad, o de introversión y extroversión, o cualquier otra tontería.

¿Se lo imaginan?, no se trata aquí, de dárselas de Nelson; más bien de captar… ¿de captar qué? ¿un sentido? ¿un significado? ¿de entrar en no sé qué movimiento de compasión respecto del pobre Nelson? No, en absoluto. Se trata de dar un espacio a la fragilidad de la enunciación que ha producido este enunciado, de sentir que Nelson hubiese podido decir otra cosa, de otra manera y que, no, no lo hizo.
Lo que nos engaña en la problemática de la huella, según Collingwood, no es sino la absoluta y perfecta determinación del pasado en la medida que borra el hecho de que lo que pasó no fue sino una respuesta a una situación compleja que la posibilitó pero no la obligó. Lo escribe con toda claridad en su Autobiography:

Que una proposición sea verdadera o falsa, dotada o no de significación [significant or meaningless], esto depende de la cuestión a la cual estaba destinada a responder; y quién quiera saber si una proposición es verdadera o falsa, dotada o no de significación, debe descubrir la cuestión a la cual está destinada a responder.

De ahí su preocupación por lo que llama los "complejos preguntas-respuestas", que le permiten infundir algo de contingencia en la determinación de las huellas que, en buen historiador, busca y respeta. En la medida en que la red de preguntas debe ser reconstruida, que no se da con toda claridad como las huellas-respuestas, un lazo existencial se trama que inscribe al inspector de huellas en el campo de la producción accidental de estas mismas huellas.
Este lazo existencial entre la huella y la contingencia de su producción puede ser, a veces, intrigante. Cuando Collingwood elige como ejemplo clave la historia de Trafalgar, dice: "Menciono aquí Trafalgar porque la historia naval fue una de las grandes pasiones de mi infancia, y Trafalgar mi batalla preferida", pero ni siquiera dice una palabra sobre el hecho de que el otro vice-almirante de la flota inglesa, él que no falleció en su barco, él que no se pescó una bala en el pulmón, se llamaba… Cuthbert Collingwood. ¿Su antepasado? No lo sé. Se podría saber.

Conclusión

Qué es, entonces, lo que está sobrepasando la huella para animarla hasta que ella re-encuentre la contingencia de dónde ella procede? Nombrarlo "sujeto", a la Lacan, señala una existencia sin ninguna cualidad, que no es el refugio de un cualquier libre albedrío, aunque permita no encerrarnos en la postura de aquel pasaría sin ni darse cuenta del determinismo al fatalismo.
Un gran parte del éxito de Lacan hoy me parece provenir de este aire que introdujo con la dimensión del sujeto, no tanto como agente libre, por supuesto, sino como punto vacío que, sin escapar a la trama de las huellas que constituye su historia, se ubica constantemente aparte de ellas, sin que jamás podamos aislarlo y atraparlo como tal. La incompletud del Otro, que tampoco se toca directamente, resulta la única prueba de existencia de un tal sujeto, tan frágil en su calidad de prueba como la de dios.

Sin embargo, por fugaz que sea, este sujeto basta para trazar una línea de partición de las aguas, y por tan próximas que aparezcan a menudo, historia y psicoanálisis casi se ignoran recíprocamente a causa de él. Por mi parte, no me siento tan avanzado en esta línea de fractura después de más de cuarenta años de práctica analítica ininterrumpida y de lectura permanente de trabajos históricos. Prácticamente, tuve que elegir mi campo; lo hice. Pero subjetivamente, sigo sintiéndome dividido entre huellas y no-huella, lógica y poesía, saber y existencia: mis hermanos de fortuna o de infortunio, de ayer, de hoy o de mañana, me hacen compañía en silencio, mirando sus pies o el porvenir con la intranquilidad de siempre.

Notas

(1) Sigmund Freud, Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, Amorrortu, vol. 13, p. 67.

(2) "Este sujeto-supuesto-saber, tenemos que aprender a pasar de él a cada instante. No podemos recurrir a éste en cualquier momento, esto está excluido…".

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 29 - Febrero 2016
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